Columna de Nicolás Monckeberg: Puerta Cerrada
La semana pasada, al esgrimir razones de agenda para no conmemorar este tratado, al presidente Boric le faltaron ambas visiones: de Estado y de Historia. Cegado, otra vez, por una cierta arrogancia intelectual, Gabriel Boric se equivoca porque prefiere anteponer sus opiniones a sus deberes de jefe de Estado.
Tropas coreanas se despliegan en Europa. Misiles estadounidenses surcan los cielos de Ucrania. Rusia amenaza con recurrir a su arsenal nuclear. Kits de supervivencia son distribuidos a los ciudadanos suecos ante una posible invasión. Buques de guerra chinos rondan las aguas de Taiwán. Bombas estallan en Israel, en Palestina y en Líbano. Y, desde su olimpo moral, nuestro presidente fue el primero que no consideró celebrar los 40 años del Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina. Su agenda de prioridades no se lo permite. Lamentablemente la respuesta del gobierno argentino solo ahondó el problema, al decidir que su canciller tampoco asista al encuentro de ministros del acto conmemorativo en la Santa Sede.
Las guerras están aquí, hoy, a nuestro alrededor, con sus procesiones de fantasmas del pasado, refregándonos en la cara lo que es la destrucción y el odio, trizando almas y corazones; las guerras están aquí, hoy, para recordarnos lo frágil que es la paz. Sin embargo, para nuestro presidente, pareciera que esa lección no es tan relevante.
Hace cuatro décadas se evitó una guerra entre Chile y Argentina, dos naciones que no solo comparten una de las fronteras terrestres más largas del mundo, sino que también un destino común. Se evitó una guerra porque los gobernantes de ambas naciones, en circunstancias políticas complejas, fueron capaces de superar sus profundas divergencias: tuvieron visión de Estado.
Ese mismo año, en 1984, ante el osario de cientos de miles de soldados franceses y alemanes caídos en la batalla de Verdún durante la “Gran Guerra”, el presidente Mitterrand –quien fue soldado durante la Segunda Guerra Mundial– y el canciller Kohl –quien vivió la división ideológica y política de su país– compartieron largos minutos de respetuoso silencio, cada uno sosteniendo la mano del otro, para simbolizar la reconciliación de sus países: tuvieron visión de Historia.
La semana pasada, al esgrimir razones de agenda para no conmemorar este tratado, al presidente Boric le faltaron ambas visiones: de Estado y de Historia. Cegado, otra vez, por una cierta arrogancia intelectual, Gabriel Boric se equivoca porque prefiere anteponer sus opiniones a sus deberes de jefe de Estado.
No se trata de culpar de este desencuentro únicamente al presidente de Chile. Como está a la vista, el presidente Milei no lo hizo mejor y su reacción también fue objeto de críticas en su país. Sin embargo, lo concreto hoy en Chile, es que nuestro joven presidente, que no conoció ninguna guerra ni revolución, que creció en un país democrático, relativamente próspero y abierto al mundo, no considera oportuno conmemorar un hito que definió nuestra nación, que salvó vidas y que abrió la puerta a una nueva era de relación pacífica y fructífera con nuestro vecino. Es una puerta, además, que el presidente Gabriel Boric cierra con un manotazo, por encima del legado y el ejemplo de sus antecesores en el cargo: los presidentes Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet y Piñera, quienes nunca faltaron a su cita con sus homólogos transandinos, nunca faltaron a su cita con la paz y con la historia.
El militante del Frente Amplio que ocupa La Moneda acaba de hacerlo.
Por Nicolás Monckeberg, ex embajador de Chile en Argentina.
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