Crisis climática y la economía política verde

cambio climático

Por Pablo Paniagua Prieto, Investigador Senior de la Fundación para el Progreso

Recientemente se publicó el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y sus resultados son elocuentes: el ser humano y sus prácticas de producción son el mayor responsable del calentamiento global en el mundo. Parecería que hoy no cabe duda de que la humanidad, y sus maneras de consumir, vivir y producir, han sido largamente los responsables del calentamiento global ocurrido en estas últimas décadas. Pues, según el IPCC, durante el período 1970-2020, la temperatura de la superficie en el planeta se elevó más rápidamente que en cualquier otro período de 50 años, dentro de los últimos 2.000 años.

El informe señala que el cambio climático es hoy irreversible, ya que, aunque se tomen medidas más extremas para combatirlo, lo más probable es que para el 2040 el planeta se haya calentado en  1,5 grados Celsius por sobre el promedio 1951-1980. La barrera de los 1,5 grados Celsius es relevante, ya que por sobre ese aumento, el planeta podría —asegura el IPCC— tornarse un lugar inviable ecológicamente, con masivas extinciones de las especies. Esta realidad nos presenta dos mensajes ineludibles: por un lado, que debemos adaptarnos y convivir con el actual calentamiento global e internalizar los aumentos de temperatura y la mayor frecuencia de eventos climáticos extremos; por el otro lado, tenemos que cambiar radicalmente nuestras formas de producción y de consumo con el objetivo de lograr la meta de frenar el alza de la temperatura. Para lograr el segundo objetivo se requieren de dos elementos clave de economía política verde que son complementarios, pero de difícil ejecución.

Primero, urge de manera inmediata cortar las emisiones contaminantes y extraer CO2 de la atmósfera. Para esto, debemos reducir radicalmente nuestras emisiones de CO2 y también las emisiones de otros gases contaminantes como el gas metano. Parte importante de este esfuerzo se tiene que hacer a nivel internacional y a nivel de relaciones internacionales, al tratar de que todos los países se comprometan con metas serias —pero radicales— para llevar las emisiones a cero (algo que no se logró en la última COP que organizó Chile en el 2019). El problema de esta solución en base a la coordinación política es que países en vías de desarrollo como China e India están menos interesados en la alta producción de CO2 que en mantener sus tasas de crecimiento económico aceleradas. Ante esta realidad política, en la cual la coerción internacional y obligar a otros países a actuar resulta inviable, es que urge tener incentivos adecuados y utilizar las fuerzas creativas de los mercados para guiar las acciones económicas de los actores mundiales hacia la innovación verde y la reducción de emisiones de gases contaminantes.

El Premio Nobel de Economía, Elinor Ostrom, en sus estudios respecto al cambio climático, ya advertía que este es un problema trágico, pero predecible, asociado tanto a la falta de derechos de propiedad en las emisiones de gases, como a los problemas típicos de la acción colectiva a gran escala. Esto hace que el cambio climático sea como una gran tragedia “racional en la individual” pero “irracional en lo colectivo”, producto no del capitalismo, sino que más bien de la falta de: monitoreo y de control, de derechos de propiedad y de la capacidad de incentivar a otros a seguir ciertas reglas de conducta. Algo similar a lo que advirtió Garret Hardin (1968) con su famosa “tragedia de los comunes”, ya que ahí donde no hay derechos de propiedad y no hay formas de controlar y de incentivar a las personas en su actuar, ocurren acciones que degradan los bienes comunes. De esta forma, urge diseñar bien el segundo paso: el robustecer y acelerar el uso de los mercados y las finanzas verdes y los derechos de propiedad ecológicos.

Segundo entonces, resulta fundamental recurrir a aquellas fuerzas creativas y poderosas como son los mercados y los derechos de propiedad en fomentar soluciones innovadoras y disruptivas para poder así incentivar la correcta emisión de gases contaminantes. Una de las posibles soluciones se encuentra en robustecer los mercados de las emisiones de carbono y en sincerar los precios de las emisiones de estos.

Los mercados de carbono están basados en la fijación de techos de emisiones máximas de gases contaminantes, que luego son decrecientes en el tiempo. Dichos techos de emisiones se aplican para todas las empresas y los países que emiten gases contaminantes. Posteriormente, estos derechos de propiedad (para poder emitir carbono) pueden ser tranzados en el mercado, en donde empresas y países pueden vender sus derechos de emisión a otros que los necesitan más: aquellos que desean emitir gases por sobre los límites imponibles deberán comprar “derechos de propiedad para contaminar” a aquellos que están contaminando menos o “ahorrando” en emisiones. De la misma forma, aquellos dueños de bosques que contribuyen a la captura de CO2 pueden obtener créditos por la captura de estos, incentivando a todos los agentes —a través de precios y derechos de propiedad— a actuar de forma adecuada.

El problema principal de esta solución es que los precios por tonelada de CO2 equivalente no han sido sincerados al alza (los precios asociados al impacto climático están artificialmente subvalorados). En la medida en que el precio de estos derechos de propiedad no suba y se traspasen los mayores costos y precios a las empresas y a los consumidores que utilizan en demasía CO2 en sus habitudes, será imposible llegar a la meta de emisión cero en el 2050.

La reciente experiencia de coordinación, en donde científicos de todo el mundo juntaron esfuerzos nunca vistos para poder proporcionar en tiempo récord una vacuna contra el Covid-19, es una luz de esperanza que nos señala que, con buenos incentivos, con derechos de propiedad y con buena inversión podemos solucionar problemas de externalidades globales. El éxito en el desarrollo de múltiples vacunas durante la pandemia es evidencia de que programas robustos —tanto privados como estatales— de inversión científica en tecnologías podrían tener grandes y rápidos beneficios. Como bien lo ha señalado el Premio Nobel de Economía William Nordhaus: “¿Por qué no podemos pensar en convertir el tipo de energía y recursos que teníamos destinados para las vacunas, en tecnologías climáticas y ecológicas bajas en carbono?”.

Lamentablemente hoy los incentivos económicos no están alineados hacia promover la creatividad verde y la destrucción creativa aplicada en energías limpias y en mejorar la absorción de CO2 del ambiente. Por ejemplo, el presupuesto federal de Estados Unidos para la investigación militar es hoy de 60 mil millones de dólares, mientras que el presupuesto para la investigación de energías verdes es de apenas 2 mil millones de dólares. Los incentivos están diseñados para producir armas avanzadas, pero no para mejorar nuestras energías y prescindir del carbono. ¿Estaremos a la altura de abrazar a tiempo la economía política verde y rescatarnos de la tragedia de los comunes? En palabras del escritor inglés John Donne: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”

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