Ecoansiedad y crecimiento

Amazonas
La deforestación registrada en el estado brasileño de Maranhao. Crédito: IBAMA/Creative Commons


En algunos círculos de ambientalistas ha comenzado a difundirse la idea de que el crecimiento económico es per se enemigo de la naturaleza. Detrás de ello subyace la hipótesis de que crecer implicaría necesariamente depredar los recursos naturales y el medio ambiente. Crecimiento sería solo sinónimo de producir más y extraer más desde las entrañas de la tierra. Esta idea incluso se ha esbozado en torno a la Convención Constituyente, donde algunas voces han enarbolado la tesis del “decrecimiento”.

Esta visión olvida que uno de los beneficiados del progreso económico ha sido precisamente el medio ambiente, porque donde hay progreso económico hay mayor cuidado de éste (recomiendo la lectura de Enlightment now, de Steven Pinker). El crecimiento es sustentable y es amigo del medio ambiente, entre otras cosas porque las necesidades se satisfacen fundamentalmente con más y mejores ideas.

El aporte que hace el desarrollo económico al cuidado del medio ambiente se explica por numerosas causas. En primer lugar, a medida que los países progresan y su ingreso per cápita aumenta, sus ciudadanos, las autoridades y el sector privado se han puesto más exigentes y comprometidos con el cuidado de la naturaleza como bien superior. Segundo, porque restituir el medio ambiente a su estado original requiere de recursos, que provienen fundamentalmente del vilipendiado crecimiento económico. Tercero, porque la economía del siglo XXI es cada vez más desmaterializada (los vinilos están hoy en la nube, los teléfonos son oficinas, brújulas y linternas…). Cuarto, porque se ha elevado el porcentaje del PIB mundial que proviene de servicios que impactan significativamente menos al medio ambiente. Otra razón es que la innovación y el reciclaje han aumentado la disponibilidad de bienes, mientras la tecnología ha mejorado la eficiencia energética y su consecuencia sobre las emisiones.

La idea de que recursos naturales finitos enfrentados a una población creciente sería una catástrofe ya la planteó Thomas Malthus hace más de 200 años. Y esa idea ha demostrado ser errónea. Desde la perspectiva de la expansión de la población mundial, su tasa máxima de crecimiento ocurrió el año 1962. Desde entonces ésta ha venido cayendo, precisamente porque los ingresos per cápita han aumentado, reduciendo las preferencias de las personas por familias numerosas (tesis de Gary Becker). El peak de la población mundial se espera ocurra el 2070, con un total de 10 mil millones de habitantes, lo que da cuenta de que la bomba demográfica ya habría sido desactivada.

El error de Malthus tiene que ver con que él fue testigo de un mundo de suma cero, donde no se crecía. Como lo postula Deirdre McCloskey, fue precisamente en ese momento que se produjo un cambio trascendental. Por primera vez en la historia de la humanidad se puso de moda que el esfuerzo, el mérito y la creación de riqueza eran algo a admirar. La revolución industrial no fue, por tanto, la consecuencia de la invención de la máquina a vapor, sino de la fuerza de una idea. La consecuencia no se hizo esperar, explotando el PIB y la población mundial, la que además dio el mayor salto de su historia en calidad y esperanza de vida. El crecimiento no fue solo sinónimo de más bienes y mayor calidad de vida, sino que también de más conocimiento e ideas (¿Se imagina una vida sin antibióticos, sin vacunas o sin anestesia para las cirugías?).

La amenaza de la degradación de la naturaleza y el cambio climático generan una comprensible angustia en la sociedad. La respuesta debe ser la de proponer un ambientalismo humanista (con el ser humano en el centro), donde el crecimiento siga siendo la fuente principal de solución de los problemas y carencias de las personas, dado que ha demostrado ser la mejor alternativa, más bien la única alternativa efectiva.

Desde el punto de vista lógico existe una contradicción de la que es necesario hacerse cargo cuando se sostiene que se está por los derechos sociales, por una parte, y por los derechos de la naturaleza, por otra. Los economistas dirían que entre estos dos objetivos hay un tradeoff. La solución la encontramos en el desarrollo sustentable. Es necesario generar recursos para disminuir el desorden que permite la permanencia de la pobreza. La contaminación que se produce en algún otro lugar del mundo, debe mitigarse. Ello requiere a su vez de más recursos. Por culpa de la inevitable segunda ley de la termodinámica y de que el movimiento perpetuo no existe, en alguna medida algo debe degradarse en la naturaleza para mantener el orden. Es la inmensa creatividad de esta red de más de 7.000 millones de seres humanos la que genera la fuerza capaz de descubrir nuevas tecnologías para que esa degradación sea cada vez menor. Es decir, el respeto del medio ambiente va de la mano del crecimiento. Plantear lo contrario es una utopía.

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