El “impulso” del Congreso
Nuestros parlamentarios, sin embargo, parecen olvidar que ellos son solo parte de un todo mayor que exige el respeto a ciertas reglas para funcionar bien. Si todos hacen lo que quieren y actúan como se les antoje, el aparato político e institucional en su conjunto deja de actuar de manera coordinada y, por lo tanto, adecuada para asegurar el bien de la ciudadanía.
En su cuento “El demonio de la perversidad”, Edgar Allan Poe describe de manera notable ese impulso que no sabemos explicar y que nos conduce hacer algo que sabemos que está mal. Esa sensación incontrolable que hace que, sin un motivo en particular, actuemos de un modo que en realidad no consideramos bueno. Dice el autor “el impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida”.
El cuento lleva a pensar en nuestros parlamentarios y ciertas dinámicas en las que han caído en el último tiempo. Bajo un impulso inexplicable, la mayoría de ellos ha decidido deliberadamente promover reformas a punta de resquicios legales (que además son malas desde una perspectiva técnica).
Como han explicado muchas voces, desde el punto de vista jurídico el retiro del 10% de los fondos de las AFP no es más que un resquicio. Se trata de un asunto que, según la Constitución, debe ser regulado por ley y que, además, es de iniciativa exclusiva del Presidente. Sin embargo, el proyecto se presentó como reforma constitucional, añadiendo una disposición transitoria a la Constitución: ellas no necesitan ser presentadas por el mandatario. Hay ahí un primer resquicio. Piñera jamás promovería una medida de ese tipo, y qué mejor manera para echarla a andar que valerse de otro tipo de herramientas. Pero eso no es todo. Al ser el retiro de fondos de las AFP materia de seguridad social, si se quería hacer mediante una reforma constitucional, necesitaba para su aprobación 2/3 de los votos, porque tal materia está regulada en un capítulo que exige ese quórum para ser reformado (el de los derechos).
Pues bien, como era improbable alcanzarlo, el proyecto se presentó no como una reforma a ese capítulo sino como una disposición transitoria, cuyo quórum es de 3/5. El mecanismo fue usado nuevamente esta semana. Se empezó a tramitar en el Congreso el impuesto a los más ricos, otro proyecto de iniciativa exclusiva del Presidente pero disfrazado de norma transitoria.
Todo esto está aparentemente amparado por normas constitucionales. Por supuesto que se pueden presentar disposiciones transitorias, la Constitución sí contempla los quórums que se han usado y sin duda se están respetando normas establecidas. Pero esas normas están establecidas para otra cosa. ¿No estaremos usando las herramientas constitucionales justamente para contravenir otras?
Nuestros parlamentarios, sin embargo, parecen olvidar que ellos son solo parte de un todo mayor que exige el respeto a ciertas reglas para funcionar bien. Si todos hacen lo que quieren y actúan como se les antoje, el aparato político e institucional en su conjunto deja de actuar de manera coordinada y, por lo tanto, adecuada para asegurar el bien de la ciudadanía.
Pero el mayor problema de estos resquicios es que, despojando a las normas constitucionales de su sentido, el poder deja de estar limitado. Su actuar ya no se ordena por normas que todos conocen, sino que comienza a depender de lo que cada uno estime apropiado según criterios desconocidos y gobernados por las circunstancias del momento. Así, el caso omiso que hacen nuestros parlamentarios a las reglas (con la complicidad de alcaldes y otras autoridades) va transformando su criterio personal en el estándar de conducta que los rige. Las reglas constitucionales ni son puro azar ni obedecen a diseños carentes de sentido: buscan limitar el poder, y eso nuestros parlamentarios lo saben (o debiesen saberlo).
De valerse de resquicios legales a la arbitrariedad y al abuso hay un solo paso. Sin embargo, al parecer el Congreso está al borde de hacer del consentimiento al diablillo de Allan Poe una costumbre. Pero cuando elegimos a nuestros representantes, no les dimos chipe libre para que hagan y deshagan a su antojo. Los elegimos para que actúen dentro de un marco que tanto ellos como nosotros conocemos, y que debiesen respetar. En rigor, es lo que juran o prometen al asumir sus cargos. Sin duda pueden decidir libremente en los desafíos que enfrentan, según la prudencia y tomando en cuenta circunstancias concretas. Pero solo pueden hacerlo en la medida en que sus facultades y las leyes se lo permitan. Lo otro es darle la espalda a la ciudadanía. Lindo precedente para el plebiscito de octubre.
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