El voto
Por Daniel Chernilo. Profesor titular de la Escuela de Gobierno UAI y director del Doctorado en Procesos e Instituciones Políticas
Puesto que las elecciones son por definición el momento culminante de la vida democrática, es esperable que la pregunta por la obligatoriedad del voto reaparezca cada tanto.
De un lado, lo propio de regímenes autoritarios y dictaduras es, justamente, la ausencia de elecciones libres, periódicas, informadas, competitivas y que tengan como resultado la alternancia en el poder. Al mismo tiempo, dado que se asume que la vida en comunidad impone ciertas obligaciones, ir a votar sería una de ellas. Menos onerosa que pagar impuestos, menos peligrosa que ir a la guerra y simbólicamente más importante que ambas, la participación electoral sería el indicador inequívoco de la vitalidad de las instituciones democráticas. Dado todos los beneficios que trae consigo la vida democrática, participar de elecciones libres sería realmente lo mínimo que puede exigirse a quienes aspiran a llamarse verdaderos ciudadanos.
Frente a estos argumentos se han propuesto ideas contrarias que también tienen mérito: incluso si aceptamos que las elecciones son su momento culminante, la democracia no es únicamente un proceso electoral. En sus dimensiones de práctica social (las organizaciones de la sociedad civil), de cultural cívica (la promoción de la tolerancia y la diversidad) o de forma institucional (la resolución pacífica de conflictos), es incorrecto sacralizar el ir a votar como el indicador único o siquiera el más importante de la salud de la democracia. Cuando los partidos se alejan de la ciudadanía, se transforman en grupos preocupados sobre todo por sí mismos, o abusan de las elecciones como mecanismos para resolver sus conflictos, no ir a votar es también una forma de ejercer la democracia electoral. Los ciudadanos tenemos el derecho a decirle a los políticos profesionales que, de vez en cuando, nos dejen en paz. Al mismo tiempo, si la política democrática es el espacio donde desplegamos nuestra libertad, entonces obligarnos a votar es una contradicción en los términos; al obligarnos a votar la democracia se rinde, se resigna, a que en realidad el autoritarismo es más fuerte y ha de imponernos una única forma sobre cómo ejercer esa libertad.
Me parece que queda aun otra opción para abrirse a la idea de reponer el voto obligatorio. En las condiciones actuales, ese argumento se puede hacer desde consideraciones prácticas y no a partir de virtudes cívicas ni menos obligaciones morales. Si se quiere, es una idea donde el voto obligatorio es un mal menor antes que un bien a promover a todo evento o un valor en sí mismo. En mi opinión, el mejor argumento para reponer el voto obligatorio en el Chile de hoy se relaciona con el estallido de octubre de 2019: la desigualdad. Lo que sucede con la bajísima participación electoral no es distinto a lo que sucede en tantas otras de las esferas sociales del país: salud, educación, pensiones, ingreso, acceso a la justicia y áreas verdes. Cuando las desigualdades han devenido sistémicas y se han mantenido por un período tan prolongado, entonces su impacto sobre el conjunto de la sociedad es tan simbólico como material. No se va a votar porque también en la política las instituciones, valores y recursos están distribuidos de manera que perpetúan la desigualdad. La triste necesidad de “obligarnos a ser libres” solo muestra que, con estos niveles de inequidad económica, territorial y sociocultural, nuestra democracia aun necesita de muletas para mantenerse de pie.
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