La amenaza fantasma
La falta de seguridad pública es una amenaza real a la democracia. Si bien no tenemos el nivel de delitos que padecen otros países latinoamericanos, es fuera de toda duda que vivimos una escalada, una policía sin los niveles de apoyo anterior como reconoció el propio general director, mayor poder de fuego de las bandas delictuales; y señales incipientes de la existencia de grupos criminales que actúan con impunidad en zonas donde el Estado no puede entrar.
La seguridad ciudadana es el dolor de cabeza más intenso que tiene el gobierno. Los últimos acontecimientos se mezclan con el fracaso de la idea de crear un estado de excepción intermedio para utilizar a las fuerzas armadas en la solución de conflictos internos asociados a seguridad ciudadana, y en especial en la zona sur del país.
Este síntoma puede convertirse en una enfermedad grave. La falta de seguridad pública es una amenaza real a la democracia. Si bien no tenemos el nivel de delitos que padecen otros países latinoamericanos, es fuera de toda duda que vivimos una escalada, una policía sin los niveles de apoyo anterior como reconoció el propio general director, mayor poder de fuego de las bandas delictuales; y señales incipientes de la existencia de grupos criminales que actúan con impunidad en zonas donde el Estado no puede entrar. Esos síntomas hablan de un problema que, si no es detenido pronto, derivará en situaciones parecidas a las de Colombia, México o El Salvador, con los consiguientes riesgos de deterioro en la convivencia.
El Presidente tiene perfecta conciencia de ello y, por lo tanto, ha llamado a un acuerdo nacional, que, pese a muchas palabras de buena intención, fracasó en su primer paso. Enfrenta a una oposición que se sacó encima el pudor de no haber cumplido con el fin de la fiesta de los delincuentes y descubrió que es una grieta por donde se puede desfondar la administración actual. También La Moneda tiene que lidiar con la incomprensión en sus propias filas, donde siguen muchos pegados a las consignas y sin voluntad de pagar los costos políticos de hacer valer la ley. Prueba de ello es que incluso ha habido autoridades de gobierno que han relativizado el tema, y siguen cacareando con la refundación de las policías, como si el problema de seguridad estuviera solo en Carabineros.
Para este problema hay que desconfiar de los atajos, como dice el historiador Yuval Noah Harari. Las soluciones tienen partes de corto plazo, como un manejo más eficiente de la acción policial, o redadas en zonas conflictivas como el barrio Meiggs, pero de largo plazo como el establecimiento de un Ministerio de Seguridad Pública. Hoy este tema depende del jefe político del gobierno, y por tanto está demasiado ligado a la contingencia, y al desgaste. No es casualidad que varios ministros del Interior del gobierno anterior debieron salir por problemas en las calles, más que rediseños políticos. También pone a cualquier administración en una zona vulnerable, donde los jefes de gabinete pueden ser acusados por desbordes de delincuencia, y por tanto es una oportunidad para cualquier oposición. Le ocurre actualmente a la ministra Izkia Siches y le pasará a quien esté en el puesto. La separación permite pensar estrategias de largo plazo y establecer acuerdos estables, más allá de la guerrilla política.
La oposición, por la importancia que le da a este tema, no debiera negarse a una propuesta legislativa de este tipo. Tampoco debiera causarle problemas en los partidarios actuales del gobierno, que se resistieron a los estados de excepción intermedios, pues saca a las FF.AA. de la ecuación. Pero en el corto plazo, hay que también ponerse colorado. Sigue faltando una acción decidida de orden público, más allá de los comentarios sobre lo grave de la situación, que deje claro, más allá de toda duda, el compromiso del gobierno con el cumplimiento de la ley.