Optimismo y realidad
El año 2015 se legisló sobre el “fin del lucro” en el sistema escolar; frente a la creencia de que los colegios desviaban recursos en desmedro de un mejor servicio educativo, se crearon nuevas restricciones en cuanto al uso de éstos y se aumentaron los controles estatales. A pesar del entusiasmo que dicha idea produjo en gran parte de la opinión pública, luego de cinco años podemos decir que nada de ello se ha traducido en mejoras en la calidad de la educación y que, de hecho, produjo una burocracia y sobrecarga administrativa que constituyen uno de los más frecuentes dolores de cabeza con que deben lidiar directivos y gestores escolares. Yo seguí de cerca la discusión de dicha ley y recuerdo que sus impulsores nunca pudieron responder con evidencia cuánto era ese lucro que acusaban con tanta vehemencia y a cuánto ascendían los recursos que aseguraban estaban malgastando los colegios. Tampoco presentaron antecedentes que acreditaran que ello ocurría ni quiénes eran los que lucraban de forma indebida. En cambio, lo que primó en el debate fueron consignas y desconfianzas y es posible que también una búsqueda deliberada por generar división y conflictos que sirvieran como escenario para la obtención de réditos políticos.
Con el paso del tiempo, esa forma de legislar ya no es la excepción, sino más bien la regla. Las discusiones complejas se redujeron a peleas entre buenos y malos y se plagaron de eslóganes que ya casi no dejan espacio para la reflexión, el análisis desapasionado y la deliberación basada en evidencia. Y la ansiedad debido a la pandemia llevó, más que nunca, a que se avalen iniciativas que pretenden resolver problemas difíciles a través de mecanismos tan simples como ineficaces, que tienden además a ser insostenibles, al sobreponderar el presente y descuidar el futuro de generaciones que hoy carecen de representación. El retiro de una parte de los ahorros previsionales es un buen ejemplo de ello; se actuó sobre la base de premisas abiertamente falsas, se ignoró a los especialistas y, a cambio de un beneficio popular e inmediato, se provocará un daño irreparable a las futuras pensiones.
Cuánto me gustaría tener el optimismo de aquellos que son capaces de abstraerse de lo que vemos día a día y que apuestan a que en un eventual debate constituyente nos libraremos como por arte de magia de todos estos vicios. Pues la realidad que he constatado es que esta negativa forma de hacer política y de legislar sobre materias importantes es cada vez más -y no menos- frecuente. Con todo, me niego a ser pesimista mientras el mañana no esté escrito. Espero que el show que fue la tramitación del 10% sirva para que quienes no eran conscientes del bajo nivel con que se han venido tomando las decisiones en el país, ahora sí abran los ojos y dimensionen la gravedad del asunto. Que comiencen a exigir mayor seriedad y responsabilidad a nuestros políticos y que se involucren para empujar con realismo y no mero voluntarismo un futuro mejor.
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