Chica skater

Alejandro Araya I.

Columna de María Paz Rodríguez (@soylaro), autora de la novela Mala Madre y El gran hotel. Aquí, anotaciones sobre su vida adulta.




Paula.cl

Cuando tenía 13 o 14 años conocí a mi mejor amiga. Por las tardes, la veía patinando en su tabla en un estacionamiento cerca de mi casa, sola, o con alguno que otro skater, siempre hombres, siempre alrededor de ella como cocodrilos. Nos conocíamos del colegio pero creo que el skate, hasta cierto punto, nos unió. Mido un metro ochenta y soy temerosa, así que nunca me atreví a subirme a la tabla. Entonces la dinámica entre nosotras se traducía en que yo me sentaba a verla patinar y a fumar un cigarro tras otro, a veces con mi discman enchufado en los oídos, a veces, solo haciéndole señas a lo lejos. Ella se caía, se rasmillaba los codos, las rodillas, rodaba y se pegaba fuerte, pero se volvía a subir al skate. Ella hacía, yo observaba y tomaba notas mentales. Creo que esa dinámica se ha replicado una y otra vez durante el resto de nuestras vidas. Ella haciendo, yo observando.

Las amistades de la adolescencia se forjan, en un principio, creo, por gustos comunes: el skate nos derivó a la música, la música a los intereses de cada una y así, en un minuto, mi amiga y yo creamos un planeta paralelo hinchado de nuestra identidad futura, donde no entraban otras personas y en el cual decretamos que ella sería artista y yo escritora.

Esto fue a los quince años.

El sueño juvenil inflado se convirtió en la realidad adulta.

Cuento esto porque últimamente me ha tocado ver un montón de chicas andando en skate por la ciudad; con la vista en el pavimento, haciendo curvas (imagino que así se dice) coordinando las rodillas con el resto de los movimientos, se toman las calle, los espacios públicos. Me gusta pensar que hoy son muchas las que se atreven a tomar ese lugar, no solo por lo del skate que, a la larga, es una metáfora, sino que porque creo que en las nuevas generaciones de mujeres hay más arrojo; menos miedo a ser quien queramos ser. Hasta cierto punto, fantaseo que esas chicas en skate son un símbolo de los tiempos que corren; su pequeño mundo desatado se desliza junto a ellas, por la calles, sin miedo a caer ni a fracturarse.

Y cada vez que las veo, algo se me aprieta. Me acuerdo de esas promesas que alguna vez nos hicimos con esta amiga. Chica skater: todo lo que tocas está lleno de unicornios. Eres fantasma y recordatorio. Eres símbolo que transmuta mis otras verdades, más escondidas, más misteriosas, más de otra época. Y me acuerdo de que eso es lo intocable. Esa promesa de lo que uno quería ser cuando joven. Eso que alguna vez nos conmovió y que se va desdibujando con los años. No vender nunca esa isla, me digo, cada vez que las veo patinando por ahí. No olvidar, me repito, cuando me veo tan adulta, tan práctica. Cada vez que te veo, chica skater, vuelvo a recodarme.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.