El dragón y la princesa

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La historia del dragón y la princesa son cientos de historias, y a la vez es una sola. Una princesa ha sido capturada por un horrendo monstruo para hacerla suya, y solo un príncipe podrá salvarla. El príncipe, estimulado por la belleza diáfana de la princesa, sale en su busca. Pero ojo, hay otro ingrediente que es tanto o más importante que ese llamado. Además del indiscutible trofeo que significa la princesa, a lo que el príncipe acude es a la oportunidad que le da la vida, no solo de dejar en evidencia ante ella y ante los demás su valía, sino que a corroborarla ante sí mismo. El príncipe acude en rescate de la princesa no sin miedo, pero sabiendo que si lo logra, no solo obtendrá su amor, sino también la justificación para seguir con su existencia. El desafío de una damisela en peligro representa, según estas historias, el elixir más atractivo al cual un príncipe puede aspirar. Una premisa que suena añeja pero que sin embargo, al parecer, aún es considerada vigente. Uno de los pocos atractivos que tienen para mí las redes sociales, es tener acceso -aunque limitado por los algoritmos- a las tendencias. Y unas de ellas están siendo, con mucha fuerza, las charlas, cursos y talleres online, que te ayudan a conquistar a un hombre. La mayoría parte igual: te dicen que hay UNA clave que te garantizará el éxito. Una única y gran verdad que salvará esa relación, o hará que por fin 'él' se comprometa contigo. Toda una introducción para instarte a comprar el curso, aplicación, charla o lo que sea, que cambiará tu vida. ¡Juro que no he comprado ningún curso! Pero juro también que sé cuál es esa famosa clave que estas charlas nos proponen. Volver a la fragilidad. Aunque sea fingida. Darle la oportunidad a tu hombre de volver a ser príncipe, a salir con su corcel y su lanza alzada a salvarte del dragón. Claro, ahora que los dragones no existen, estos toman la forma de indefensión, incapacidad, inseguridad, fragilidad, sumisión, e incluso indiferencia ante la banalidad de la conquista (algo que estas gurús recomiendan mucho), todas esas maravillosas virtudes que tenían las princesas y que la vida moderna nos ha quitado. Y no estoy bromeando. El ícono de la princesa sigue siendo la imagen más apreciada de la feminidad. Hoy mismo, mientras escribo, en la cumbre G20 de presidentes en Osaka, las veinte primeras damas presentes, mientras sus maridos deciden a puertas cerradas el destino de nuestro planeta, alimentan a unos pececitos naranjos en una bella laguna vestidas de princesas, frente a las cámaras del mundo. Una imagen que podría provenir de los años cincuenta, o de cualquier época diferente a la nuestra: las princesas que aguardan pacientes a sus príncipes. En todos los consejos que estas mujeres experimentadas nos transmiten a través de las redes, el mensaje es que los hombres están genéticamente programados para acometer la difícil misión de salvarnos, y solo, tan solo después de eso, poseernos. El príncipe sabe que el coraje, la fuerza y la habilidad son bienes volátiles, aptitudes que se deterioran con el tiempo, con la adversidad y los fracasos. Y por eso necesita confirmarlos constantemente. Es su forma de seguir creyendo en sí mismo, en su masculinidad. Está en nosotras, 'las damiselas', darles esa oportunidad, si los queremos a nuestro lado. El problema es que la mayoría de nosotras no quiere seguir siendo una de esas princesas que alimentan, en una esquina del cuadro del mundo, a los pececitos naranjos. Estamos ante un dilema, que sin duda tenemos que resolver juntos, príncipes y princesas, hombres y mujeres, si no queremos terminar solitarios, cada uno en su rincón.

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