El precio de la perfección: mi lucha contra la adicción a los psicoestimulantes

Este es el relato de una de nuestras lectoras que, en la búsqueda de perfección y rendimiento académico, terminó en una peligrosa adicción al Metilfenidato. Quiso compartir su historia en Paula como parte de su proceso, pero también como un ejemplo para otros jóvenes.




Pastilla tras pastilla. En aquella época estudiaba con una amiga de la universidad. Ella veía como le metía a mi cuerpo esa anfetamina que para mí resultaba exquisita. Apenas ella iba al baño, no dudaba en tomar otra. Y así sucesivamente. La verdad, no sé cómo llegué a ese punto.

Rápidamente comencé a normalizar el consumo de Metilfenidato (mismo compuesto del Ritalin que se receta para tratar el TDAH), porque como eran pastillas para la concentración y yo estaba estudiando, creía que tenía que rendir. Esa era mí justificación.

De acuerdo con una carta publicada en la Revista Médica de Chile, ya en 2012 era posible observar un aumento en el interés de los estudiantes por buscar acceso a medicamentos para el rendimiento.

Todo comenzó desde pequeña, tenía un comportamiento inadecuado en el colegio, y muchos médicos dan ese remedio básicamente para solucionar aquello. Lo tomé unos años, pero lo tuve que suspender porque estaba con desnutrición y ese fármaco quita el hambre. Luego, en cuarto medio, cuando comencé a estudiar para la PSU lo tomé nuevamente, con la misma indicación que me había dado el doctor tiempo atrás, es decir, una pastilla al día. Así estuve varios años hasta que me mejoré de la Anorexia y tuve que poner mi cabeza en otro foco que no fuera la comida; el estudio.

Fue el año 2022 cuando comencé un consumo problemático. Desarrollé una tolerancia y dependencia excesiva. Mi mentira ante mi psiquiatra era que me costaba concéntrame, pero era todo para ser la mejor ante mi curso de la universidad. Comencé tomando dos al día (cuando la receta indicaba una) y me sentía bastante bien. Pero cuando ya eran cinco o seis, lo hacía para estar totalmente drogada.

Cada mañana sonaba el despertador a las 6:00 am. Me tomaba un café con leche junto con un cigarro recién armado con tabaco Golden Virginia. Luego tomaba el Metilfenidato, unas dos o tres pastillas de una tirada. Pasaban las horas, y así alimentaba mi cuerpo; tabaco, bebida energética, café y pastillas. Unos ocho o nueve psicotrópicos durante el día. Me mantenía despierta para seguir durante toda la noche. Consumía y consumía a la madrugada, para luego, rendir esa maldita prueba habiendo pasado la noche sin dormir.

Fueron muchas las veces en las que dudé si seguir estudiando de esa forma, que me situaba en un lugar tan vacío, tan desalentador y tan doloroso. Pero la adicción y las ganas de sentir ese efímero placer, eran infinitamente más grandes. Y es que esta adicción no sólo me hizo un daño físico, también social. Llegué a un punto en el que mis amigas me llamaban por teléfono para salir y yo ponía mi teléfono en silencio y boca abajo y seguía mi rutina. Me iba temprano de los cumpleaños para volver a drogarme y darlo todo en el estudio. Y cuando se me acababa el efecto, no dudaba en consumir más.

Toqué fondo sin darme cuenta. Un día mi mamá me llamo a comer y le comenté que no tenía hambre; le dije que me había tomado equis cantidad de pastillas, una suma muy grande. Ella se alertó y lo primero que hizo fue pedir una hora al médico.

Ya ha pasado un año y ocho meses desde que entré a rehabilitación. Seguir paso a paso las indicaciones del equipo médico fue bastante agobiante. Las ganas de consumir eran irresistibles. No sé cuántas veces busqué ese frasco redondo por mi casa cuando las estaba dejando paulatinamente. En ese momento solo tenía la información de que las pastillas estaban en alguna parte escondidas. Sólo me daban una al día para, con el tiempo, terminar en cero. Yo quería encontrarlas para tomarme unas tres o cuatro, y así volver a desconectarme de mi entorno y sentirme en “paz”.

Lamentablemente estaban contadas. Mi cabeza giraba y giraba con miles de pensamientos. El más doloroso era que si accedía, me hospitalizaban.

Nunca recaí. La principal razón fue porque quería ver a mis papás tranquilos. Lo dieron todo por mí como siempre lo han hecho. El saber que la adicción es una enfermedad y se traspasa a otra sustancia adictiva si no dejas todo por completo, me cambió la vida. Nunca más beber alcohol, ni fumar marihuana. El tabaco está en stand by. Y es que literalmente mi cabeza piensa como una balanza. Pros y contras. Y eso creo que es lo más difícil. Diferenciar cuánto me pesa, por ejemplo, ser la mejor en los ramos con el costo de las pastillas, versus cuánto me pesa la tranquilidad y la paz mental.

Por suerte, se ha equilibrado hacia la paz mental.

En una sociedad que valora tanto la “perfección”, yo hoy puedo decir que no es lo más importante. Intentar conseguirla, a cualquier costo, te destruye la vida. Yo paré a tiempo. Si no, probablemente estaría internada en un centro de psiquiatría no sé por cuántos años más.

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* Paula Armanet tiene 23 años y es estudiante de Nutrición y Dietética en la PUC. También es lectora de Paula y quiso compartir su historia para llegar a otras personas que estén pasando por lo mismo. Después de su proceso creó la cuenta @reflexiva___ donde sube reflexiones sobre su proceso.

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