Fantasmas en la isla
Ésta no es una historia de reconstrucción sino de almas en pena. De los 94 muertos que se registraron en las islas Orrego y Cancún, en Constitución, tras el maremoto del 27 de febrero. De fantasmas que se asoman al atardecer, de voces de niños y de apariciones inexplicables que aquí describen los ingenieros que pasaron ocho meses arreglando el puente de fierro que cruza el río Maule.
Todos saben del rumor: la mujer que vende pescado fresco en una de las calles del centro, la dueña de una pensión, un estudiante de colegio o un pescador del muelle. Todos dicen que se oyen voces en las islas Orrego y Cancún –las azotadas por el tsunami–; que se escuchan los gritos de una madre pidiendo auxilio; que se ven celulares alumbrando o que se sienten niños cantando. Algo así como lo que se oía desde la orilla del río la noche del maremoto, cuando no había barcos para llevar a la orilla y salvar a las 94 personas
que murieron en las islas.
–No, yo no he escuchado nada. Pregunte allá en la bomba de bencina, ésa que está justo frente a la isla Orrego. En la bomba que está justo frente a la isla Orrego se detienen continuamente curiosos a preguntar si es cierto lo del rumor. Los bomberos dicen que no saben. También niega el rumor la gente del pasaje Esmeralda, ubicado en el borde del río, junto a la bomba. Una calle pequeña con casas de dos pisos, de colores fuertes y rejas de madera. Muchos de sus habitantes perdieron hijos, esposas, nietos. A la familia entera. Marcela Vargas, presidenta de los vecinos del pasaje, cuenta que hubo días en que se quedaron noches enteras escuchando a la orilla del río, atentos. Y dice que no se oyó nada, que son cosas que inventa la gente.
María busca a su hijo
Era tiempo de búsqueda en Constitución, casi dos meses después del maremoto, y todavía se usaba mascarilla: el olor de la muerte era demasiado penetrante. Varios cuerpos no habían aparecido desde que las tres olas de la noche del 27 de febrero taparon las dos islas del río Maule que bordea el pueblo, y los familiares buscaban a sus desaparecidos con palos, tanteando el agua. Los buzos se sumergían una y otra vez en las aguas llenas de ramas que flotaban entorpeciendo el rastreo. La comunidad, los militares, los carabineros, los marinos: todos buscaban cuerpos o sacaban escombros.
Había un lugar especial: la poza. Una laguna pequeña, que queda al lado de la ribera norte del río. Era la mitad de abril y hacía dos semanas que Isabel Ávila, la vidente de Chimbarongo, había visitado el sector indicando que en la poza yacían cuerpos sin encontrar. Otra razón para seguir hurgando. Por eso el lugar estaba lleno de velas que ponían los familiares en botellas de plástico con arena dentro, para sostenerlas.
Todo esto ocurría debajo del puente Cardenal Raúl Silva Henríquez, que une las riberas sur y norte del río Maule.
Hasta allí llegaron desde Santiago maestros, ingenieros y constructores de la empresa para arreglar los daños que sufrió por el terremoto: grietas enormes justo en la parte norte, sobre la poza, y un desplazamiento de 40 centímetros. Cerca de 75 hombres con cascos y maquinaria sonora empezaron en abril la faena y veían todos los días a familiares rebuscando en las aguas justo bajo la estructura.
El puente es enorme. Mide casi un kilómetro de largo (912 metros, exactamente) y tiene 21 cepas. Cada cepa es una armazón de tres pilares y, sobre éstas, los hombres se encaramaban para trabajar. Hacia el poniente se ve la desembocadura del río Maule que se junta con el mar, a cuatro kilómetros de allí. Se ven también
los restos de casas que fueron arrasadas por la ola. Se ve la isla Orrego. Debajo del puente, está Cancún. En el agua flotan y sobrevuelan los pelícanos.
Renato Pérez (40), constructor civil de Besalco, siente un escalofrío extraño cada vez que piensa en el puente, donde fue jefe de terreno. Cuenta que una noche de finales de abril, en el sector de la poza, el guardia que cuidaba el lugar y las máquinas de las faenas estaba mirando el río cuando una mujer le habló.
–Señor, ¿puede ayudarme? Mi hijo está en ese pilar del puente. Abajo en el agua. Murió en el maremoto.
–Señora, disculpe. No puede estar acá en la noche –respondió él–. Venga mañana a hablar con mi jefe o con los marinos que le pueden ayudar.
–Mi hijo está allí. En la cepa seis.
–Lo lamento señora, pero no la puedo dejar pasar. Puede venir
mañana y hablar con los jefes. Dígame su nombre para anotarla.
–María.
–Déjeme sacar un lápiz para anotarlo… ¿Señora María?
En un segundo la señora había desaparecido. El guardia comenzó a asustarse cuando la vio varios metros más allá, caminando río arriba. Terminó por enmudecer cuando se perdió entre los matorrales, sin dejar rastro. Aterrado, renunció al otro día y, antes de hacerlo, se lo contó todo a Renato. El relato era inquietante y perturbador, ya que hacía un mes la Armada había encontrado el cuerpo de un niño de 11 años, envuelto en un pedazo de carpa, precisamente en la cepa seis del puente, el lugar que había señalado la mujer al guardia.
El guardia, contratado por una empresa externa, no volvió nunca más y nadie recuerda su nombre. Tampoco volvió la señora María. Pero no dejaron de pasar cosas en el puente durante los siete meses que duraron las faenas.
La familia en el puente
Mario Pizarro (61) era escéptico. Nunca había tenido una experiencia sobrenatural, nada. Pero ahora no puede negar lo que vio. Mario es ingeniero en prevención, tiene estudios de Ingeniería Mecánica y antes de hacerse cargo del área de prevención de riesgos en las faenas de la empresa Besalco, trabajó en seguridad vial. Su objetivo era hacer todo lo que estuviera a su alcance por evitar accidentes laborales. Sobre todo en una labor riesgosa como ésta: un puente dañado, en un lugar sísmico.
Llegó en junio a Constitución, cuando a las seis de la tarde ya hacía frío y el color del cielo era azul oscuro. Un día, a esa hora, pasó por el puente en auto junto a Rodolfo Letelier, el ingeniero de Besalco jefe de toda la obra. Cuando iban pasando, vieron a una pareja en la mitad del puente, apoyada en la baranda, mirando hacia el mar. Estaban abrazados, de espaldas hacia ellos. Pero lo que les llamó realmente la atención fueron dos niños que estaban jugando, tomados de las manos, girando como en una ronda.
Los ingenieros se molestaron. Era una negligencia imperdonable que esa gente estuviera allí, como si nada, cuando el acceso estaba controlado y restringido, y ningún peatón podía pasar, por razones obvias de seguridad. Les extrañó, sobre todo, que el guardia hubiera dejado pasar a dos niños.
Esperaron llegar al lado norte del puente para preguntar al guardia por qué había permitido ese ingreso. El guardia les respondió, sorprendido, que no había visto a nadie. Ni una sola persona. Llamaron entonces al empleado que cuidaba el otro extremo: tampoco había dejado pasar a nadie.
La respuesta los dejó aún más perturbados y pidieron a los guardias que avanzaran a la mitad del puente, pero no encontraron rastro de nadie. Definitivamente, nadie había entrado ni salido por ninguno de los extremos. La única opción racional que quedaba era que se hubieran lanzado los cuatro al río. Son 25 metros de altura, no había más autos en el puente esa noche. Revisaron, pero nada. La familia había desaparecido.
Mario recuerda perfectamente la cara de uno de los niños. "Era moreno, de unos seis años. La verdad, yo no creo en estas cosas, en serio me cuesta creer. Pero lo vi y no tengo una explicación racional. Ahora, después de haber pasado por esto, pienso que hay muchas cosas que desconocemos y que quizás nos expliquemos
este tipo de fenómenos cuando descubramos, primero, cómo la materia es capaz de pensar".
Aún así, reconoce que le cuesta aceptar lo inexplicable. "Fui educado para entender las cosas desde la lógica, pero esa vez se me pusieron los pelos de punta. De miedo". El ingeniero asegura que los hechos lo pillaron totalmente desprevenido. "Nadie me había dicho que se escuchaban cosas en el puente. Llegué sin imaginarme nada y fui testigo de esto".
Perros huérfanos
En esos tiempos de búsqueda, tras el maremoto, en Constitución había un comando de unos ocho perros que, organizados, aparecían en fila desde los matorrales. Hurgaban, se turnaban y hacían rondas para buscar cuerpos. Eran perros huérfanos de sus dueños, de distintas razas, que se habían juntado a buscar
los rastros de sus amos.
Los de Besalco los observaban. Mario Pizarro dice que de repente un perro ladraba y el resto paraba las orejas y se iban a un lugar determinado y hacían círculos alrededor, como si allí hubiera una pista, algo. La búsqueda siempre terminaba a la orilla del río. Allí se les perdía la huella.
Así trabajaban los de Besalco. Viendo cómo todo el mundo –hasta los perros– percibían a los muertos que dejó el terremoto. Frente a la evidencia, no había manera de desentenderse: ropas colgadas en los árboles, sillones de una casa vecina arrastrados por la ola, zapatos, muchos zapatos. Un tenedor, un juguete,
toallas. Demasiados rastros del desastre.
La isla Cancún está justo debajo de la mitad del puente. Ésta y la isla Orrego son terrenos habitados sólo por árboles, donde la gente acostumbra a acampar en el verano. Cancún mide unos 700 por 150 metros y Orrego tiene 1,2 kilómetros por 300 metros. La madrugada del 27 de febrero, había numerosas familias alojando
en carpas, esperando el festival de la noche veneciana que era al otro día. Hasta ahora nadie ha podido rastrear el número exacto.
Cuando Renato Pérez llegó al lugar, cerca del 20 de abril, comenzó a hacer un reconocimiento de terreno en la isla Cancún. No había más de cinco trabajadores en la isla y él se fue a un costado del lugar, solo. Escuchó la voz de un niño que le dijo "hola".
–Hola, caballero –insistió. No había manera de que un niño estuviera ese día en la isla. Así que Renato prefirió no comentarle a nadie lo sucedido. "Me quedé callado con eso que me había pasado. No quise contarle a nadie en un principio, porque acá los viejos son molestosos", argumenta. Pero el recuerdo es nítido y claro. Con certeza científica, Renato asegura que esto sucedió la misma noche en que el guardia vio esfumarse a la mujer.
Las semanas que siguieron comenzaron a suceder cosas extrañas en las cabañas donde se alojaban él y otros compañeros. Renato cuenta que se apagaban las luces y las sillas se movían. El calefón del baño hacía un ruido de explosión, una y otra vez, aunque no se encendía. Como si alguien quisiera comunicarse. Todos
escucharon las mismas señales. "La señora María", bromeaban.
Rodolfo Letelier, uno de los jefes que vieron a la familia en el puente, confirma también la historia de Renato. Dice que en la cabaña escuchó cómo el calefón hizo ese fuerte ruido cuatro veces seguidas. Y cuenta otra cosa que le parecía curiosa: él dormía solo en una cama de dos plazas. Ocupaba un solo lado. Sin embargo,
varias mañanas se dio cuenta de que el lado contrario de la cama, el que él no ocupaba, amanecía con el cobertor y las sábanas abiertas y perfectamente dobladas. Como si alguien la dejara lista para volver a acostarse.
Rodolfo dice que no sintió miedo. "Le temo más a los vivos que a los muertos", concluye justo antes de finalizaran las faenas en noviembre pasado. De todas maneras, informó de estos hechos a la gerencia de Recursos Humanos de Besalco. No hubo comentarios.
Recuerdo de la isla
Nueve meses después del terremoto, en Constitución no hay cuadra que se salve de la evidencia de una catástrofe. Si no son casas demolidas, es adobe deshecho después del invierno. No hay manera de olvidar que al pueblo le cambió la vida, porque donde se mire hay algo quebrado, o porque las mediaguas se encargan de recordarlo siempre.
Otro rumor que corre de boca en boca es que la cifra oficial de 94 muertos en la isla Orrego está lejos de la realidad. Se dice que aquella vez había más de 200 personas acampando. Con las olas, familias enteras desaparecieron del mapa y nadie las ha ido a reclamar. Cristofer Espinosa, estudiante de Periodismo, fue uno
de los que sobrevivió de la isla Cancún tras nadar una hora y media después que se lo llevó la ola. "En la isla Cancún éramos 100 los que estábamos. Es lógico pensar que en la Orrego, que es mucho más grande y popular, hubiera unas 200 ó 250 personas".
En la isla Orrego hay un memorial instalado, con banquillos y una cruz enorme. Al estar ahí de día, es imposible no imaginarse esa noche. La desesperación de subirse a un árbol, el sonido de las olas, los gritos de auxilio antes de que llegara el agua. Las familias abrazadas, aferradas, sin poder siquiera dejar una marca en la arena porque el agua borraría todo.
Ese recuerdo no lo soportó Blanca Jaque. Ella y su familia vivían en el pasaje Esmeralda. Dos niñas pequeñas, las hijas de una de sus vecinas más queridas, murieron en el maremoto. Blanca lo recuerda con mucho dolor: "Yo pasaba todo el día con mi vecina y las niñitas. Uno intenta no pensar en esa noche, pero se le vienen los recuerdos a la mente. No se puede olvidar".
En el pasaje, Blanca y su familia nunca más se sintieron tranquilos. Tan presente era el recuerdo que empezaron a sentir a las niñitas. "Se escuchaban ruidos, como de que estuvieran bajando las escaleras o entrando al baño. Fue tan horrible lo que pasó esa noche. Horrible. No queríamos seguir viviendo allí", dice. Ahora, Blanca vive en las afueras de Constitución, lo más lejos del mar, y trata de recordar lo menos posible. Dice que los días posteriore al terremoto, varias otras personas escucharon voces en la isla. Aunque no lo reconozcan.
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