Ilegalidad, amigas y ausentes: la crónica de un aborto
Este testimonio es de una de nuestras lectoras que nos pidió resguardar su identidad por ser un tema delicado. Decidimos publicarlo para dar cuenta de una realidad que viven muchas mujeres en nuestro país.
“Recuperar la conciencia es una experiencia simple e inmensa al mismo tiempo. Recuerdo escuchar a una de las enfermeras decir ‘estamos listas’ y poner una de sus manos en mi hombro. Con ese estímulo comencé a abrir mis ojos y alcancé apenas a divisar su rostro. Mis ojos se inundaron en un instante y comencé a llorar como no lo había hecho desde que supe que estaba embarazada. ‘Estamos listas’ significaba que mi útero estaba ya vacío, y no sabría explicar porqué este conocimiento me produjo una tristeza tan aplastante. Me salían lágrimas a borbotones y sollocé indisimuladamente. Por supuesto, la enfermera me preguntó si me dolía algo y entre mi tormenta pude hacerle ver que no, que no me dolía nada en el cuerpo, sino en el alma. Ella asintió y afirmó en voz alta ‘es penita’ y mientras arrastraban mi camilla por los pasillos y yo veía pasar las luces a través de mis ojos acuosos, ella me acarició la cabeza hasta llegar a mi habitación. Dejé de llorar en cuanto cruzamos esa puerta, pues sabía que allí esperaba mi madre y tenía que verme fuerte. Todavía tenía lágrimas en el rostro, pero ya estaba firme de nuevo. Seguía sintiendo el efecto de la anestesia, pero ya notaba que habían desaparecido todos los síntomas desagradables del embarazo y el aborto retenido. Ya no sentía náuseas, ya no me dolía el abdomen bajo, ya no estaba incómoda ni inflada, como había estado por tantas semanas. Además de una profunda tristeza y el fin de los síntomas, sentía un alivio enorme de saber que la persona que ‘me embarazó' podía volver a ser un completo desconocido. Al aspirar mi útero me habían liberado de su mala sombra.
Casi una semana antes nos habíamos reunido con mis amigas para que yo abortara como abortamos las mujeres en países donde se nos ha negado este derecho humano: con las amigas, en la casa y con pastillas compradas de contrabando. Pastillas, una torta y comida china fueron las vituallas del día. Llegué temprano en la mañana a la casa de una de mis amigas, a la que fueron llegando de a poco las demás. Partimos el día comiendo torta para pasar el trago amargo de la primera dosis. Durante el resto del día, mis amigas que son todas unas ídolas, dieron clases y charlas, sostuvieron reuniones de negocios y trabajaron en sus portátiles, todo mientras yo me daba vueltas en la cama con un malestar completamente nuevo para mí. Ninguna charla o reunión las detuvo de calentarme un guatero, acariciarme la espalda cuando las contracciones eran muy dolorosas, pedir comida china e incluso analizar cada sangramiento que tuve en el proceso. Ni Disney ni ninguna película romántica me había advertido que la verdadera y mayor prueba de amor de la vida sería ver a una de mis amigas en cuatro patas analizando con palillos chinos un coágulo que había salido de mi vagina.
Cuando anocheció, luego de ir al baño a sangrar un millón de veces y de agradecer a mis amigas su compañía incondicional en ese día imposible de olvidar, volví a mi casa, algo adolorida del cuerpo, cansada de espíritu pero llena de amor. Creyendo que todo había terminado retomé mi vida, a pesar de que el malestar físico nunca desapareció, y más tarde sabría que era porque el aborto no había funcionado del todo, si bien ya no había embrión, el saco de este seguía alojado en mi útero.
Eso lo convirtió en un proceso legal. Un médico me hizo una ecografía y me mostró el interior de mi útero. Con voz lúgubre me dijo que no había latidos, pero que ahí estaba, esa imagen se quedará por siempre en mi recuerdo, a pesar de que se trataba simplemente de una figura negra con forma de frijol. Entendí que ahí había habitado el embrión hacía una semana, el que sí latía y había dejado de latir a punta de pastillas. Ahora se trataba de un saquito vacío, algo que podía ser y no fue, y que tenía mi cuerpo descompuesto. Aborto retenido, decía el papel, y el médico me dijo ‘lo siento’. Sí, así. Igual que cuando alguien ha muerto. Yo, estoica, le dije ‘gracias, está bien, son cosas que pasan’, recibí mi certificado y me fui a enfrentar el destino que seguía.
Casi tres semanas antes, cuando tomé el primer test de embarazo y vi aparecer las dos líneas de la positividad, no había entrado en pánico. Mi reacción había sido de completa calma y rápidamente había concluido que a mis 31 años me convertiría en madre. Sentía el cuerpo listo, el alma lista y el bolsillo no tanto, pero creía saber cómo solucionarlo. Tomé un segundo test para estar segura y luego un examen de sangre para estar aún más segura. Ya había empezado a pensar qué haría, dónde viviría, en qué trabajaría y cómo sería. Si bien todas eran decisiones complejas y que implican montones de dinero y voluntades ajenas, me sentía poderosa y capaz de lograrlas todas. Esto último viene desde un lugar de privilegio absoluto, el aborto que tuve también, el primero y el segundo. Toda la experiencia es la prueba más pura de los privilegios que tengo en este mundo injusto y desigual.
Al día siguiente de enterarme del embarazo, almorcé y casi podría decir que celebré con mis amigas, las mismas que luego estuvieron incondicionalmente cuando aborté. Iba a ser madre, pero me olvidé de que existía esa sombra masculina que había puesto de su parte para que algo se gestara en mi interior. Eso fue lo que desarmó el sueño, pudrió la esperanza y deshizo los planes y celebraciones. Al final, me quedé con el cariño de esa amiga que me acompañó a mi primer control, la contención del amigo que me llevó a la primera ecografía, un ramo de flores que me regaló mi abuela, una crema para las estrías que me regaló mi madre, un guatero que me regaló una amiga, un peluche que me regaló otra amiga y el abrigo que me trajo otra amiga para cuando saliera de la clínica, cuando ya todo hubiera terminado.
Se supone que los abortos con pastillas son un procedimiento simple y seguro, que hay países donde te las entregan en la consulta ginecológica-obstétrica para que lo hagas tranquila en casa, del mismo modo que yo y tantas otras lo hemos hecho, pero no hay que olvidar que las complicaciones existen. Así como son muchas las que consiguen un resultado efectivo, somos muchas las que no. Por suerte, en todo el mundo hay héroes y heroínas que entienden de derechos humanos y nos salvan las vidas, pero eso depende de un privilegio inconmensurable. La experiencia que viví confirma tres premisas: Tus amigas también son el amor de tu vida; Es fundamental y mandatorio que el aborto sea legal, por los derechos de todas las mujeres y la posibilidad de salvar sus vidas; Y los hombres tienen muy poco que ver en este proceso. ‘Mi cuerpo, mi decisión’ es una verdad esencial. Por supuesto que hay y habrá hombres que intenten entender o decidan estar y participar de manera empática, que quieran tener una familia y sean corresponsables en términos legales, económicos y de cuidados, pero la verdad es que no se trata ni de la mitad de ellos. Un embarazo, un aborto, la maternidad y los cuidados, querámoslo o no, siguen siendo terreno de las mujeres y es, sin duda, el piso rugoso desde el que se erigen las cientos de desigualdades que tenemos que vivir día a día”.
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