La casa de mi abuelo

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Columna de Catalina Infante Beovic. Editora, escritora y una de las dueñas de Librería Catalonia.




Paula.cl

Estoy en Supetar, un pueblo remoto de la isla de Brac, en Croacia, ex Yugoslavia. Estoy buscando la casa donde nació mi abuelo materno, quien emigró desde aquí hace un siglo atrás. Los yugoslavos que emigraron a Chile lo hicieron por tres razones: por la presión del imperio austrohúngaro, por la pobreza y por una plaga que dicen que atacó a los viñedos de la isla Brac, de la cual proviene la gran mayoría. Supongo que mi abuelo fue una mezcla de las tres. Las cosas que sé de él son pocas y no me alcanzan para contar su historia. Sé que era alto y grande. Sé que murió de una pulmonía fulminante después de arreglar el techo de la casa en medio de una lluvia. Sé que era yugoslavo, que tenía 10 hermanos y que emigró solo, a los 15. Hay más datos pero solo nombraré estos: Nunca puso calefón en la casa. Dormía en un sucucho parecido a la habitación de un barco. Contaba las uvas del parrón para que nadie se las comiera. Y nació en Supetar. Eso es todo.

La ruta para llegar a su casa debiera ser fácil, gracias a la excursión previa de varios primos tengo la dirección y algunas fotos para reconocerla. Aun así, me cuesta dar con el lugar, todas las casas y calles me parecen iguales. Doy vueltas alrededor de la iglesia con un calor que me malhumora. Mientras recorro con más de 30 grados junto a mi hermana las pequeñas calles empedradas de este pueblo, intento imaginar a mi madre caminando con nosotras. De ella sé bastante más que de mi abuelo, pero no lo suficiente. Vivimos juntas 17 años hasta que murió de cáncer, y nuestra relación era algo distante. Sé que en su infancia padeció la locura y la tacañería de mi abuelo. Sé que a sus 17 se ganó una beca de la embajada y se vino sola a Yugoslavia, hasta que la soledad y la distancia la hicieron volver a Chile. Imagino que ese viaje no fue solo para conocer sus orígenes sino para tratar de entender en algo a este padre distante y extraño. Supongo que por la misma razón estoy aquí en Supetar, para intentar entenderla a ella, a mi abuelo y a mí.

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Sigo cuesta arriba por una calle estrecha y empedrada donde se asoman buganvilias. Frente a mí, como siguiendo mi misma ruta, va un hombre mayor a paso lento. Está vestido de traje y suspensores tal como vestía mi abuelo y tiene ese mismo caminar abrutado. Lo sigo sin ninguna certeza de nada, solo porque estoy perdida y cansada y porque me recuerda a él. Con mi hermana nos acercamos mientras abre su puerta cuando llega a su casa y le preguntamos por mi familia. No habla inglés y nos mira con desconfianza, pero al parecer entiende el apellido y nos señala la casa vecina, justo al frente. Logramos reconocer la casa de la foto, el hombre nos condujo -de alguna manera mágica- al cruce exacto señalado por nuestros primos.

La casa es muy pequeña, está a medio demoler, abandonada. Me dedico a mirar el interior por una rendija intentando imaginar cómo cabían todos esos hermanos en ese espacio tan estrecho. Frente a la ventana principal hay una parra, nos refugiamos allí del sol un momento. Es como la que tenía mi abuelo en Chile, supongo que por esa razón la cuidaba con tanto recelo; era el único recuerdo de su infancia. Me pasan muchas cosas estando allí, tocando la piedra de ese techo, viendo la precariedad en la que vivió cuando niño, imaginándolo subirse solo a un barco con apenas 15 años dejando todo lo conocido atrás. Todas las incertidumbres que llevo adentro sobre él, sobre su locura, sobre la relación que tuvo con mi madre, sobre mi madre y su melancólica distancia, nada de eso logra responderse. Pienso que quizás no exista viaje ni conversación ni parientes lejanos que vayan a contestarme esa duda. O quizás sí, y debo seguir buscando.

Por ahora lo único que resuelvo es que a cada hombre y mujer en esta vida le toca enfrentar ciertos hechos con el traje y las herramientas con las que vino al mundo, tanto las heredadas de su familia como las que aprendemos por nosotros mismos. A mi abuelo le tocó quebrar con su historia de origen muy niño para emprender de cero una vida en otra parte, lo cual me imagino que marcó su manera de desapegarse emocionalmente y selló, de paso, el carácter de mi madre desde su infancia. A mi madre le tocó muchas veces en su vida quebrar y desapegarse de todo lo conocido para emprender un camino distinto, primero yéndose a Yugoslavia y luego al irse al exilio después del golpe. Quizás, de paso, eso también marcó nuestra propia relación. Mirándolo desde allí, ahora entiendo un poco mi distancia y miedo profundo al arraigo y a la conexión con otros, como si mi cuerpo estuviera siempre preparándose para quebrar con todo, para marcharse. Quizás como una manera de honrar la memoria del pasado, de seguir con los patrones familiares.

El viaje a Croacia no termina en esta parada, seguimos ruta con mi hermana para disfrutar de la costa y visitar más parientes. Mi propio viaje interno está aún más lejos de terminar. Quizás me pase toda la vida intentando resolver las dudas sobre esta familia. Como siempre, las palabras, los hechos, la racionalidad, no alcanzan para explicar mucho. Tendré que seguir buscando, entre la intuición y la gran imaginación que tengo para responderme las preguntas que nadie me puede contestar.

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