La desaparición del pudor

Zonas húmedas es la última novela sensación de la escritora alemana Charlotte Roche.




Charlotte Roche tiene 31 años y es una taquillera presentadora de televisión en Alemania. Su novela Zonas húmedas (206 páginas, precio de referencia: $ 19.220), best seller con un millón y medio de copias vendidas, acaba de aparecer en castellano en Anagrama y aquí, en Chile, promete polémica o ser

completamente ignorada, ambas cosas por la escabrosa naturalidad con que habla de todo lo erógeno.

Se ha dicho que es la novela más atrevida sobre el cuerpo de la mujer jamás escrita, y también que se reduce a un pueril panfleto masturbatorio. Hay algo de cierto en ambas posturas: da para pensar, sentir y reírse si se tiene el humor, el estómago y la paciencia. No es lectura recomendada para asquientos; sí para mujeres que estén por explorar y asumir sus cuerpos con intensidad.

El libro se le ocurrió a Roche como una protesta contra la tiranía de la higiene sexual femenina. "La gente piensa que el olor y los líquidos de la vagina son sucios, y tratan de eliminarlos. Ponen así una barrera en sus cuerpos", señaló al diario inglés The Guardian. En vez de argumentar en un ensayo, optó por divertirse e inventar a Helen, una chica de 18 años, desinhibida, imaginativa, bastante mentirosa e ingenua. Helen sólo piensa en su placer –lo que incluye borracheras, trato sexual con prostitutas, masturbación minuciosa–, y para seguir su historia hay que internarse en un relato que comienza cuando la operan por una lesión autoinferida al rasurarse para mejorar sexualmente la zona en cuestión. La intención de Roche es que el lector soporte su narración visceral y llegue a excitarse con lo más brutal del deseo y la anatomía femenina.

No sé si es muy excitante asistir a sus constantes performances y fantasías, pero sí es provocador y divertido. Nadie habla con tal desfachatez y naturalidad de estas cosas (piensen que cada vez que escribo vagina en el texto, el corrector de Word la subraya en rojo). El atrevimiento de Roche desarma los ocultamientos y restricciones que someten al cuerpo de la mujer: lo suyo es una perversidad sexual que podríamos llamar cándida.

El libro se inscribe en la corriente de impudicia sexual literaria femenina que ha tenido sus puntos álgidos en La vida sexual de Catherine M., de la curadora francesa Catherine Millet (premiada por The New York Times en 2002), y en las novelas lésbicas de la inglesa Sarah Waters (ganadora del British Book Award el mismo año).

Al parecer, ya no quedan tabúes por romper, y por ahí va la contribución de Zonas húmedas: el cuerpo no es un objeto precioso ni el sexo un misterio, sino algo elemental que no hay por qué sublimar y blanquear.

Se desnuda completamente delante de mí. No me lo esperaba. Pensaba que yo me quitaría la ropa y él permanecería vestido. Tanto mejor. Ya tiene los pezones duros y una media erección. Su polla es delgada, con glande agudo y, vista desde mi posición, ligeramente levógira. En el pecho lleva el tatuaje de un pan, que por su forma es más parecido a la hogaza que al integral cuadrado.

Poco a poco mi respiración se va calmando. Suelo acostumbrarme rápidamente a situaciones insólitas. Cruzo los brazos detrás de la cabeza y me quedo observándolo. Parece muy activo y feliz. Por lo visto no tengo que hacer nada más que estar tumbada. A ver. Sale del cuarto y vuelve con una lámpara de minero encendida en la frente. No puedo menos de reírme y le digo que se parece a un cíclope. Es un tema que acabamos de tratar en el instituto. Secunda mi risa. Echa un cojín en el suelo y se arrodilla encima, dice que no quiere que le salgan callos en las rodillas. Después moja ambas manos en el agua caliente y empieza a frotar mis piernas. Ya. Primero por abajo, para hacerme entrar en calor.

Después las rocía con espuma de afeitar que va repartiendo. Moja la maquinilla en el agua y empieza a arrastrarla sobre mi pierna, trazando una carrera larga de arriba abajo que deja una franja sin espuma. Así va avanzando, carrera por carrera, como cuando se corta el césped. Después de cada recorrido sacude la maquinilla bajo el agua, en cuya superficie flotan pelillos y manchas de espuma. En un pispás las piernas están libres de vello. Me dice que deje los brazos tal cual. O sea que ahora les toca a los sobacos. Jolín. Quiero que me afeite el chocho. Pero a lo mejor no entra en sus planes.

Me moja ambas concavidades con agua, luego me echa esa cosa que parece nata de spray. En los sobacos le cuesta más porque los pelos ahí son muy largos. Tiene que pasar varias veces por el mismo lugar para quitarlos todos. Como mis axilas son bastante profundas, estira la piel en distintas direcciones para conseguir una superficie plana lista para afeitar. Su lámpara de minero proyecta un cono de luz sobre mi cuerpo. Cuando se acerca más para mirar atentamente, el cono se reduce y se vuelve más claro. Si se aleja con la vista, ilumina un área más extensa pero la luz queda escuálida. El cono enfoca exactamente el punto que está mirando y su luminosidad indica con qué precisión mira en cada momento. A menudo veo el coño, quiero decir el cono, sobre mis tetas, más sobre la derecha con su pezón bífido. También sobre mi coño. Todavía no me ha cegado, parece que la cara no le interesa. Cuando todo está liso, me echa, con la mano ahuecada, agua del barreño en los sobacos para quitar la espuma. Luego me seca, mejor dicho, me enjuga delicadamente con las puntas de los dedos. Nos miramos sonriéndonos.

–Ahora sí –le digo, palmoteando mi chocho peludo.

–Hmmm.

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