Lo perdí y la culpa fue mía
El 2012 me fui de vacaciones tres meses al Sudeste Asiático. Una noche, de las últimas de mi viaje, conocí a Jani en Bangkok. Él estaba en un restorán con dos amigos y me invitó a que me uniera a su mesa para que no comiera sola. Los tres eran de Hungría, pero vivían en Londres. Me gustó desde el primer momento que lo vi. De hecho, antes de que se me acercara, ya lo había fichado. Desde ese momento, no nos separamos más. Él era muy dulce, respetuoso y divertido. Sentí de inmediato que era el hombre de mi vida. A Jani le pasó lo mismo. Era como si nos hubiésemos conocido de toda la vida, teníamos mucha química. Durante esos días paseamos juntos, salimos a comer y a bailar. Así pasó una semana, que recuerdo como la mejor de mi vida, hasta que tuve que regresar a Nueva York a terminar mis estudios.
A la distancia, seguimos en contacto por Whatsapp y Skype. Recuerdo haber estado pegada al computador durante horas. Él se quedó un mes más viajando, y cuando llegó a Londres, me dijo que creía que teníamos que estar juntos. Que no podíamos desaprovechar la oportunidad de habernos conocido. La solución era que alguno de los dos se fuera al país del otro, y como mi papá tenía una empresa, era más fácil que él se viniera a Chile. En marzo del mismo año, llegó con su maleta a instalarse conmigo en Viña del Mar. No podía creer a todo lo que estaba renunciando por mí. Jani nunca había escuchado de Chile antes y no hablaba español. Obviamente, mi familia pensó que esto era una locura, sin embargo, apenas lo conocieron, se enamoraron de él.
Los primeros meses fueron increíbles. Armamos nuestra rutina y nos propusimos hacer panoramas casi todos los días, aunque fuese ver una película. Él para convivir era un agrado. Le gustaba cocinar, limpiar, ordenar. Como vivíamos a solo pasos del departamento de mis papás y hermanos, compartíamos un montón con todos ellos. Amaba cómo Jani podía pasar tardes enteras jugando con mis sobrinos. Pero los problemas empezaron a presentarse a los cinco meses. Yo sentía que estábamos un poco estancados porque él no encontraba trabajo, pese a que de verdad se esforzara un montón. Como no tenía título profesional, solo lo contrataban de ayudante con sueldos muy bajos. Sus ahorros se estaban acabando, y tuve que hacerme cargo de los gastos de ambos. No sé qué me pasó, pero me bajó una especie de obsesión. Me puse como una loca. Y de la noche a la mañana, me convertí en el ser que más detestable y al que más he odiado en mi vida.
Empecé a controlarlo por todo. Le tenía prohibido tres cosas: tomar café, alcohol y fumar. Y eso que nunca fue bueno para los excesos. En ese minuto no sabía por qué lo estaba haciendo, pero necesitaba que supiera que era yo la que tenía el poder en la relación, que era su dueña. Además, como él es muy guapo, me puse muy celosa. Con perspectiva me doy cuenta de que fue porque me sentía menos, ya que Jani jamás miró para al lado. Eran demonios que estaban en mi cabeza y que no me dejaban en paz. Él me aguantó todo el tiempo, y nunca me hizo sentir como la persona desequilibrada que yo sé que fui. Mi familia me desconocía, no entendían por qué tenía ese comportamiento. Y mi papá, por el cariño que le tenía, incluso llegó a ofrecerle comprarle un pasaje de vuelta cuando él lo necesitara.
Después de haber ido a terapia, entiendo qué me estaba pasando. Siempre he sido muy estructurada, por lo que sentir que los planes no estaban resultando como yo quería y que mi cuento de hadas podría estar en riesgo, me puso mal. Necesitaba controlar la situación y como no podía, me puse a controlarlo a él. Terminé matando mi relación e hiriendo a la persona que más quería. Y a quien más he amado. Él siempre tuvo la ilusión de que yo iba a cambiar, que iba a ser la mujer de al principio. Me tuvo mucha paciencia, hasta que después de un año la situación no dio para más. En ese minuto le estaban ofreciendo trabajo en Londres. Él ya estaba agotado y me dijo que necesitaba tomarlo. Después de conversarlo, agarró sus cosas y se fue.
Mantuvimos la relación a la distancia por unos meses, pero cada vez que conversábamos, le hacía daño. Una parte de mí no podía soltar a esa bruja en la que me había convertido. Él se aburrió, con justa razón, y cortamos la comunicación. Ahí fue cuando me di cuenta de lo que había hecho. Entré en una profunda depresión, y no salí de mi casa durante un año, arrepentidísima de la persona en la que me había convertido. Me obligué a ir a terapia. Y cuando sentí que estaba un poco mejor, le escribí un correo pidiéndole perdón. No obtuve respuesta, porque le dije que no lo hiciera. Era mi manera de asumir los costos y empezar a cerrar el capítulo. Obviamente tuve un montón de crisis durante ese tiempo. Masoquistamente lo agregué a Instagram, donde, con el tiempo, fui viendo cómo rearmaba su vida: fotos de él junto a su nueva pareja, el anillo de compromiso que le regaló, a ellos esperando la guagua que tendrían juntos. Se me vino el mundo abajo muchas veces.
Haber vivido esta experiencia me significó un largo proceso en el que tuve que aprender a perdonarme y asumir mis errores. Porque lo que hice me llevó a descubrir un lado mío que desconocía, pero que ahora me permite saber qué cosas jamás volveré a repetir. Haber sido responsable de haber arruinado una relación, me permitió evaluarme. Y gracias a esto me di cuenta que tenía un serio problema de autoestima y de confianza en mí misma que tenía que trabajar. También aprendí que uno tiene que ser equipo, en el que más que controlar, hay que ayudar al otro. Estar juntos no significa una guerra de poderes, ni que la pareja se tenga que adecuar a los planes de uno de los dos. Una buena relación de basa en crear sueños juntos. Me arrepiento profundamente de todo, pero también siento que me sirvió para encaminarme hacia la persona que quiero ser. Perdí al amor de mi vida y me hago responsable. Pero eso me permite decir que, luego de años de trabajo personal, me siento preparada para que otra persona ocupe ese lugar.
María José Muñoz tiene 36 años y es periodista.
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