Lo que aprendimos de la felicidad en el encierro

ANUARIO 2020: ALEGRÍA

Felicidad Paula LT

Sin duda este ha sido un año difícil, pero también una oportunidad para aprender qué es lo que nos hace felices. Hicimos un llamado a los lectores y lectoras a contarnos qué les había generado alegría este 2020.




Huincha Uber

A continuación compartimos con ustedes algunas historias de alegría durante este 2020. Este lunes 21 publicaremos, además, todos los testimonios (¡alrededor de 100!) que recibimos de parte de nuestros lectores para nuestro anuario. Les agradecemos haberlos compartido con nosotros y estamos preparando una nota especial para ellos.

Felicidad de hacer de la casa un hogar

“Mirando las figuras de papel lustre y el arte infantil pegado con pegamento directamente a las paredes de mi living, no puedo sino reírme de cuánto me habría enojado esta misma imagen hace un año. Aunque no soy de las mamás que no permiten que sus hijos se sienten en los sillones y tampoco tengo adornos elegantes porque temo que los confundan con juguetes, sí me gusta que exista un cierto orden, especialmente en este espacio que es donde compartimos y donde normalmente recibimos visitas. Pero durante estos meses de cuarentena, y ante la incertidumbre del futuro, no fui yo quien convirtió este departamento en un hogar, sino que fue mi hija con sus obras de arte, su constante reorganización de los espacios y sus creativas formas de mantenerse entretenida.

Y también fue mi hijo, de solo dos años. Habiendo pasado casi la mitad de su vida encerrado en estos metros cuadrados, aprendió a hacerlos suyos sin molestar a nadie. Solito se apoderó de rincones, armados con cajas de electrodomésticos y juguetes desechados por su hermana. Una mesita le sirve para apoyar su jugo, mientras intenta encajar figuras o armar castillos con bloques. Y nosotros, los grandes, hemos aprendido a respetar todas estas restructuraciones, aunque eso signifique encontrarnos con arte rupestre en los clósets o con una carpa con colchón incluido en medio del living. Porque este no es un departamento piloto, es el hogar que se armaron los niños, que convirtieron en un fuerte en medio de una pandemia que durante tanto tiempo los tuvo alejados de columpios y balancines”.

Andrea Hartung (33)

Felicidad de reencontrarse con la familia

“Soy de Vallenar pero vivo en La Serena hace ocho años. Aquí trabajo como enfermera de la UCI de adultos. Soy hija única y mis papás son adultos mayores con enfermedades crónicas, por lo que vernos a partir de mayo fue imposible. Nos comunicábamos con videollamadas y por teléfono para sentirnos cerca, pero obviamente no es lo mismo a estar ahí. Estos meses estuve trabajando en la UCI respiratoria con pacientes Covid-19, por lo que era imposible ir a verlos o que ellos me visitaran a mí. No fueron semanas fáciles, porque es muy duro estar en el día a día en un trabajo con tantas tensiones, pasando la noche con personas que no dejan de toser, acompañando intubaciones, viendo a pacientes deteriorarse e incluso morir y luego llegar a mi casa vacía, sin abrazos ni nadie que me contuviera.

Siento que el tiempo pasó rápido y al mismo tiempo, lento. Mis compañeros y compañeras de turno se convirtieron en una segunda familia, pero necesitaba estar con mis papás, verlos bien, porque también da susto estar separados en medio de la pandemia, sin saber si están cuidando o si cuentan con todo lo que necesitan. En octubre, cuando La Serena pasó a Fase 3 pedí un día libre y partí a verlos de sorpresa. Los perros me delataron acercándose a la puerta atraídos por mi olor familiar, pero como tengo llave llegué y entré, casi matando a mi mamá del proceso, entre el susto y la emoción de verme. Nos abrazamos, lloramos, fue un reencuentro indescriptible”.

Elba Sáez (26)

Felicidad de aprender a pedir ayuda

“Supe desde muy chico que en los momentos que sentiría rabia, frustración y tristeza no recurriría a ayuda externa. Así lo había hecho mi papá toda su vida y así también lo hizo mi hermano grande. Era lógico, por ende, que yo también siguiera esos pasos. Todavía recuerdo la cantidad de veces que vi entrar a mi hermano a la pieza que compartíamos, totalmente rojo, tieso y pegando un portazo, pero sin decir absolutamente nada. Cuando hacía el intento de preguntar, me llegaba un monosílabo brusco de respuesta, que implícitamente decía: “no voy a hablar de lo que me está ocurriendo, así que no preguntes”.

Crecí regido por esa premisa, como probablemente lo hicimos muchos y muchas que nos criamos en familias discretas en las que se opta por acallar, silenciar y ocultar. La comunicación directa, en nuestro caso, no era una opción. Y menos si se trataba de verbalizar lo que nos estaba pasando a nivel emocional. No para nosotros, que éramos hombres fuertes y capaces de soportar cual desolación y desamparo.

Hace unos días vi un meme que anda dando vueltas. “¿Qué es eso, un sentimiento? Lo puedo reprimir”, dice. Lo vi y no pude aguantar la risa, pero detrás de esa risa sentí un asombro y una angustia profunda. Era casi cruel lo identificado que me sentía al mirarlo. Pero por suerte eso ha cambiado con la pandemia. Los meses de aislamiento me hicieron buscar apoyo en otro, algo que nunca antes había podido hacer.

Fue en junio cuando empecé a colapsar. No había razón aparente, pero lo que toda la vida había logrado acarrear, me estaba pasando la cuenta. Cansancio, tristeza, incapacidad de leer y concentrarme. El trabajo se me hacía imposible de abordar y la idea de ver algún amigo o amiga, cuando se podía, no me generaba mayor entusiasmo o expectativa. Pero claro, como siempre, mi reacción fue la de seguir adelante. Hasta que un día simplemente no pude más.

Llamé a un amigo y le conté todo lo que estaba sintiendo. Fue como si alguien hubiera apretado play y las frases se hilaron solas, sin esfuerzo alguno. Él me escuchó detenidamente y me agradeció por haber compartido mi sentir. No supo decir mucho más que eso, pero con el solo hecho de escucharme ya me había entregado lo que nunca nadie en mi familia había podido entregar, que era ese apoyo emocional que tanto necesitaba”.

Cristóbal Chávez (29)

Felicidad de ser mamá por primera vez

“Estoy de 39 semanas de embarazo. La llegada de esta guagua fue una sorpresa, pero una muy bien recibida. Quedé embarazada al principio de la cuarentena, y aunque fue bien impactante, con mi pareja nos dimos cuenta de que igual nos venía bien, porque pese a que vivimos un año lleno de incertidumbres y angustia, pudimos pasar este proceso juntos. Poder estar en casa me ayudó a tomarme los tiempos que pide el embarazo, que es algo muy duro. Yo trabajo en un colegio, entonces en un contexto normal habría tenido que ir a trabajar, pero ahora pude dar clases desde la casa, descansar y comer cuando lo necesitaba.

Ha sido triste no poder ver a las personas que quiero, especialmente porque muy pocas personas me han visto embarazada. Pero sí tuve muy cerca a mi pareja, que ha vivido todo esto conmigo y me ha podido acompañar a todos los controles, cosa que en otro contexto quizás hubiese sido más difícil.

Terminar este año recibiendo a mi hijo es emocionante. No sabemos qué va a pasar el próximo año, cuánto va a durar la pandemia, cuándo mi niño podrá conocer a todas las personas que quiero que conozca. Pero aunque de miedo, siento que es muy esperanzador lo que estamos viviendo como familia. Es loco, porque muchas personas se preguntan cómo vas a tener un hijo cuando pasan cosas tan malas. Yo no sé si existirá algún buen momento para criar o para parir, pero traerlo con amor y consciencia es lo mejor que se puede hacer para aportar a este mundo nuevo que se está construyendo”.

Michelle Mella (27)

Felicidad de tener una mascota

“Ha estado dos veces al borde de la muerte, salvarla me costó casi todo mi retiro del primer 10% y me ha hecho llorar más que cualquier pololo. Le tengo que recoger la caca varias veces al día, todos los días por el resto de su vida. Es naturalmente desobediente. Me ensucia a diario el sillón de lino, ya sea con sus patas embarradas, con su baba o con algo cochino que recogió de quién sabe dónde. Vomita solamente sobre mi alfombra favorita. Varias veces se ha intentado comer mis plantas. Ahora último se le empezaron a formar, todas las mañanas, lagañas en los ojos que debo sacarle pacientemente con los dedos si no quiero que se queden pegadas en cualquier otro lado de la casa.

No me deja ni ir al baño sola. Su alimento es más caro que salir a comer a cualquier restorán. No todos mis amigos creen que es simpática. Se les tira encima a los niños para lengüetearlos. Persigue palomas. Se come todo lo que pilla en la calle. Necesita salir por lo menos tres veces al día, sin importar cómo yo me sienta o si estoy cansada. No puedo salir con ella sin llevarle una botella de agua porque si no, se deshidrata. Es delicada, tiene el pelaje delgado y se asusta fácil. En la mañana se despierta mucho antes que yo y me saca de la cama a lengüetazos. Es insistente, llevada a sus ideas e insoportable. No permite que los demás jueguen con nadie que no sea ella. Es demandante. Se cree la muerte. Cuando se estira, no pide permiso ni perdón. Le encanta dormir, donde sea a la hora que sea.

A veces me impresiona lo mucho que se parece a mí. A veces la miro y no puedo creer que la quiera tanto. Durante la cuarentena me pasé horas viéndola, me gusta especialmente verla dormir. No ronca. Me encanta cuando se despierta porque está más lenta y cariñosa. Es muy fiel. Se cruza de patas y mira por la ventana como si afuera pasara algo que le interesa, pero no tanto. Le gusta acostarse conmigo a dormir siesta y me acompaña siempre a leer, tranquilamente. Tiene los ojos más preciosos que he visto en un ser vivo, delineados naturalmente con un borde negro que ningún maquillador podría hacer mejor. Es suave, larga y se deja acariciar.

Le gusta que la abrace y que le diga su nombre. Es buena aprendiz. Sus orejas son tan expresivas que a veces siento que me dicen cosas. Casi no ladra y su llanto es enternecedor. Me acompaña a todos lados, sin alegar nunca. Es cariñosa con mis amigos y me ha enseñado a hacerme nuevos amigos en la plaza. Es sociable y juguetona. Verla correr es un espectáculo; hay personas se quedan con la boca abierta cuando se larga a toda velocidad. Es amiga de mis sobrinos chicos. Me mueve la cola como si fuera una campana dando la hora cada vez que le doy comida.

Mi casa es más sucia, más hedionda y más desastrosa, pero más cálida ahora gracias a mi perra Roma. Me encanta quedarme dormida con ella cerca, porque me siento protegida. Mi sillón de lino ya no es mío, sino suyo. Ahí se echa ella a diario a mirarme trabajar. Es mi Anubis. Mi guardiana. Mi laucha. Mi cojín. Mi cosa deliciosa y asquerosa. Mi compañera. Mi amiga. La amiga de mis amigos. Mi felicidad. Mía, mía, mía.

Ariel Richards (39)

Felicidad de haber hecho nuevas amigas

“Este año vino a desbaratar lo que habría sido el primer año en mi nueva carrera, algo que había estado esperando hace mucho tiempo. Luego de haberme titulado de una profesión que no era mi verdadera vocación, tuve que enfrentar inseguridades y miedos para contarle a mis papás que había descubierto que la carrera que ellos habían pagado para mí, no era la que veía como mi futuro. Pero lo logré; me propuse entrar a estudiar gastronomía y hacer todo el esfuerzo que fuese necesario para hacer lo mío. Por eso, empezar este 2020 iba a ser el nuevo impulso en mi vida, mi nueva motivación y esperanza.

Tenía muchas expectativas para lo que significaba por fin lograr mi sueño y conocer nuevas personas con quienes compartiría intereses mutuos y muchas noches de estudio, pero llegó marzo, comenzó la cuarentena y todo se volvió una nube de incertidumbre. Los días pasaban en modo online. No podíamos ni prender las cámaras para conocer a los compañeros, porque las plataformas colapsaban. Con suerte veíamos la cara de los profesores en un cuadradito chiquitito al lado de un Power Point.

Aunque no me considero particularmente sociable, quería hacer el esfuerzo, así que cuando nos asignaron un trabajo prendí la cámara y conocí a dos personas. Empezó siendo una relación de amistad online –como todo lo demás–, pero descubrimos que eso no era un impedimento para que fuese real. Una amistad de esas con las que haces trabajos con gusto porque ellas están en tu misma sintonía, con las que te ríes hasta que te salen lágrimas. Sentí mucha confianza y sabía que las otras también estaban dando su mejor esfuerzo para que a todas nos fuera bien.

Dentro de nuestras conversaciones comenzó a salir más seguido la idea de reunirnos para conocernos en persona. Y a pesar de que dentro de la gran emoción también estaba el riesgo, tomé todas las precauciones para juntarme con una de ellas. Ese momento lo guardo como una de las grandes alegrías de este año. Creo que ambas sentimos que nos conocíamos desde hace tiempo por esa sensación de naturalidad que hubo. Ahora, mirando hacia atrás, pienso que no pude haber encontrado mejores personas, con mis mismos intereses, mi mismo humor y mis mismas motivaciones. Realmente ha sido un año complicado, pero tanto más complicado habría sido sin haberlas conocido a ellas”.

Deborah Faiguenbaum (25)

Felicidad de poder escuchar el silencio en la ciudad

“En estos meses de pandemia volví a habitar una esquina de mi casa que hasta hace poco estaba mayormente abandonada. Por alguna razón, solía pasar más tiempo en el lado de la casa que da hacia Providencia. Ahí está el equipo de música, los discos, el sillón y, lo más importante, la luz que entra por la mañana. Me imagino que en parte por eso se me hacía más fácil habitar ese espacio. Al otro lado, en cambio, está la vista al cerro. Si bien siempre supe apreciarla, mis desplazamientos hacia allá eran más bien cortos y por motivos específicos.

No fue hasta que escuché a un vecino silbar que decidí sentarme en el borde de ese ventanal. Hice un escaneo rápido y pude detectar que el vecino, que era el mismo que el día anterior había decidido desempolvar su guitarra eléctrica y al que yo aplaudí rápidamente por su selección musical, le estaba silbando a un pajarito que estaba aleteando justo en las proximidades de su ventana. Entre silbido y cantar, se estaban comunicando. Y yo, espectadora externa, no pude dejar pasar esa escena sin emocionarme.

Me quedé sentada ahí un buen rato, intruseando y focalizando la vista como para tratar de descubrir en qué estaba el resto de los vecinos, cual James Stewart en La Ventana Indiscreta. Empecé a mirar detenidamente al interior del edificio de al frente y de a poco fui desviando la mirada hacia los otros. El que me gustaba, uno de techo celeste –y que era una parada obligatoria cada vez que caminaba por esa calle– ya no estaba, porque poco antes de que empezara la pandemia decidieron demolerlo. Pasé rápido mi mirada por ese terreno, ahora baldío, para no suscitar la rabia y la pena, y me pasé a los árboles que por suerte sigo pudiendo ver, pese a los cada vez más invasivos proyectos inmobiliarios a mi alrededor. Ahí fue cuando me di cuenta de que estaba cautivada con otra cosa: el silencio.

Era un viernes por la mañana y en este lado de la ciudad al menos reinaba el silencio, interrumpido únicamente por el pájaro que aleteaba por ahí y el gorjeo de las palomas que se habían detenido en el mismo borde de mi ventana. Ese silencio, interfiriendo en el paisaje urbano, era más fuerte que cualquier otro sonido y venía a reforzar mi hábito recién adquirido de pasar un rato sentada en la ventana, sin ansiedad y sin apuro alguno. Me gusta pensar que es algo colectivo y que en este sentir son también cómplices mis vecinos. El que estaba hablando con el pajarito, los que lavaban la loza y recolectaban las botellas de vidrio de la noche anterior, la que se sentaba con el computador para partir el día de trabajo, la que venía llegando en metro a esta comuna altamente transitada, pero que ese día, durante un rato, parecía estar detenida.

Desde entonces, el borde de esa ventana ha sido el lugar donde me pongo a escribir cuando no logro avanzar en las entregas; el lugar que me ha visto llorar cuando luego de un tiempo de acumulación dejo salir la pena –cuando eso pasa, me pregunto qué pensará el vecino, quien, al igual que yo, está intruseando por ahí–; y el lugar al que recurro cuando necesito silenciar mi cabeza. Con ese mismo silencio hemos forjado una comunicación implícita con mis vecinos. Cada uno desde su vereda, ya no queremos perderla”.

Emiliana Pariente (29)

Felicidad de aprender cosas nuevas

“Soy arquitecta y en 2016 me vine a vivir a Machalí con mi esposo. Quedé embarazada y hace varios años que estoy buscando formas de reinventarme, porque con mi profesión no me estaba yendo bien. Este año, en medio de la pandemia, me puse a vender plantas a través de redes sociales y, como todos queríamos hogares más verdes, fue un negocio exitoso que me ayudó a romper la inercia que venía arrastrando. Pero con el tiempo empecé a cuestionarme en relación a lo que estaba pasando en el mundo. Pensé: ‘si estamos aquí encerrados debe ser por algo’. Es que llevaba mucho tiempo criando, sin pensar qué era realmente lo que me gusta hacer y qué sueños había dejado ir por falta de tiempo o motivación.

Afortunadamente, muchas organizaciones empezaron a hacer cursos online y lo vi como una oportunidad para volver a aquello que siempre me apasionó, que es lo más esotérico. Hice un curso de tarot de Osho y luego tarot de Rider. Leyendo, recordé que uno de mis sueños siempre había sido seguir el camino del yoga, así que decidí hacerme cargo y hace un mes estoy estudiando yoga infantil. Todo este proceso de aprender cosas nuevas y atreverme con disciplinas diferentes fue como sacarme la mochila de una profesión que me pesaba mucho.

Este año fue de revelaciones, como un cachetazo que a veces necesitamos, el impulso para hacer las cosas. Mis papás estuvieron súper complicados por el Covid-19 y perdimos a la abuelita de mi esposo, que son cosas que te remecen y te hacen pensar que si el día de mañana te pasa algo no vas a haber hecho lo que te apasionaba”.

Nicole Basley (32)

Felicidad de vestirse cómodo

“Este año no solo cambió la forma en que nos relacionamos, sino que además cómo nos mostramos al mundo. Partamos por la base de que las reuniones son virtuales y, por tanto, la vestimenta en casa es mucho más cómoda. Recuerdo que cuando tenía entrevistas de trabajo ocupaba un traje formal de dos piezas que enviaba a la tintorería con dos semanas de anticipación, y para qué hablar de la corbata. Encontrar la correcta era todo una odisea. Los zapatos muchas veces solo los usaba para reuniones y el fin de semana ocupaba zapatillas deportivas. Lo mismo con la barbería; iba al menos dos veces a la semana para no parecer hombre lobo. Ahora, en cambio, creo que estoy capacitado para cuidar mi aspecto en casa. Me equipé con lo necesario y tengo mi set de peluquería improvisado en el baño. Siento que estos códigos de vestimenta han sido flexibles con la pandemia y es un alivio distender de estos protocolos.

Liberarse de los zapatos o la camisa abotonada hasta arriba ha sido un verdadero descanso. Como hombre, me vi perjudicado alguna vez por la ropa que usaba al no encajar con determinado perfil o por usar algo que no correspondía a la ocasión. Sin embargo, la nueva normalidad me ha permitido ponerme a diario mis polerones favoritos en casa, sin tener que dar explicaciones. Muchas veces solo queremos usar algo casual, pero sabemos que no es lo se espera. Este periodo de incertidumbre nos dio una nueva y bienvenida comodidad y relajo en la ropa que no habíamos vivido antes, que nos genera también un relajo como personas”.

Sebastián Díaz (27)

Felicidad por cocinar

“La pandemia no ha sido fácil, todos los días pasamos por una montaña rusa de emociones. Pero como a muchas personas, la cocina se convirtió en una vía de escape para pensar en algo que no fuera la incertidumbre, la crisis, la posibilidad de enfermar o de perder a un ser querido. Durante el inicio de la emergencia sanitaria veía series todo el día, pero llegó el punto en que me sentía angustiada, aburrida y con ganas de probar algo nuevo. Entraba a redes sociales y veía tantos programas de cocina en vivo y guías de comida saludable, que me daban ganas de prepararlos.

Hasta que lo hice. Y convertí la cocina en un pasatiempo para evadir la exposición constante a las pantallas y la vida virtual. De hecho, cuando trato de preparar recetas que me llaman la atención lo considero un desafío; desde encontrar todos los ingredientes de la receta, hasta atender cada detalle del emplatado. Una de las que más me costó fue el delicioso carrot cake, ya que al principio no daba con la textura del pastel o me quedaba muy húmedo. Mi idea era hacer la versión saludable, reemplazando la harina blanca por avena o harina integral, lo mismo con el azúcar.

Desde hace un tiempo que me reúno con mis amigos a cocinar por Zoom, como no los veo hace meses estas instancias son enriquecedoras. La mecánica es que cada uno propone una receta, elegimos la que más nos gusta y manos a la obra. Creo que la gastronomía se convirtió en una práctica liberadora para distenderse y crear un espacio agradable en el hogar, ya que nos dimos cuenta de que tenemos el poder de crear platos innovadores para sorprender a quienes más queremos”.

Javiera Díaz (23)

Felicidad por empezar una nueva relación

“Este verano me independicé y con los ahorros que tenía me vine a vivir Concepción, donde empecé una vida de cero, sin amigos ni cercanos, pero con un trabajo estable. No contaba con la pandemia, pero tuve la suerte de seguir trabajando desde la casa. Como tenía mucho tiempo libre, descargué aplicaciones que me ayudaran a conocer a otras personas. Di con una que se llama Yubo, que permite conectar con gente alrededor del mundo, transmitir contenido y hablar sobre lo que sea. Ahí conocí a Alex, un chico de Zaragoza que me pareció muy particular.

De a poco nos empezamos a sentir cómodos el uno con el otro e incluso almorzamos juntos, a través de una pantalla. Hablamos de todo; de la familia, amigos, parejas y videojuegos, un pasatiempo que compartimos. Aunque la diferencia horaria muchas veces nos juega malas pasadas, a veces me quedo despierta hasta tarde solo para darle los buenos días. Es que se convirtió en ese compañero que me escucha, atiende y está para mí. En ocasiones, con Alex hacemos videollamadas para contarnos qué tal nuestro día o ver a nuestras mascotas. Él tiene un gato que se llama Leonidas y yo mi amado perro Gaspar. Además, ambos leemos poemas y literatura, nos gusta mucho Roberto Bolaño y Rubén Darío.

Ya llevamos tres meses hablando y tenemos algunas proyecciones juntos, entre ellas viajar y recorrer el sudeste asiático. Ahora con todo esto del Covid-19 es complicado pensar en vacaciones, pero yo siempre he querido ser un alma libre, es la experiencia que anhelo desde niña. Lo que sea que suceda será una aventura. Y más si es con el partner que quiero conocer”.

Camila Castillo (25)

Felicidad de volver a apreciar la vida en comunidad

“Cuando comenzó la pandemia no sabía muy bien cómo lo iba a hacer, ya que vivo sola con mis dos niños en un departamento antiguo en Ñuñoa. Si bien no se trata de esas torres inmensas donde hay cuentos de departamentos y cientos de personas, igual es un edificio en el que cada uno hacía su vida. Es más, reconozco que yo misma conocía a pocos de mis vecinos antes de la pandemia.

En el momento más duro del invierno me quedé sin pega, estaba angustiadísima. Recuerdo que uno de esos días bajé a buscar un pedido del supermercado a la conserjería y me encontré con la vecina del piso de abajo. En menos de diez minutos, las dos hicimos una especie de catarsis. Yo le conté que nos sabía hasta cuándo me alcanzarían los ahorros y ella, que me compartió que se sentía colapsada porque el tiempo no le alcanzaba entre la pega y el cuidado de sus hijos.

Fue en esa catarsis donde encontramos respuestas. Se me ocurrió ofrecerle cuidar a sus hijos para que ella tuviese algunas horas del día para trabajar en paz y de paso yo tenía algo de plata para vivir en ese tiempo. Funcionó tan bien, que semanas después se sumó la hija de otra vecina que es profe y mientras hacía clases online, tenía que dejar a su hija mucho rato viendo tele. Así entre todas y todos nos comenzamos a ayudar. El grupo de WhatsApp que antes de la cuarentena servía solo para reclamos y mala onda, comenzó a funcionar como una red de apoyo. Si alguno iba a comprar a la verdulería, avisaba.

Fue lindo lo que ocurrió con los vecinos y la comunidad en este tiempo. Reconocer en el del lado los propios miedos, inseguridades y problemas permite hacer comunidad y es en esos espacios colectivos donde surge lo mejor de las personas. Durante todo este año fueron ellos, mis vecinas y vecinos, en quienes me sostuve. Y juntos entendimos que de una crisis así, es imposible salir si no nos apoyamos”.

Angélica Ramírez (41)

Felicidad de atreverse a dejar Santiago

“Nací en el sur de Chile y los primeros años de mi vida los pasé entre paisajes verdes, aire limpio y animales. No tengo muchos más recuerdos que ese porque cuando cumplí 5 años a mi papá lo trasladaron a Santiago por trabajo y nos quedamos acá hasta el día de hoy. Yo también hice mi vida aquí: me casé, tuve a mis dos hijos, estudié y trabajé. A pesar de eso, siempre he sentido el anhelo de volver al sur. Pero hasta antes de la pandemia, esos sueños quedaban solo en eso, en deseos por vivir algo que hasta ese minuto me parecía imposible, ya que creía que mi marido y yo tenemos trabajos que solo funcionan en la ciudad.

Sin embargo, después de meses de teletrabajo todo cambió. Reconozco que acomodarse a este nuevo formato fue difícil al principio, pero de a poco logramos establecer rutinas y horarios, redistribuir responsabilidades y lentamente comenzamos a disfrutar del encierro. Acto seguido, pensé en migrar. Estar sin salir de la casa me hizo pensar que mi anhelo frustrado de vivir en el sur era posible. Si llevamos meses sin ir a la oficina, perfectamente podría hacer esto mismo desde una linda casita de madera en el sur de Chile. Me imaginé la chimenea o la cocina prendida 24/7 y, como nunca antes, tomé una decisión impulsiva.

Acabamos de cumplir un mes viviendo en el sur y soy completamente feliz. Mucha gente dice que de las crisis surgen oportunidades, y yo este año lo confirmé. Soy de las personas que cree que este virus no es un simple bicho del que tenemos que resguardarnos, que es también una llamada de atención sobre la manera en que estamos viviendo y por lo tanto tenemos que aprender algo de eso. Para algunos el aprendizaje será estar más tiempo con los suyos. Para mí, es entender que la vida es corta y debemos buscar la felicidad. Y la mía está acá en el sur”.

Pía Castro (35)

Felicidad de poder cuidar y conocer a los hijos

“Siempre he sido una mamá poco aprensiva y relajada, pero no por eso menos cariñosa. El tiempo que paso con mis hijos trato de aprovecharlo jugando con ellos, nos acostamos a ver películas o cocinamos juntos. Pero hasta antes de la pandemia, ese tiempo tenía un límite. Aunque muchas veces me sentía cansada, llegaba de la oficina y les armaba alguna actividad para que se fueran a acostar felices. Al final, sabía que al día siguiente estaría fuera de la casa prácticamente todo el día y para mí, ese era el descanso.

Previo a este año, era de las que decía que jamás trabajaría desde la casa, pero como a todos el escupo me cayó en la cara. Los primeros meses de teletrabajo fueron horribles. Me encerraba en el escritorio para trabajar y concentrarme y los niños aparecían cada media hora pidiendo algo; terminaba de trabajar en la tarde, cuando ya estaba oscuro y la casa era un asco. Galletas tiradas por todos lados, los niños aun con pijama, aburridos porque no habían hecho ninguna actividad entretenida en el día y entonces, como antes, me pedían que hiciéramos galletas o que jugáramos. Pero yo solo pensaba en ordenar el desastre y en preparar algo medianamente saludable para el día siguiente.

Así fueron los primeros meses con ellos. Los ignoraba y a ratos no los quería ver. Fue triste, porque en los momentos de rabia me descargaba con ellos y después, estando sola, me arrepentía y me ponía a llorar. Además, este fue un año de cambios al interior de la familia, entonces sentía que lo estaba haciendo todo mal.

Pero el tiempo es sabio y con la pandemia entendí que los niños también. Recuerdo un día en que los reté tan fuerte, que al día siguiente cuando salí del escritorio en la tarde ellos dos –una niña de 5 y un niño de 7 años– a su manera, habían limpiado y ordenado la casa. Me tenían esa sorpresa, porque sabían que la mamá estaba cansada. Me emociona incluso volver a recordar ese momento. Obviamente ese día no me importó nada más que jugar juntos. La lección fue tan potente, que desde entonces las cosas cambiaron. Las galletas y juguetes en el suelo siguieron siendo parte del escenario, los retos y las peleas también, pero de a poco yo logré relajarme.

Entendí que tener una casa impecable y cumplir a la perfección con el trabajo y el colegio no era lo más importante, como sí lo es contener a esos niños que un día, desde su inocencia, lograron contenerme a mí. Desde entonces somos un equipo. Obviamente yo soy la mamá, es mi rol cuidarnos a ellos y no al revés, pero desde el lugar de cada uno trabajamos la empatía y la importancia de estar unidos en tiempos difíciles.

Este año fue horrible en muchos sentidos, pero al menos me dejó una gran alegría: poder cuidar y conocer a mis hijos a tiempo completo; descubrir que son seres humanos increíbles y sentir la tranquilidad de estar haciendo un buen trabajo con ellos. Ahora soy de las que dice: ojalá pudiera trabajar siempre desde la casa”.

Patricia Morales (37)

Felicidad por retomar vínculos familiares

“Cuando empezó la cuarentena, todos nos pusimos muy estrictos con el encierro. No salimos a ningún lado, y eso incluyó que nadie en nuestra casa pudiese ir a visitar a mis papás. Si bien las visitas no eran seguidas, igual nos juntábamos y teníamos armada una vida en familia con ellos. Así que empezamos a llamarnos por teléfono durante la semana, una costumbre que se hizo cada vez más frecuente. Atrás del teléfono siempre estaba mi padre, que tiene 86 años, con mucho ánimo y optimismo como yo siempre lo había sentido, incluso ahora a pesar del encierro y de que mi madre está con Alzheimer.

Un día, noté que su voz se empezaba a apagar. Tiritaba cuando me hablaba y su ánimo comenzó a decaer. Fue un impacto, porque yo siempre había dado por sentado que él estaba bien, pero ahora por primera vez me pude conectar con sus emociones más difíciles a través de la voz. Como no queríamos que la soledad le pasara la cuenta, decidimos cambiar el teléfono por el Zoom para al menos vernos las caras y abrazarnos desde lejos. Él inmediatamente agarró vuelo. Sabía manejarse con la plataforma y se entusiasmó con la idea de vernos de otra manera. Empezamos a hacer aperitivos a la distancia todos los fines de semana y ahí, al ver su sonrisa, me di cuenta de lo importante que era para mí su felicidad.

Cuando terminó la cuarentena y las cosas se fueron calmando, con mis hijas decidimos que ya era momento de ir a verlos. En ese momento, cuando pude abrazarlo, el sentir su olor y tacto fue la alegría más grande de mi año. Ahora que volvimos al trabajo y ya se puede salir, me desocupo antes para tener tiempo de ir a visitarlos todas las semanas. Ya no quiero que se sienta solo”.

Hernán Merino (53)

Felicidad de haberme encontrado a mí misma

“Sin darme cuenta, siempre viví respondiendo constantemente al deber ser. Me casé hace 32 años para formar un matrimonio donde yo siempre sentí, desde lo más profundo de mi corazón, que tenía que cumplir, no disfrutar. Después nacieron mis dos hijas y ellas, ahora grandes y con sus profesiones, empezaron a indagar en el feminismo, a trabajar en pos de la libertad de las mujeres y, sobre todo, a inquietarse por la relación en la que su madre estaba. No fui yo quien se dio cuenta de que en mi matrimonio no había amor. De hecho, nunca vi la posibilidad de separarme. Fueron ellas las que me lo mostraron como una opción.

Soy una artista, me gusta escribir y cantar canciones folclóricas. Este año, cuando comenzó la cuarentena, coincidió con que yo me encontraba en el campo sola, porque mi marido trabaja en otra ciudad. Así, en el encierro y el alejamiento, empecé a crear, a escribir y a cantar todo mi sentir de desamor.

El sonido de mi voz rebotaba en esta casa. Los llantos también. Y así, de repente, me encontré con el dolor verdadero frente a frente. Recordé cómo cuatro años antes, cuando me había enfermado de cáncer, él jamás me preguntó cómo me iba en los controles y si yo no lo mencionaba, no se tocaba el tema. Entramos en un círculo donde él nunca aceptó que yo tenía necesidades emocionales, me presentaba como su señora y listo. Había vivido toda mi vida pensando que el buen hombre era el que no te hacía daño, por lo que no esperaba mucho más y justificaba vivir en un abandono tremendo.

Después de seis meses de encierro, se lo conté a mi hijas, que siempre me habían acompañado en estos temas. Y ellas sacaron la radiografía: “Mamá, te tienes que separar”. Transformé todo lo que había escrito en un testimonio para él y se lo mandé en un correo electrónico. La pregunta final era: “¿Y ahora qué?”. Luego, me respondí a mí misma: avanzar sin él. En la pandemia pude sanar, pude aprender que no tenía que contenerlo, que tenía que velar por mi felicidad y tras tantas décadas de espera, me liberé. Si no hubiese sido por mis hijas, jamás habría podido abrir mi corazón y pensar en mí. Gracias a la soledad que me regaló este encierro, entendí que ya era hora de volar con mis propias alas. Eso, lo agradeceré para siempre”.

María Angélica Reyes (63)

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