Lo que estoy aprendiendo sobre el duelo
“Hasta ese día, solo había perdido a mi abuela materna, Sônia. Partió el 1 de abril de 2017, después de mucho tiempo con Alzheimer. En la época, yo tenía 24 años, estaba lejos de casa. No estuve en su velorio. Ni en su funeral. La lloré, sí, la lloré mucho. Pero no hablé de mi sufrimiento con nadie. Me refugié en el trabajo y varios meses después colapsé. Juré a mí misma que no volvería a ocultar mis sentimientos. Que no negaría nuevamente la muerte de un ser amado. Y hoy, mientras intento ordenar mi mente para poder escribir este texto, me encuentro nuevamente hundida en el dolor.
El sábado 7 de octubre, después de un par de días sin contestarnos las llamadas, fuimos con mi pareja a ver a mi suegro. Había fallecido.
Hago un paréntesis: no me parece que esa palabra le haga justicia, y menos con todos los estereotipos que rodean a los suegros. Tras casi nueve años de relación, el tío -como le digo- es más que el papá de mi marido. Es mucho más que un ‘suegro’. Me telefoneaba todas las semanas, intercambiábamos mensajes, risas, recetas y secretos. Me llamaba hija. Nos decíamos te amo. Es mi segundo papá, eso es.
Por esa razón, encontrarlo así lo cambia todo. Mi corazón y mi cabeza no pueden hacer otra cosa que no sea tenerlo presente. Me despierto y me acuesto pensando en la muerte, en su muerte, y en cómo apoyar a mi amor por la partida de su papá. Entonces estoy aprendiendo, quizás por primera vez, sobre lo que realmente es el duelo.
La impotencia
Lo primero es la impotencia. Encontrarlo, llorarlo, hacerle un último cariñito en el pelo, pedirle perdón a ese cuerpo que nos abrazaba con fuerza y que ahora yace en el piso, tan indefenso. Después, no hay tiempo para nada. Hay que llamar a Carabineros, luego a la PDI y al Servicio Médico Legal. Hay que esperar. Hay que ver cómo llegan a la casa. Contestarles preguntas. Soportar el comportamiento que algunos tienen, que parece de otro mundo en este momento. Sus risas, sus teorías, sus comentarios. El que todavía no supero, delante de nosotros, delante de sus hijos: ‘¿57 años? Uff, qué joven’. Sí, era joven -pienso yo-; sí, somos muy chicos todavía para perderlo; sí, no queremos vivir algo así. Que se callen, ¡por favor! ¡Que se ubiquen!
La espera es larga y angustiosa. Genera, de nuevo, impotencia. Porque no hay nada que podamos hacer salvo esperar. Y esperar fuera de la casa porque, por lo menos por ahora, no nos permiten acercarnos al tío.
La respuesta llega. Es dolorosa, pero es una respuesta. Una verdad sobre lo que le pasó a mi segundo papá. Pienso en todas las personas que nunca tuvieron algo así tras la partida de un ser querido. En los desaparecidos. Siento que por primera vez puedo dimensionar, aunque sea un poquito, su sufrimiento.
Pero no hay mucho más tiempo para pensar, porque hay que ver los trámites. De pronto una persona amada se vuelve parte de un proceso burocrático. No hay margen para llorar. Hay que hacer las cosas y hay que hacerlas bien. ‘Que tu suegro tenga la despedida que se merece’, me dice mi papá. Tiene razón, así que a secarse las lágrimas y a trabajar por él, ¡vamos, vamos!
El lenguaje puede ser cruel y escribir es doloroso. Me dijeron en la escuela de Periodismo que el lenguaje ‘crea realidades’. Y pienso que si quizás no digo que ‘falleció’, entonces el tío sigue acá.
Funeraria. Ataúd. Buscar una ropita linda para ponerle. Ir a reclamar su cuerpo. No poder ingresar, en mi caso, porque ‘no soy un familiar directo’. Aquí no importa que él me dijera hija. Sus palabras no sirven en este momento. Volver a sentir impotencia. Preparar el velorio. Ajustar temas pendientes en el cementerio. Y empezar con mi misión de nuera, de esposa, de cuñada: enviar los mensajes pertinentes a nuestros amigos y familiares.
Ahí comienza una nueva etapa del duelo y del aprendizaje.
Las palabras
Soy una persona de palabras. Me dedico a ellas. No paso un solo día sin escribir o leer. Pero de repente, con la partida del tío, estas me aborrecen. Me enojan. Me dan pena.
‘El duelo es un tipo de educación cruel (...) Aprendes cuánto tiene que ver el duelo con el lenguaje, aferrándose al lenguaje y fracasando el lenguaje’, dice la escritora Chimamanda Ngozi Adichie en su libro ‘Sobre el duelo’, en el que cuenta su proceso tras la muerte de su papá.
No puedo estar más de acuerdo. El lenguaje puede ser cruel. Me tardo un momento en enviar los mensajes. Porque escribir es doloroso. Porque dijeron en la escuela de Periodismo que el lenguaje 'crea realidades'. Y quizás si no digo 'falleció', entonces el tío sigue acá, con su risa, con sus asados, con sus canciones. No quiero empezar a decir que él 'era'. Quiero decir 'él es'. Quiero el presente, no el pasado. Quiero su presencia.
También es difícil porque cada mensaje enviado tiene su respuesta. Algunos preguntan de qué falleció. Otros, sin pensarlo, lanzan hipótesis. '¿Infarto?; 'Tenía una enfermedad, ¿cierto?'. No, no. Otros se atreven a decir que lo entienden, ya sea porque perdieron a alguien cercano hace un tiempo, ya sea porque una persona a la que querían tenía comportamientos similares a los del tío. ¡Y no! Cada individuo es uno, cada partida tiene su particularidad. Quiero gritar y quiero silencio, pero no queda otra que contestar los mensajes.
A veces solo hay que estar, no hablar... 'Por mí, que estén todas las personas que realmente quieran acompañarnos', me comentó mi marido el día del velorio.
Hay torpeza en la muerte. Hablamos poco de ella, entonces cuando ocurre nadie sabe qué decir, cómo actuar, en qué apoyar. Y las palabras agarran más significado. Ya han pasado unos días y frases tan comunes como ‘¿Cómo estás?’ se vuelven imposibles de contestar. No quiero joderle la vida a un tercero diciendo que estoy mal, que estoy pésimo, que tengo pena, pero que voy avanzando. Entonces miento. ‘Bien, gracias’. Como si nada.
Otros cercanos, más paternalistas o maternalistas en su trato, han dicho sin cuidado: ‘haz terapia’. Sé, racionalmente, que lo que está pasando es difícil. Pero mi corazón ahora solo quiere contestarles que nos dejen sufrir un rato. ‘Gracias, pero no le tengo miedo al dolor’, les digo. Y es cierto, siempre me dio más temor ver a alguien sufrir que sufrir yo misma.
¿Por qué pensar en buscar apoyo ahora, tan pronto? Vámonos con calma, me digo. Es natural estar así, me insisto. Al final, 'el proceso de duelo es el conjunto de emociones, representaciones mentales, y conductas vinculadas con la pérdida afectiva, la frustración y el dolor, es una complejidad de emociones, cambios de pensamientos y de comportamientos', plantea el psiquiatra Jorge Tizón.
A la vez, hay otras palabras que me interesan mucho más ahora mismo: las del tío. Leo sus mensajes, escucho las canciones que compartió tantas veces con nosotros y busco saber qué habrá -o si habrá- querido decirnos algo con ellas. 'No digas palabras de las que te arrepentirás / no dejes que el fuego suba a tu cabeza (...) soy el ojo en el cielo mirándote', dice Eye in the sky, de The Alan Parsons Project. 'Y a los que dejo atrás / Quiero que todos sepan / siempre has compartido mis horas más oscuras / Te voy a extrañar cuando me vaya', canta otra -Old and wise- de la misma banda, y que fue una de las últimas canciones, junto con Africa (Toto), Bonito (Jarabe de Palo) y Te amaré (Silvio Rodríguez) que me envió por WhatsApp.
Ahora las escucho en algún momento del día, para sentir al tío más cerca. Sé que mi marido hace lo mismo. Espero que mi cuñado también lo haga.
Los símbolos
Con el paso de los días, vamos dándole más importancia a los símbolos y a la materialidad. De repente una foto, una carta, un regalo, un objeto, lo que sea, adquiere otro significado. También cualquier cosa que tenga relación con la persona que amamos. Para tenerla a nuestro lado nuevamente.
Doy un ejemplo: siempre creí que el animal favorito del tío era el perro. Pero estos días mi marido me dijo que el regalo que le di de aniversario, un cuadro de un hombre con un caballo, 'ahora es más importante aún'. Cuando le pregunté por qué, me reveló mi error: su animal favorito era el caballo.
Quizás por eso cuando pasé, el martes pasado, por la exposición de Tomás Munita en el Centro Cultural Estación Mapocho, me emocioné profundamente. Ver las fotografías de esos caballos salvajes, o corriendo, o en plenitud, o con los ojos cerrados, me hizo pensar en el tío.
Otro ejemplo: uno de los espacios en que más compartíamos en su casa era la cocina. El otro día fuimos para allá a limpiar todo, a darle amor a ese hogar que él cuidó hasta el final. Yo me encargué de la cocina, y mientras en mi cabeza lo recordaba y le hablaba, se cayó el collar que él me había dado.
Son tonteras, cursilerías, apego. Tal vez. Pero agradezco esos detalles.
Intento, eso sí, ser cuidadosa. No darle a un objeto una importancia excesiva. Porque si lo pierdo, me dará pena. Eso pasó cuando su alarma programada en el celular sonó por última vez, hace solo dos días. Si al principio me entristecía que sonara y me despertara a las 05:10, porque me recordaba su ausencia, después empecé a sentir que él nos estaba acompañando desde el inicio del día.
Están también, por supuesto, los símbolos de ‘la última vez’. No sé porqué los humanos nos dedicamos tanto a pensar en la última vez que vimos a alguien, en sus últimas palabras, en lo último que hicimos. ¿No será demasiado masoquista pensar en eso? ¿Qué pasa si siempre tuvimos días bonitos y justo la última vez que nos vimos fue un fiasco? ¿Qué pasa si el último mensaje -como es mi caso- es un video que muestra cómo los actores de Hollywood han envejecido con el paso del tiempo? Quiero ir más allá, quiero pensar en los últimos nueve años con él, en su voz, en sus chistes, en su comida exquisita, en las palabras que usaba, en cómo miraba con amor a sus hijos. Aun así, me contradigo e intento recordar lo último.
Quizás el duelo sea eso: mucha contradicción. ¿Cómo es posible que nos riamos en medio del dolor? ¿Que el mundo siga acelerado mientras él no está a nuestro lado? ¿Que tengamos trámites que hacer vinculados a cuentas y eventuales deudas en lugar de estar en paz? ¿Que también tengamos días contentos con esa angustia en el pecho? ¿Que ahora, justo ahora, entendamos más lo que el tío sufrió cuando su familia falleció, hace ya varios años? ¿Que ayer haya estado tranquila y que hoy no pueda escribir esto sin llorar?
‘El luto tiene etapas, yo me sentí así, al menos. En un momento llegué a pensar que no sentía nada’, me revela una amiga que hace poco perdió a su cuñado, más chico que nosotras, de forma totalmente inesperada. ‘Uff, yo creo que siento en exceso’, le dije de vuelta. Muy sabiamente me contestó: ‘no existe exceso si es verdadero’.
Día a día
No sé cómo serán los próximos días. Me cargan los gerundios, pero no podía sino titular este texto ‘Lo que estoy aprendiendo sobre el duelo’. El gerundio es así, nos enseñaron en el colegio, ‘tiempo verbal que indica que la acción está pasando, realizando o llevando a cabo’. Y el duelo también: estaremos, como familia, siempre pasando, realizando, llevando a cabo. Un aprendizaje continuo que, creo, nunca terminará.
Como tampoco pasará la presencia del tío en nuestras vidas. Lo veo en sus hijos, en las palabras, en las canciones, en los símbolos. Lo veo y lo siento.
Solo le pido fuerzas, una vez más: Tío, enséñame cómo hacer para que dentro de mi duelo yo también pueda apoyar a mi marido y a mi cuñado en los suyos. Espero que hayas estado en lo cierto al decir que el amor y la comunicación lo son todo. Que juntos somos más fuertes. Tío, hasta mañana”.
En memoria de Juan Antonio.
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