Machismo junto al mar
Carne trémula.
Por Constanza Michelson / Ilustración: Camila Ortega
Paula 1242. Sábado 30 de diciembre de 2017.
He visto las mejores mentes de mi género destruidas por la locura, histéricas famélicas muertas de un hambre que no saben que padecen. Mujeres sin el brillo de la pulsión de vida. No están deprimidas, sino perdidas en el sueño de otro, creyendo que eligieron la libertad.
No hablo de quien acompaña a su pareja en su proyecto; eso es algo donde se negocian las condiciones. Sino de quienes creyeron que el imaginario del otro era el portal para acceder a una vida especial. Y se diluyeron en una existencia ajena.
Si esto ocurre con mayor frecuencia a las mujeres, es quizás porque durante mucho tiempo fueron los hombres los propietarios de las aventuras. Y a nosotras la costumbre nos hizo encandilarnos en el amor de un hombre aventurero. O que lo parecía. Porque eso que puede partir como una travesía, a la vuelta de la esquina puede revelar ser nada más que un capricho manfinflero de un macho demasiado cautivado consigo mismo.
Este escenario se dramatiza de varias formas, pero hay un cliché que se repite en mi generación: la chica que siguió al surfista (y todas sus metáforas). Deseo noventero, trampa ideológica maqueteada por el cine: "Punto de quiebre" es la estúpida pasión por el tipo loco y arriesgado. "Azul profundo", es la estúpida pasión por el tipo sin ataduras que no ofrece más que fundirse en el mar de la irrelevancia.
Muchas partieron, incluso montaron la ola. Hasta que la cocina y la crianza, paradójicamente, cada vez más exigente en esos circuitos de "vida libre", las encerró ahí, donde sus abuelas hicieron todo por escapar. Aun antes de sus abuelas: en el mito de la primera mujer, esta se las arregla para escapar del paraíso, para que por fin pudiera haber una historia. Seguramente Eva sabía que de ese sueño era solo una costilla. Pobres de algunas de sus descendientes que pensaron que era mejor un edén empaquetado que la libertad de las historias por venir.
Algunas ya no pueden ni escapar. No solo no les pertenece ese sueño, sino tampoco el patrimonio familiar (para las parejas zen, puede ser aún peor que para los citadinos, hablar de cosas sucias y terrenales como el dinero).
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