Mi hijo come sin parar
Imagina que tu guagua, apenas empieza a gatear, va directo al basurero y come todos los restos de comida que encuentra. Y cuando comienza a ir al colegio, roba de las mochilas las colaciones de sus compañeros y se las come. Este hambre voraz es uno de los síntomas más difíciles de manejar del síndrome de Prader-Willi, una enfermedad rara que se calcula afecta a 1.200 niños en Chile, pero que solo 130 saben que lo padecen.
Paula 1191. Sábado 16 de enero de 2016.
"Apenas tu hija se empiece a mover por sí sola va a comer y a comer y a comer sin proporciones. Se lo comerá todo sin parar, porque jamás sentirá saciedad".
Fue a fines de 1987, cuando su hija Josefina tenía casi 1 año, que Claudia Matthaei escuchó ese pronóstico de un neurólogo. Le costó creerle. Es más, casi se ríe. Porque Josefina –su primogénita– entonces era una guagua que apenas comía, no podía succionar y hasta tuvo que alimentarla con una jeringa. "Con mi marido sospechábamos que algo andaba mal porque jamás tenía hambre, era chiquitita y de muy bajo peso, teníamos que obligarla a comer", recuerda Claudia. De ahí que le sonara paradójico que el doctor le dijera que en el futuro sería una niña voraz. Pero así sucedió: al año y medio, aprendió a arrastrarse sentada por el piso devorando, todo a su paso. "Iba directo a los basureros, que quedaban a su altura. Comía sin filtro todos los desperdicios: pedazos de pan, manzanas mascadas, lo que encontraba en la basura se lo echaba a la boca", cuenta Claudia. Y su conducta insaciable solo fue en aumento. Tanto, que a los 10 años, en lugar de pesar los 35 kilos que en promedio pesan los niños a esa edad, Josefina ya pesaba 50.
UNO EN 15 MIL
Veinte años de ejercicio como gineco-obstetra llevaba el doctor Jaime Prado cuando, un 14 de junio de 2008, le tocó atender a la más importante de sus pacientes: su señora. No era la primera vez. Él mismo ya había recibido a dos de sus cinco hijos mayores.
"Cuando nació Sebastián casi se me cae de las manos. Era como una personita desmayada: su cabeza, brazos y piernas completamente flácidos. Y tampoco lloró", recuerda el doctor.
A los tres días, buscando un diagnóstico para su hijo, el pediatra le envió un paper que se titulaba Síndrome de Prader-Willi (SPW).
–Léelo, le dijo.
En sus años de formación el doctor Prado jamás había escuchado sobre este síndrome. "Pero todo lo que allí aparecía me hizo sentido: que son niños que nacen con una severa hipotonía –flacidez muscular–, que no lloran y tienen problemas para succionar. Más de grandes, decía que tienen limitantes intelectuales y algo que me dejó helado: son capaces de comer hasta morir".
Han pasado siete años desde entonces y hoy el doctor Jaime Prado preside la Asociación Nacional Síndrome Prader-Willi (ANSPW), que reúne a unas 130 familias en todo Chile y cuyo objetivo es detectar y brindar asistencia al mayor número de familias afectadas y difundir acerca de su existencia, pues este síndrome es considerado una enfermedad rara. Su frecuencia es de 1 caso por cada 15 mil o 20 mil nacimientos. "Un ginecólogo atiende unos 3 mil partos durante su vida. Yo ya llevo tres mil partos atendidos y la probabilidad de que vuelva a atender a un niño con Prader-Willi es nula. La paradoja es que justo el que atendí fue mi hijo", dice el doctor.
Claudia Matthaei ha mantenido el peso de su hija a raya, a punta de un gran control sobre su alimentación. "Sé que estaría más feliz y tendría mejor carácter con una bebida y un sándwich. Pero prefiero velar por su salud", explica. Josefina Contreras (29) y su mamá Claudia Matthaei.
EL CROMOSOMA 15
El SPW es originado por una alteración en el cromosoma 15, que se da en ambos sexos y en todas las razas. No es hereditario y existe menos del 1% de riesgo de que se repita un caso en la familia. "Este diagnóstico se sospecha en todo recién nacido hipotónico, que no se puede mover ni alimentar porque no tiene fuerza muscular. También presentan un subdesarrollo genital que generalmente va acompañado de infertilidad", explica la pediatra y genetista de Clínica Las Condes Fanny Cortés, una de las pioneras en el estudio de este síndrome en Chile.
Pero ¿qué significa tener un hijo con síndrome de Prader-Willi? Hay varios pilares. Tienen características físicas particulares: la cara estrecha, ojos almendrados y boca pequeña. También tienen baja estatura y pies y manos más pequeños, debido a un déficit de la hormona del crecimiento. Por otro lado, son niños que tienen limitaciones cognitivas y, a medida que crecen, presentan un retraso en el lenguaje, problemas de aprendizaje y comportamiento, que en ocasiones se expresa en rabietas de muy difícil manejo para los padres.
"Pero de todas, es la hiperfagia –apetito desmedido– lo que más asusta a los padres de estos niños", asevera la doctora Cortés. Y agrega: "Esto se produce por una alteración en el hipotálamo, zona del cerebro que registra las sensaciones de hambre y saciedad. Debido a esto son incapaces de controlar el impulso de comer y jamás sienten saciedad. El panorama empeora porque ellos necesitan menos calorías para funcionar ya que tienen muy poca masa muscular y un metabolismo bajo. No controlar este aspecto termina con personas con obesidad severa y con poca expectativa de vida, que no supera los 35 años, debido a la diabetes, hipertensión e insuficiencias cardiacas y respiratorias por el exceso de peso. De hecho, este síndrome es la principal causa genética de la obesidad mórbida", explica la especialista.
Pero no todos los niños Prader-Willi son iguales. Nacen con diferentes habilidades y unos desarrollarán más los síntomas que otros. Sin embargo, el fantasma de la obesidad los ronda a todos. "Es lo más difícil de controlar", afirma la doctora.
La familia Pavez instaló una chicharra electrónica en el refrigerador que alertaba cada vez que este se abría. "Sonaba tan fuerte que llegábamos a saltar del susto por las noches, cuando Paulina se escabullía a comer", relata Natacha Salazar, la madre.
LA COCINA CON LLAVE
A Claudia Matthaei le dijeron que Josefina no iba a pasar los 30 años. Que probablemente, y tal como otros niños SPW, moriría de algún problema asociado a la obesidad, como la diabetes. "Íbamos a un cumpleaños y comía y comía y hacía pataletas tremendas si no le daba en el gusto con las comidas. Decidimos que lo mejor era mantener la cocina con llave", cuenta Claudia. "Pero Josefina siempre estaba esperando con las antenitas paradas hasta que todos durmiéramos y vagaba por la casa buscando comida. Cuando lograba entrar a la cocina, no era que se robaba un pan, sino un kilo de manjar, tres litros de leche, un pan de molde entero. Era capaz de subir tres kilos en un día. Y no es que después vomite o se enferme de la guata: se pega unos patacones y ni siquiera se siente mal", detalla Claudia, quien después fue mamá de cuatro hijos más.
Para extremar los cuidados, la familia procuró jamás tener comida a la vista. Una regla que también iba para el resto de los hijos, porque, si Josefina veía a uno de sus hermanos comiendo, los acechaba para quitarles la comida. "Una vez se me olvidó cerrar el bar y era tanta su desesperación por comer que se tomó una botella de menta".
Tuvieron que ponerle llave extra a la puerta de entrada de la casa para que no se escapara. "De adolescente, se arrancaba a pedirles comida a los vecinos, les decía que no le dábamos de comer. Tuvimos que hacer lo mismo con la ventana de su pieza, porque se escapaba por el techo", cuenta Claudia.
Josefina tenía 10 años y 20 kilos de sobrepeso. "Nos fuimos a Miami de viaje y le llevamos una silla de ruedas, porque apenas podía caminar", dice Claudia. Fue en ese momento en que todo le hizo clic y la madre se dijo: "Esto no me la va a ganar".
Contactó entonces a una nutricionista, quien estableció una estricta dieta a base de verduras y proteínas que Josefina sigue hasta hoy. En un verano, la niña perdió los 20 kilos y con la vigilancia atenta de Claudia se mantiene en 55 kilos, un peso normal para los 1,60 m que mide hoy, a los 29 años.
Gran parte de este éxito se debe a una extrema medida que tomaron como familia: "Cerrar la cocina era difícil porque la llave pasaba perdida, alguno de mis otros hijos quería entrar y no podía, a alguien se le olvidaba ponerle llave y la Josefina entraba a comer; era terrible. Así que optamos por otra cosa: encerrarla a ella. Suena atroz, pero es lo que nos ha dado resultado y fue muy conversado con ella. Tenía 18 años cuando le construimos una pieza rica en el segundo piso, con ventana abatible que no se abre por dentro y a la puerta le pusimos pestillo que solo se abre por afuera", cuenta Claudia.
Hoy, Josefina sale de su casa todos los días a la Corporación Señales, donde asiste a talleres y donde tiene prohibido comer. Claudia la va a dejar y a buscar para que no se desvíe en algún kiosco en busca de golosinas. Y cuando llega a la casa, a eso de las 4 de la tarde, se va a su pieza si es que Claudia no puede estar con ella. "Es muy pilla e igual se las arregla para escribirles a sus compañeros para que le lleven cosas de comer a clases.
Esto es como un drogadicto, no se puede controlar, entonces es imposible castigarla. A veces, le digo: 'te doy permiso para ir a la fiesta solo si no subes ni un gramo'. Como ella sabe que ha comido demás empieza a hacer ejercicios para cumplir. A ella le gusta confesarse todas las semanas. El padre se ríe, porque su lista de pecados siempre es la misma: comí esto, robé esto otro".
Consciente de que otras madres pueden no entender su decisión, Claudia admite que es esa fórmula la que ha dado resultados. "Aquí no hay un tratamiento igual para todos. Cada familia hace lo que más le acomoda, es puro ensayo y error", dice.
Hasta el momento, Josefina está sana y no tiene ninguna enfermedad asociada a la obesidad. "Hacemos vida normal con ella y le encanta ejercitarse: hace esquí y anda en bicicleta. Y sale harto, pero siempre conmigo. Es cierto que me gustaría que sea más independiente. Ella podría trabajar perfectamente porque es muy capaz, pero nadie me asegura un ambiente protegido. Y su autonomía sería a un costo altísimo: su salud. Yo sé que ella estaría más feliz y tendría mejor carácter con una Coca-Cola de dos litros y un sándwich, porque no tiene buen genio producto de que siempre la estoy restringiendo. Pero prefiero velar por su salud a perderla", dice Claudia. Y reflexiona: "Aunque no me cuestiono mucho el futuro, sé que mi vida entera es con ella a mi lado. Solo pido tener una salud de fierro hasta muy vieja porque ella es mi tarea, de nadie más".
El doctor Jaime Prado es padre de un niño de 7 años que tiene este síndrome. Motivado por ayudarlo a él y a otros niños, hoy dirige la Asociación Nacional Síndrome Prader-Willi que reúne a 130 familias afectadas en Chile.
LA HORMONA DEL CRECIMIENTO
Los niños con Prader-Willi deben recibir desde recién nacidos un tratamiento interdisciplinario, que incluye visitas al kinesiólogo, genetista, sicopedagogo, siquiatra y nutriólogo. Del punto de vista farmacológico, lo único que ha demostrado ser efectivo es la hormona del crecimiento. "Como son niños de estatura baja, esta hormona los ayuda a crecer y a estimular su metabolismo y, por ende, generan masa muscular y se produce una estabilización del peso al cambiar grasa por músculo", explica la doctora Fanny Cortés. Sin embargo, agrega, que aún no existe un fármaco que logre controlar el hambre. "Cuando se descubra, será el tratamiento para todas las causas de obesidad".
El problema con la hormona del crecimiento es que cuesta entre $ 300.000 y $1.000.000 mensuales, dependiendo del peso del paciente: a más peso, más dosis de esta hormona.
Claudia Matthaei no dudó en administrársela a Josefina. Comenzó a los 12 y, por cinco años, siguió inyectándole la hormona hasta que alcanzó su estatura de 1,60 m.
El doctor Jaime Prado le administra la hormona a su hijo Sebastián hace cinco años, con un costo de $ 350.000 mensuales. Hoy es un niño de peso y talla normales, aunque la supervisión con la alimentación sigue siendo lo más clave para evitar la obesidad.
Pero consciente de que es un monto inaccesible para muchas familias, el doctor Prado –en representación de la ANSPW– presentó un petitorio al Ministerio de Salud para que el tratamiento con la hormona del crecimiento en niños con Prader-Willi se integre a la Ley Ricarte Soto. "El tratamiento para un niño con 28 kilos es $ 350.000, pero uno de 60 kilos requerirá el doble de dosis, o sea $ 700.000. Y un adulto sobre los 80 kilos puede sobrepasar el millón de pesos", explica. Y añade: "Si el gobierno importara directamente la hormona y no a través de costosos laboratorios, el tratamiento podría costar un décimo de su precio, es decir, de $ 800.000, solo saldría $ 80.000".
Por eso, el llamado más importante es a la detección temprana de este síndrome. En Chile existen alrededor de 1.200 casos, pero solo 130 detectados; es decir, solo se conoce un 10% de los afectados. "Se cree que hay un alto subdiagnóstico, si consideramos que 1 de cada 20 o 25 mil niños nace con Prader-Willi, en Chile, debieran nacer alrededor de 10 o 12 niños cada año. Por lo tanto, es probable que existan muchos niños que pasen por retardo mental y obesidad", explica la doctora Fanny Cortés.
De detectarse temprano, se pueden instalar pautas de comportamiento alimentario que, además, incluyan actividad física. "Ellos deben saber a qué hora se come, qué se come y cuánto. Y jamás premiar con comida", recomienda Paulina Bravo, pediatra y nutrióloga de Clínica Santa María y del Inta, quien se ha especializado en el tratamiento de este síndrome.
Un caso de detección temprana y acción inmediata por parte de los padres es el caso de Sebastián, el hijo del doctor Prado. Va al mismo colegio que sus hermanos, pero con una tutora que lo acompaña; Sebastián acaba de pasar a primero básico. Aunque no tiene la hiperfagia tan desarrollada, hay que vigilarlo permanentemente. En su casa, la familia del doctor decidió no poner candados ni tampoco esconder la comida, porque eso le generaba más ansiedad. "Todavía no sabe contar bien, pero sabe perfecto qué es una caloría. Él sabe que hay cosas que le hacen bien. No come azúcar, ni leches, ni dulces ni nada que no sea light. Y lo hemos entrenado para que no pueda comer nada sin antes preguntarnos. Hemos programado su cerebro para que funcione así desde muy chico", explica el doctor Prado.
Por otro lado, la dinámica familiar también se adecuó: "todos comemos a una misma hora y todo se sirve en platos porcionados, nada de grandes fuentes. Y Sebastián sabe que los platos son personales, que si se acabó el de él no le puede sacar a nadie".
REFRIGERADOR CON ALARMA
Paulina Pavez tiene 29 años y es la tercera de dos hermanos hombres. Tal como ocurrió con Josefina, desde chica comenzó con un hambre desbordada. Les robaba de las mochilas las colaciones a sus compañeros del jardín. Más grande, en el colegio, pasaba castigada, porque le había sacado el yogurt a un compañero o porque la tildaban de "ladroncita" por sacarle monedas a la profesora para poder comprar en el kiosco. También lo hacía con sus padres, a ellos les sacaba plata para comprarse golosinas. Cada visita al supermercado era y sigue siendo un calvario para ellos, porque Paulina esconde cosas en sus bolsillos y ropa interior. Incluso, una vez la pillaron y quedó detenida hasta que Natacha Salazar, su madre, pudo explicar la situación.
"Cuando me hablaron de la hiperfagia no lo podía creer. Paulina tenía un año. Nuestro error fue no tomar en serio el tema de la alimentación y bajarle el perfil", cuenta Natacha. Tampoco el ambiente ayudaba mucho: Paulina era la nieta más chica y los abuelos llegaban con chocolates y dulces de regalo. "Ahora me doy cuenta del daño que significa hacer cariño con la comida", agrega Natacha, quien hace 16 años fue una de las fundadoras de la ANSPW.
La familia decidió instalar una chicharra electrónica en el refrigerador que alertaba cada vez que este se abría. "Sonaba tan fuerte que llegábamos a saltar del susto por las noches, cuando Paulina se escabullía a comer", relata. Optaron por ponerle llave al refrigerador, pero Paulina se las arreglaba para encontrarla.
Aunque no aprendió a leer ni a escribir, a puras señas, mirando los letreros, Paulina era capaz de trasladarse sola desde la escuela diferencial Juan Sandoval Carrasco en el sector del Parque O'Higgins hasta su casa en La Reina. El problema es que en cada estación compraba en los kioscos y pedía fiado. "Nos enteramos cuando llegaba la gente a decirnos que la Paulina les debe 10 mil o 12 mil pesos", dice su madre.
Todo empeoró cuando comenzó a asistir a un taller laboral. En el recreo se compraba sopaipillas. Al enterarse, Natacha y su marido decidieron retirarla del taller. Pero era tarde: en solo tres meses había subido 20 kilos. "Su autonomía tenía un costo muy elevado. Hablar de autonomía es imposible en una persona con Prader-Willi", sentencia. Paulina estuvo grave por unas apneas producida por fallas en sus pulmones. Y le salió una hernia, que tuvieron que operar con todos los riesgos que una cirugía implica en una persona obesa. Hoy, Natacha adelantó su jubilación como sicóloga para acompañar a su hija a Orcodis, la organización comunal donde Paulina asiste a talleres de pintura, arte con objetos reciclados y clases de folclor. Pero su miedo persiste: Paulina pesa 140 kilos, mide 1,49 m y nuevamente está con una hernia abdominal. "Aunque es una niña feliz y tiene muchos amigos, mi angustia como madre es saber que Paulina tiene este reloj contando en su contra. Es devastador".
Agustín (23) llegó hasta octavo básico porque estaba muy obeso para salir de su casa. Hoy pesa 270 kilos y necesita ser hospitalizado para bajar unos 50 y así ser candidato para una cirugía bariátrica.
270 KILOS
En una casa en la comuna de Talagante vive Agustín Vivallo, un joven de 23 años que no le quita los ojos a la pantalla de su celular. De fondo, se escucha una bachata de moda, su favorita. Está sentado en un sofá de tres cuerpos, el otro lugar, aparte de su cama, donde hace algunos meses pasa sus días, porque apenas se puede levantar para ir al baño desde que sus 270 kilos lo dejaron casi inmóvil. En la cara de su madre, Norma Aravena, una empleada retirada del casino del Complejo Químico Militar del Ejército, en Talagante, se ve aflicción. Sabe que el pronóstico de su hijo es desolador: tiene una resistencia a la insulina no tratada, dos posibles hernias no diagnosticadas y su corazón ya no funciona bien.
A Agustín lo diagnosticaron en el Hospital Militar de Santiago donde nació. Tenía seis meses de edad y la típica hipotonía de los niños SPW. Norma no dimensionó lo que se venía. "Me dijeron Prader-Willi, pero nadie me explicó de qué se trataba ni las consecuencias que esto tendría", dice. Y bastó para que empezara a caminar para que se lo devorara todo. "Me pedía comida y lloraba si no le daba más. A mí me daba pena y le repetía el plato, sin saber el daño que le estaba haciendo".
Agustín solo llegó hasta octavo básico, porque estaba muy obeso para salir de su casa. Desde ese entonces permaneció en la misma casa donde hoy está casi postrado. "Agustín jamás supo lo que era correr o andar en bicicleta. No tiene vida social ni amigos y solo se conecta por redes sociales", dice la madre.
Hoy necesita con urgencia ser hospitalizado para bajar unos 50 kilos. Solo después de ello, podría ser candidato a una cirugía bariátrica; en su caso, la única salida que podría revertir el peor de los desenlaces. "Soy responsable de su vida, de no haber encendido una alarma", dice Norma, quien no se separa de su hijo.
Agustín permanece con la vista pegada al celular. Durante estos días de verano se imagina en la playa, con los pies en el agua, lejos del encierro de su casa. Norma también: "Sueño que juntos vamos a la playa, adonde no ha podido ir hace más de cinco años".
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