Mirar el cielo para trabajar la cestería
Aunque hace más de 150 años las familias cesteras de Ilque y Huelmo, en la Región de Los Lagos, ya tejían el junquillo, por razones económicas las artesanas y artesanos se alejaron del oficio durante décadas. Fundación Artesanías de Chile llegó a la zona en 2005 y reactivó un trabajo dormido que hoy la agrupación Entre Junquillo y Manila se encarga de poner en valor.
Antiguamente, en la localidad de Ilque, el mejor aliado de los artesanos que trabajaban la cestería en junquillo era el cielo. La noche antes de un día de cosecha, había que salir a mirarlo. Si la noche estaba despejada y con manchones rojos, significaba que venía buen tiempo y había que preparar la recolección. En cambio, si estaba nublado, o más oscuro de lo normal, venía la lluvia y había que postergar la cosecha.
Durante los meses de verano, cuando se recolecta el junquillo para tejer todo el año, se necesitan al menos quince días sin lluvia para serenar –dejar expuestas las varas de junquillo al sol, luego de ser tostadas en cenizas–, para darle al vegetal ese color blanco característico que diferencia la cestería de esta zona de otras que también trabajan el junquillo. Pese a los avances meteorológicos que permiten saber más o menos cómo estará el tiempo, hasta el día de hoy en esa localidad las artesanas se guían por el cielo para organizar la recolección. “Mi abuela sale a mirar y dice si va a estar bueno o si va a llover. Si dice que va a estar con sol, hay que prepararse para salir”, cuenta Vanesa Oyarzo, quinta generación tejedora de su familia y tesorera de la agrupación Entre Junquillo y Manila.
La manila, en cambio, crece en los campos familiares y se puede cosechar durante todo el año. Pese a eso, la forma de trabajar ambas fibras es casi la misma. “Mis abuelas tejían junquillo. Mi madre, Julia Chávez, comenzó con la manila, porque mi papá sufre de asma y con el proceso del junquillo estaba expuesto a ceniza, por eso empezaron a ver si la manila funcionaba y dio resultado”, relata Marisol Mancilla, presidenta de la agrupación y cuarta generación artesana de su familia.
La abuela de Julia Chávez, hace más de un siglo ya hacía los tradicionales canastos y pisos redondos de la zona: los llevaban en bote a Puerto Montt, donde los vendían o cambiaban por comida y otros bienes. En los años 70, abrieron el camino y la Cooperativa Sol de Chile pudo llegar a Ilque y a Huelmo. “Esa fue la época de gloria, porque todo lo que hacían los artesanos, la cooperativa se los compraba”, explica la antropóloga y entonces facilitadora del programa de formación Proartesano para la Región de Los Lagos, Carola Oliva, hoy subdirectora de la Sede Sur Austral de la fundación. Tras el Golpe de Estado, la cooperativa cerró y las piezas de junquillo perdieron valor. En la década del 80, las salmoneras llegaron a la zona y la mayoría de las familias vieron en ellas una fuente de ingreso estable, abandonando la cestería tradicional.
Julia Chávez y su hija Elizabeth Mancilla son parte de una de las familias más antiguas de la zona. También fueron las primeras en trabajar con manila.
Por muchos años, en Ilque se dejó de mirar al cielo para preparar la cosecha de junquillo. A diferencia de Marisol, quien aprendió a tejer a los cinco años mirando a su mamá y a sus abuelas, Vanesa no aprendió de niña. “Acá mi abuela y mi mamita sabían tejer, pero cuando yo era chica mi mamá no tejía y mi papá trabajaba en las salmoneras”. En 2005, cuando Fundación Artesanías de Chile llegó a hacer un catastro a la zona, solo dos familias seguían trabajando el junquillo. “Se empezó a comprar de nuevo y ahí varios artesanos retomaron. Dejaron el trabajo en las salmoneras y volvieron a la cestería”, cuenta Carola Oliva.
Siete años después, empezaron las capacitaciones enfocadas en promover la asociatividad entre los artesanos y en ayudarlos a valorar su trabajo. Vanesa, contadora de profesión, se unió para apoyar con las cuentas y boletas de las ferias, pero en el camino las artesanas la motivaron a aprender el oficio tradicional de la zona. Así, mientras las otras tejedoras aprendían de costos, a calcular precios, sacar el IVA, valorar el relato detrás de sus piezas y tratar con clientes, su mamá, Nuvia Velázquez, y su abuela Orfelina Díaz, le enseñaban a tejer el junquillo. En unos meses, Vanesa se transformó en la más joven de la agrupación, la cual se formó al finalizar el primer año de las capacitaciones.
Las once familias que son parte desde el inicio, decidieron entonces unificar los precios. “Nosotros hicimos una lista con la que estuvimos todos de acuerdo. Como trabajamos dos fibras distintas dentro de la agrupación, tomamos la decisión de dejarlas al mismo precio, para que no seamos competencia entre nosotros mismos”, explica Vanesa.
Hoy, Marisol es la encargada de distribuir el trabajo. Avisa a la agrupación por medio de un WhatsApp cuando llega un encargo y las artesanas se anotan. “Después los voy a buscar, hago los envíos y entrego los dineros. Yo veo a la gente que trabaja con manila y Vanesa a los que trabajan con junquillo”, cuenta. Así, cada una asumió un rol que busca proteger el trabajo que hace la agrupación para conservar el oficio cestero, que se realiza desde tiempos inmemoriales en la zona y que en ningún otro lugar del mundo se hace como lo hacen los artesanos de Ilque y Huelmo.
*Este testimonio es parte del libro Proartesano 2021. Semillas de Cambio, editado por Fundación Artesanías de Chile y publicado en exclusiva para Paula.cl.
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