No soy mamá, pero durante mucho tiempo mi sueño fue quedar embarazada. Lo estuve, pero finalmente no resultó, y si me hacen elegir, ahora prefiero no tener hijos. No escupo al cielo, pero actualmente priorizo la vida que tengo y si me arrepiento más adelante, tendré que arrepentirme no más. Esto no quiere decir que no me gusten los niños, por el contrario, tengo a mis sobrinas que han provocado en mí un amor y devoción que jamás esperé sentir y no tengo la necesidad ni las ganas de algo más.

Antes de mis tres sobrinas perfectas tuve a mi hermana, 18 años menor que yo. Amo profundamente a mis cuatro hermanos, pero pasa algo diferente cuando es tanta la diferencia de edad. Es la menor de cinco y ha sido con ella con quien he visto cómo poco a poco los niños y niñas se van transformando en personas adultas y empiezan a tener su vida propia, tan propia que uno ya no ocupa el lugar que tuvo alguna vez. Y ahí surge la nostalgia más terrible.

A sus 20 años ya es medianamente independiente. Al ser la mayor, a mí me controlaban muchísimo más, ella tiene más libertades y lo aprovecha. Llena de amigas y amigos, con inquietudes, inteligente y muy perfeccionista en todo aspecto (lo que también le genera una baja tolerancia a la frustración), en su enorme sociabilidad busca disfrutar hacia afuera, cosa que se exacerbó en pandemia, provocando una ansiedad desbordante a esa generación que debería estar descubriendo el mundo en vez de abstraerse en el teléfono. Pero a veces pienso que quizás ese ha sido el instrumento a través del cual han podido salir.

Muchas veces me duele darme cuenta de que la que fue mi guagua ya no me ve como lo hacía antes, pero lo entiendo y no me quiero desubicar, así que trato de no insistir cuando quiero pasar más rato con ella.

Me da miedo que se equivoque, aunque sé que tiene que hacerlo. Me da terror que le pase algo, pero trato de soltarla. No quiero que caiga en la abrumadora conexión desconectada de hoy, pero no es mucho lo que puedo hacer al respecto. Me he dado cuenta que, en lo que la incumbe a ella, puedo ser bastante más aprensiva que mi mamá y mi papá.

La admiro en cientos de aspectos, me enorgullece ver la persona en que se ha transformado y en mi papel de cuidadora lejana me cuesta aceptar que quizás ya no me necesita tanto, porque me gustaría que lo hiciera un poco más. También me pasa que se me olvida lo menor que es y que no tiene por qué tener claridad en determinados ítems. De hecho, de las cosas que me gustan de ella es que se cuestione.

Insisto, no quiero que se equivoque y lo pase mal. Yo fui bien lesa en mis veintes y no entiendo a la gente que dice: “no me arrepiento de nada”, porque yo me arrepiento de un montón de cosas; seguramente esa es la razón por la que me cuesta tanto no ‘sobre aconsejar’, además del recuerdo de tenerla en brazos, haberla visto aprender a caminar, su presentación disfrazada de estrella en el jardín infantil, siendo Fraulein María en una obra del colegio, sus frenillos púber, sus primeros pololos, cuando se emocionaba si la invitaba a un restorán, su graduación del colegio y cuando me llamaba a mí después de haber peleado con mis papás.

No me dejo de impactar cuando se sienta al lado mío, prende un cigarro y se toma un Aperol. ¿Cómo puede haber sido tan rápido? ¿Cómo en mi cabeza todavía tiene chapes y una chasquilla tipo Juana de Arco que hacía que se viera deliciosa con esos ojos gigantes que a veces son verdes y otras son grises? ¿Cómo puede ser posible que haya veces en las que ella sea la persona que pueda resolver mis dudas? Qué rabia cuando los clichés se hacen reales, porque efectivamente 20 años no es nada.