Patronato en primera persona
La periodista Lorena Penjean es de La Chimba, nacida y criada en esa zona, donde todavía vive. Para retratar la riqueza multicultural de Patronato –barrio en el que históricamente se han instalado y mezclado árabes y coreanos, y más recientemente, peruanos, colombianos y dominicanos– salió a hacer este peculiar recorrido en el que aprovechó de buscar algo que la ha obsesionado últimamente: dar con los famosos jeans colombianos que levantan el poto. Y esto es lo que encontró.
Paula 1207. Sábado 27 de agosto de 2016.
Voy a Patronato porque quiero unos jeans colombianos. Así, unos jeans que me hagan conseguir lo que la naturaleza me privó mezquinamente: un poto decente. En esos pantalones de mezclilla deposito mi secreta esperanza de sentirme mejor persona.
Soy de La Chimba, nacida y criada en esta zona de Santiago Norte que se fundó detrás del río Mapocho y que alojó el cementerio, el siquiátrico, La Vega y recibió a los inmigrantes. Un lugar que, supuestamente, se caracterizaba por el relajo de las costumbres y que al final del día, nunca fue un barrio pituco o algo parecido. Vivo a tres cuadras de Patronato y al lado de Bellavista y cuando no tengo almuerzo en la casa voy a La Vega Chica; cuando tengo sed voy por una cerveza a Pío Nono y cuando necesito calcetines voy a Patronato.
Y necesito unos jeans colombianos. Me gustaría verme aunque sea un poquito parecida a las mujeres de ese país que, poco a poco, llegaron a mi barrio después de los árabes, coreanos y peruanos, casi al mismo tiempo que llegaron los dominicanos y haitianos. Todos ellos son mis vecinos en una zona multicultural auténtica y desprovista de todo asomo de onda. Vecinos que han traído su música, su religiosidad, su comida y grandes inventos como los jeans colombianos.
Vientre y guata
Mal negocio querer ser flaca y hermosa y solo pensar en comida. Voy por un shawarma. Ahí, en Santa Filomena frente al mall Coreano. Mientras la salsa árabe de yogurt cae entre mis dedos, repaso todas las alegrías que la comida árabe me ha dado. En la esquina de mi casa está el clásico restorán Omar Khayamm, pero siempre me pareció caro, entonces, cuando llegó la Yamile y se puso al frente, mi felicidad de gorda lechona alcanzó uno de sus peaks. El Amer, que me conoce de chica, siempre me hace porciones generosas y cuando tengo invitados me prepara los platos y me espera para cerrar el negocio cuando voy tarde. Gracias a mis vecinos árabes conocí el café turco y esa música tan bacán que tienen. Antes ponían videos de mujeres haciendo la danza del vientre y yo me quedaba hipnotizada mirándolas, pensando en la diferencia entre un vientre y una guata. Por ejemplo, la Shakira tiene vientre y es famosa por moverlo. En cambio, yo tengo una guata que no podría mover nunca. Y así, en este desvarío profundo, mientras mi shawarma desaparece, pienso que tal vez un té chino me ayude a perder las calorías que acabo de ganar.
Camino por Antonia López de Bello y entro al Assimarket. Leo: "Té coreano para adelgazar". Se llama Faywai y, además de té verde y plantas adelgazantes, también tiene "ingredientes acondicionadores para mejorar el nivel metabólico desde las partes de la cintura, abdomen, las nalgas, las piernas, previene el rebote y la regeneración de grasas". Pienso: "Matanga, es justo lo que necesito: ese té y tres máscaras de belleza de 600 pesos cada una". Elijo las máscaras de granada, aloe vera y perlas. No sé bien qué significa perlas –no entiendo las instrucciones en coreano–, pero se ve bonita y me hace ilusión ponerme una máscara milagrosa. Miro la mona que sale en el dibujo a la vez que me digo que ponerse una máscara de belleza no tiene ninguna ciencia. O sea, francamente. Llevo una hora, un shawarma, tres máscaras faciales, un té verde y de mis jeans colombianos, nada.
"Entro a AssiMarket. Hay máscaras de belleza a 600 pesos. Elijo la de granada, aloe vera y perlas. No sé bien qué significa perlas (no entiendo las instrucciones en coreano), pero se ve bonita. Además, ponerse una máscara de belleza no tiene ninguna ciencia. Osea, francamente..
Akram y los dulces árabes
¿Y si me tomo un café? Al barrio llegó una nueva vecina vietnamita que con puro reciclaje armó un restaurante tan, pero tan bonito. Se llama Rico Saigón y está en la esquina de Loreto con Santa Filomena. La terraza tiene muebles de palet y cuelgan lucecitas en medio de un jardín indómito. Hay plantas en un mueble y un gato chino de la suerte que mueve la mano. Mi nueva vecina se llama May y su emprendimiento es, en rigor, un spa & café donde ella misma hace masajes suizos y prepara la comida. Le pido un café (café, leche de coco y leche condensada) y pienso en preguntarle cómo es su país, por qué lo dejó, por qué se vino a Patronato, que es casi una nación misma dentro de Santiago. Pero no me sale. Me voy con la promesa de regresar a comer y probar pho (tallarines vietnamitas), com tam (arroz con cerdo o camarones y vegetales) o banh mi (un pancito con algo). Casi me atrevo con un masaje, pero mi presupuesto me indica que si sigo así (shawarma, café vietnamita, máscaras faciales chinas y té coreano) tendré que despedirme de mis jeans colombianos. Y no señor. Eso no.
Akram, que tiene una panadería y vende dulces árabes, llegó hace tres años a Chile y puso su negocio en Patronato. Pero se encontró con tantos palestinos que durante un año no dijo una palabra en español.
Justo al frente de la May está el salón de belleza Carolina, lugar donde mi hermana me contó que trabaja una musulmana que hace las cejas con hilo. Subo hasta el segundo piso y le pido que me atienda, pese a que no he tomado hora. Me dice que sí y mi corazón en busca de jeans colombianos se siente mejor persona. La vecina se llama Majida y es una refugiada palestina que llegó a Chile huyendo de la guerra. Vivía en Irak, tiene dos hijos y sus hilos en mi frente se revelan como un gran descubrimiento secreto. Le pregunto cómo es su país. Me dice que es lindo, pero que la guerra es fea. Me pregunta cómo quiero las cejas. "Gruesas", respondo y me felicita, a la vez que mi cara se desfigura por ese pequeño gran dolor de la depilación. Pero me aguanto y ella me consuela con sus manos fuertes, pero cariñosas.
Con la frente roja camino por Santa Filomena y era que no, me pongo a conversar con Akram, que casualmente tiene una panadería y que, otra casualidad, vende dulces árabes. Baklava se llama el pastel que pido y que tiene mucha azúcar y grasas saturadas y todas las alarmas de algo exquisito. Y claro, me asusta, pero me gusta y ahí en la calle afuera del local de mi vecino me zampo el dulce árabe. Akram llegó hace tres años a Chile y nunca supo cómo era vivir sin guerra. Y llegó sin saber nada de español. Y puso su negocio. Y se encontró con tantos palestinos que durante un año no dijo una palabra en español. Hoy, habla chileno y comenta los vaivenes de la competencia económica. A saber: a la vuelta de la esquina hay una panadería que vende el pan a 1.500 pesos y no a 1.200 como él y, si bien es bueno ganar plata, sostiene, no hay que abusar. Yo le hallo toda la razón y agrego un elemento de análisis: la felicidad de los clientes, en este caso, yo.
Al fin encuentro los jeans colombianos. Llevo años esperando un milagro de esta naturaleza. Me los pruebo. Son elasticados y tienen el tiro más corto y efectivamente levantan el poto. Me siento la Sofía Vergara. Diosito bendiga a estas hermanas que nos trajeron la alegría de un trasero más formadito.
La protagonista lo ama en secreto
Ya llevo varias horas y sigo en mi noble cruzada de amor por unos jeans colombianos. Paso por fuera de la Clínica Siria. Cuando era chica, a veces me traían al que llamábamos El Sirio, un centro médico sin fines de lucro, creado por la Sociedad de Beneficencia de la Juventud Homsiense Siria hace más de cien años. Mi abuelita Úrsula me contaba que los inmigrantes quisieron agradecer el haber encontrado un lugar donde vivir y crearon este centro médico como una forma de retribuir. Ahí atendía el doctor Rodríguez, que era el que le gustaba a mi abuelita. Nunca entendí por qué se llamaban juventudes homsienses. Mi abuelita me respondía que era porque efectivamente eran jóvenes y venían de un lugar llamado Homs. Nunca me supo aclarar si meditaban, que era un pensamiento tan recurrente como libre que tenía yo.
Al paso me compro unos puchos. Un vecino peruano me los vende. Acá en Patronato los peruanos están en todos lados, pero mayoritariamente en trabajos asociados a los talleres textiles. Cerca de mi casa hay una cuadra en la que por las noches los vecinos peruanos salen a la calle y venden pollo frito y papas en carros de supermercado y mini restoranes improvisados. A mí me gusta mucho su pollito y todo lo que cocinan, pero a otros vecinos no tanto y reclaman cantidad. Cerca de Recoleta hay una peluquería que es atendida por sus dueñas peruanas que tapizaron las paredes y sofás con estampados de leopardos y tigres; si hasta el reloj tiene esos estampados.
Hace poco llevé a mis hijos a cortarse el pelo y, mientras los atendían, yo jugué con la hija de la peluquera y compré unas papas fritas. Porque en la peluquería también venden dulces y bebidas. Y dan una teleserie venezolana que nunca había visto, pero que parece está muy buena porque el protagonista es muy lindo y no sabe que la protagonista, que es muy linda también, lo sigue amando en secreto.
El Queti
No sé cómo, pero estoy frente a la pastelería coreana más famosa de Patronato, se llama Había una vez y venden una torta de camote para llorar de felicidad. Le compro un trozo a mis hijos y una peruana triste me lo entrega. Lleva tres meses y extraña su país. No sale ni conoce a más gente que la de la panadería. Intento darle ánimo y me despido con mi pastel de camote. Tengo que seguir. Así como voy nunca encontraré mis jeans colombianos o lo que es peor, cuando los encuentre no voy a entrar en ellos. Por eso sigo de largo cuando paso por fuera del Chicken Story y mi alarma de pollito frito con salsa picante se activa.
Por Patronato hay un callejón que cruza hasta Manzano y que se llama Asunción. Ahí hay dos vecinas centroamericanas que hacen las uñas express, así en la calle, con una mesita y sillas. Me atiende una colombiana que luce una parka The North Face negra, camiseta blanca, gargantilla dorada, aros dorados y jeans (¿serán colombianos? ¿Ser usados por una colombiana los hacen inmediatamente colombianos?). Sus uñas son largas y tienen diseños así como flores. Mientras trabaja, ella y su compañera cantan reguetón. No sé cómo llegamos a hablar de las chilenas. La dominicana me dice que efectivamente somos más recatadas, que no somos atrevidas, pero que hay un dicho de fama mundial: "las calladitas son las peores". La colombiana agrega que en vez de sentirnos celosas de ellas deberíamos aprender y tratar de mejorar. Yo le encuentro toda la razón, por eso ando buscando jeans colombianos. Pago los tres mil pesos y me voy preocupada de que el esmalte no se corra, pero se corre. Un vecino se acerca a ellas.
–¿Dónde van después del trabajo?– le pregunta el vecino.
–Donde El Queti– responde la colombiana.
–¿Cuál Queti?
–El Quetimporta.
Me alejo muerta de la risa.
Buongiorno, amore mío
Después de un shawarma, tres máscaras faciales chinas, un té coreano para adelgazar, un café vietnamita, cejas de la musulmana, pasteles árabes, un pastel coreano y muchos pensamientos intrascendentes, llego a los jeans colombianos de mis sueños y los miro embobada, como si estuviese frente al Santo Grial, que tampoco nunca supe bien qué es, pero que suena así como Juventud Homsiense y que en mi cabecita tiene forma de colombianos.
¿Cuál es el secreto? ¿De verdad levantan el poto? Años esperando un milagro de esta naturaleza. Pido que me muestren unos sin diseño, sin tachas ni bordados, sin hoyos ni nada. Así simples, ojalá negros. Qué puedo decir: soy una chilena fome promedio.
Me los pruebo. Son elasticados y tienen el tiro más corto. Se sienten raros pero sí, es verdad, levantan los cachetes. Diosito bendiga a estas hermanas que nos trajeron la alegría de un trasero más formadito. "Más sensual, así mami", como dicen ellas. Me siento la Sofía Vergara. Me miro en el espejo, me paso las manos por las caderas. Cuarenta lucas. Hora de bajarse del pony y pagar. Fin de mi travesía. Ya tengo mis jeans colombianos, cejas y manos nuevas, té coreano, máscaras faciales chinas, pasteles coreanos y árabes, té rojo y hasta unas costillas que compré en la carnicería coreana de la calle Río de Janeiro.
Solo me queda agregar que yo, humildemente, también hice mi aporte a la diversidad cultural del barrio. Me traje un italiano que mueve las manos y putea herejías irreproducibles cuando los conductores no señalizan y se cambian de pista y, aún más, cuando él señaliza y nadie lo deja pasar. No entiende por qué manejamos como lo hacemos ni tampoco que los desayunos sean salados (y no dulces) y que los pescados y mariscos se mezclen con queso o leche. Es un estupendo romano que bordea 1.90, tiene ojos azules y cocina pasta con sus propias manitos, dejando impregnada toda la cuadra con sus ravioles con ragú, sus espaguetis con carbonara y su lasaña con boloñesa. Los vecinos lo conocen como "el italiano", ese que todos los días saluda a esta chilena chimbana de jeans colombianos con un "buongiorno, amore mío".
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