Residencia o no residencia: Cómo afrontar esta conversación
Si alguna vez nos hemos tenido que enfrentar a la conversación de trasladar o no a un familiar mayor a una residencia, sabemos que en la decisión hay miles de choques: ¿Querrá esa persona que quiero, dejar su casa? ¿Será lo mejor para ella, para él, o para mí? ¿Se irá a adaptar bien a su edad? ¿Qué pasa si no?
Si no nos hemos visto en la necesidad siquiera de plantearnos la posibilidad de trasladar o no a un familiar mayor a una residencia, vale la pena hacer una reflexión previa. Y es que hoy, la caracterización de los cuidados de las personas mayores sientan base en respetar su autonomía en todo momento, distinto a como era antes, cuando este derecho de las personas mayores era quebrantados en varios aspectos por un “estereotipo de la sociedad que se produce por el miedo a la muerte y la creencia de que la productividad solo se mide en medios económicos”, provocando que la institucionalización de la persona no fuese ni siquiera una conversación, sino más bien un deseo, como explica el documento de la CEPAL “Envejecimiento, Personas Mayores y Agenda 2030″.
Pilar Castro (94) por ejemplo, se reconoce como una amante de la independencia. “A mis 94 puedo decir que lo que más me caracteriza es mi amor por la libertad. Hace unos años siento que lo pude vivir en su máxima expresión: quedé viuda hace mucho tiempo, ya no habían nietos que vivieran conmigo, y sencillamente vivía de salir y hacer lo que quería en la casa donde viví durante 44 años”, cuenta. “Era francamente feliz. Tanto así, que decidí que ese era el lugar en donde quería morir. Pero llegó el accidente y cambió mis planes de la noche a la mañana”.
En la pandemia, Pilar se tropezó y se quebró la cadera mientras hacía cuarentena en Linares. Después de la operación tuvo que aprender a caminar de nuevo en kinesiología, empezó a usar bastón y ya no podía llevar en las manos ni siquiera la bandeja del desayuno. Sus tres hijas y dos hijos comenzaron a turnarse para cuidarla durante los fines de semana. Pilar de a poco fue empezando a recibirlos con preocupación: no quería ser una carga.
“Mi mamá me dijo que ya no quería que me viniera a dormir más, que yo tenía un marido, una casa que cuidar, así como a la antigua”, dice Beatriz Correa (57), una de sus hijas. “Yo le conté lo preocupados que estábamos por ella. Habíamos tenido cuidadoras pero no habían resultado porque ella se sentía vigilada, anulada, y claro, todo eso es parte del subconsciente, pero se notaba que no estaba a gusto. Por otro lado, nosotros no queríamos tomar el riesgo de que se volviera a caer, tampoco podíamos dejar de ir a verla porque no había plata para una cuidadora de fin de semana. Habíamos entrado en el gran dilema”.
La noche de la conversación
Casi siete años antes, Verónica Serrano (91), hermana de Pilar por parte el lado materno, estaba en la casa que había comprado después de vivir más de 20 años en el extranjero, y en 13 casas distintas. Una tarde la llamó una amiga y le pidió que la acompañara a ver una residencia porque necesitaba trasladarse. El primer recorrido no funcionó, ninguna residencia le gustó, pero pasó un tiempo y su amiga la volvió a llamar: había escuchado de un lugar que le había gustado porque al parecer ella podía mantener su independencia.
“A pesar de que en ese momento nunca me había planteado la posibilidad de venir a vivir a una residencia, algo me dijo que quizás podía inscribirme en la lista de espera, por si acaso”, cuenta Verónica. “Después de un tiempo me llamaron para avisarme que había corrido la lista. Durante tres meses me planteé no contarle a ninguna de mis hijas lo que había hecho, por si me arrepentía. Y al mes de probar vivir acá, yo ya sabía que este era el lugar para mí”.
Aquí está la primera clave que puede influir en la decisión. Doris García, kinesiología y especialista técnica de cuidados en una de las instituciones más extensas del país, explica que “una persona mayor no puede ser obligada a venirse a vivir a una residencia, pero eso no significa que en su interior esa sea la decisión que quiere. La diferencia que hemos podido identificar con los años de trabajo, está en que ésta sea una decisión conversada previamente con toda la información en las manos, y no a último minuto”.
“Yo no estoy muy dispuesta a irme a ninguna residencia distinta a la que está la Verónica”, le dijo Pilar Castro a su hija. Beatriz miró a su mamá, sabía que era un lugar caro, pero igual sacó la calculadora. “Empezamos a sacar las cuentas juntas: pudimos ver cuánto gasto significaría que nosotros cumpliéramos su deseo de no venir los fines de semana, sumado a alguien que pudiese mantener la casa o hacer las compras, y todo significaba un esfuerzo. Profundizamos tanto, que incluso llegamos a la conclusión de que vender la casa podría ser una buena idea. Y así, con toda la información en las manos, mi mamá se convenció de que al menos, tenía que tratar”.
Lo que vino después fue bueno: Pilar se instaló en la misma residencia de su hermana, se llevó sus adornos, sus fotos, su ropa, y agradeció no tener que cumplir con ningún horario impuesto más que el de la hora del almuerzo, el poder elegir que tenida usar cada día, el tener espacio para arreglarse o bajar a jugar cartas sólo si quería, y si no, no era un problema. “El traslado de una persona mayor es estresante, sí, pero lo que hemos podido identificar, es que no es eso lo que hace que la persona se deteriore, sino que es el periodo de adaptación”, explica Doris García. “Por eso la diferencia la marca el hecho de que una residencia tenga un enfoque de atención centrada en la persona, donde pueda recibir a quien quiera, a la hora que quiera, decorar su pieza, tomar sus decisiones. Ese estándar de institución con paredes blancas tiene que quedar en el pasado”.
Lo que pasa cuando la decisión se toma al límite del cansancio
Beatriz Urrutia, gerontóloga, trabajadora social de la Universidad Católica, cuenta que a pesar de lo positivo, también hay que considerar que “en las residencias hay un desarraigo de lo que fue tu historia hacia atrás. Tienes que despedirte de tu casa, de tus recuerdos ahí y de tus redes”.
Eso es exactamente lo que Virginia Ruiz (63) quiere evitar para su marido, Julián (78), que fue diagnosticado con Alzheimer hace tres años. El deterioro no ha sido tan rápido, pero sí ha transformado la vida de Virginia en la de una cuidadora. Y sin muchas redes. “El agotamiento de cuidar ha cambiado hasta el más mínimo aspecto de mi vida. Tener que levantarlo de la cama, servir su comida, inventar actividades para que salga a tomar aire, son parte de las cosas que no puedo dejar de hacer porque la enfermedad le ha quitado la iniciativa. Soy yo a la única que tiene, pero en la labor doméstica y de cuidados diaria, siento que ya no puedo darle lo que probablemente más necesita de mi en este momento: el cuidado emocional”.
La especialista asegura que este síntoma en Virginia es muy común en las cuidadoras: “Son tantas tareas, que las personas que cuidan se desconectan de sus propias necesidades emocionales y se desconectan también de las necesidades emocionales de la persona cuidada, porque están sobrepasadas, por mucho que se ame a la persona”, explica Beatriz.
“Yo me veo incapaz de responderle a Julián con amor, de preguntarle qué siente o qué quiere, y me da una pena terrible. No es que yo quiera que nuestro matrimonio termine con esta desconexión y desearía tener ayuda, pero a la vez me siento atrapada, porque sé de su boca que él no quiere dejar nuestra casa, que él quiere estar aquí, conmigo”, continúa Virginia.
La culpa al abandono que sienten las o los cuidadores es determinante en la decisión de trasladar a la residencia, porque según explica Beatriz Urrutia, “lo más común es que la cuidadora quiera mantener a quien cuida en la casa, y aguanta tanto, que la decisión de trasladarle a otro lugar para que ambos estén mejor se da en un momento donde la cosa ya no da para más, y el colapso es tal, que ni siquiera hay tiempo de conversar lo que quiere la persona mayor, solo se toma la decisión”.
“Residencia no es sinónimo de abandono, si el abandono ocurre, es antes”, dice Beatriz Urrutia.
Por eso, explorar las opciones es tan importante, pero ambas especialistas aseguran que lo es más aún la capacidad de ser flexible. “La idea es convencer y no vencer, y en eso, la rigidez es la mayor enemiga del consentimiento informado y la voluntad de hacer un cambio de vida para la persona mayor”, dice Doris García.
A nivel internacional se ha puesto de moda el término “aging in place”, que refiere al “envejecer en casa”. Lo interesante es que el término se ha desagregado en muchas posibilidades, porque recoge la posibilidad de que cuidar en casa sea literalmente imposible. Envejecer en casa también puede significar trasladarse a un lugar de cuidados que quede en el mismo barrio, que le permita a la persona frecuentar los lugares donde ha sido feliz y hecho su vida, que encuentre de forma fácil a sus amigos y familia y, sobre todo, que pueda reconocer como un cambio que no se traduzca en un abandono. “Residencia no es sinónimo de abandono, si el abandono ocurre, es antes”, dice Beatriz Urrutia.
Pilar Castro, la mamá de Beatriz Correa, recuerda con emoción y nostalgia su casa hasta hoy. Cuenta que cada vez que la va a ver piensa en qué pasaría si pudiese quedarse, a lo que Beatriz le trata de recordar, de hecho, su independencia. “¿Qué sentido tiene todo el esfuerzo que todos hemos hecho si ella no lo va a disfrutar? Ninguno. Por mínimos detalles que sean, siempre quiero que ella sienta que lo que quiere es lo que más vale y en eso, la posibilidad de retroceder y ser flexible, por más difícil que sea, tiene que existir.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.