Vivir y morir en toque de queda

Desde Concepción, el periodista Roberto Farías cuenta cómo viven los penquistas que están encerrados en sus casas hace casi una semana por el toque de queda.




Son ya la seis de la tarde y las calles quedan desocupadas. La poca gente corre a sus casas. Patrullas militares se ponen en algunas esquinas cruciales y bajan de camiones medio al trote y todo el mundo cierra las puertas y si te he visto, no me acuerdo.

Concepción además de una ciudad terremoteada y saqueada, se convierte en una ciudad deshabitada. Una ciudad fantasma. Algunos barrios más apaleados, como calle Angol, parecen una salitrera. La gente que habitaba esas casas y oficinas no ha vuelto, así que penan ánimas.

El paseo Barros, el paseo Ahumada local, vacío. La avenida O'higgins, el barrio universitario. Vacíos. El centro, la plaza de armas. Los barrios emblemáticos, vacíos. Hoy es viernes y el Barrio Estación –el Bellavista de Concepción- vacío como si fuera el peor y más triste domingo del año. Los Carrera, una avenida taquilla, c´est mort. San Pedro de La Paz, Lomas Coloradas, Hualpén, Chiguayante, c'est mort.

Sólo faltan esas bolas de arbustos secos rodando por el suelo. Porque viento hay. Entonces uno, que anda con salvoconducto, porque es periodista y puede pasar a través de las patrullas militares, etc, etc, piensa ¿Qué hará la gente en 18 horas de toque de queda, durante una agobiante semana? Y me voy fijando.

Veo los naipes sobre la mesa del conserje en el edificio de Barros Arana 1375, muy cerca del centro. Un edificio medianamente moderno que resultó sin daños mayores. Veinte departamentos de un total de cuarenta están ocupados. El resto de los habitantes se fue a pasar el mal rato a casas de amigos o quien sea, lejos de Conce.

La gente deambula por los pasillos como almas en pena. Especialmente mujeres. Catalina Garcés está desesperada. Debe tener 24 años. No sabe qué hacer. Ha visto tantas horas de tele (desde que llegó la luz el miércoles) que ya no soporta más. En las seis horas de libertad que tienen los habitantes de Concepción ella sale a la calle a tomar a aire, a llenar sus pulmones.

Su familia se las ingenia para ir a buscar agua en auto a un barrio donde ya les llegó. Así que se ahorra andar arrastrando bidones, como hace la mayoría, desde el mediodía hasta las seis. -Estoy chata chata, chata. No doy más. Es como estar en una cárcel. Más encima con todo lo que vivimos en el terremoto, el maremoto, las réplicas y ahora estar encerrada a partir de las 6 de a tarde es para volverse loca. La gente anda hipersensible.

Para entretenerse, al principio los vecinos se organizaron. Se daban tareas. El encargado del agua. El aseo. La encargada de la luz. Pero ahora ya la cosa genera divergencias. En su edificio había un conserje; como no llegó, un vecino se las arrogó de Comandante en Jefe de los vecinos. Claudio Garoch que debe tener unos 60 años. Retirado del servicio público hace un tiempo, no intimida ni a una mosca. Pero es confusión mía. -Es que alguien tenía que hacerse cargo pues oiga, si el desorden era mucho -me dice -¡hizo falta un Pinochet en este despelote! ¡Lo habría solucionado de inmediato! -¿Con muertos y balas? -Y qué más quiere…

Limando nuestras diferencias, me empieza a contar que el primer día de los saqueos ordenó a sus vecinos sacar los cuchillos carniceros y las escobas.

-Con huincha de embalaje le puse un cuchillo en la punta a cada escoba (haciendo una lanza) y les dije a los vecinos: tenemos que defender nuestras cosas. Nuestras casas.

En todo Concepción ninguna casa ha sido saqueada en ningún barrio. Sólo la sicosis colectiva los llevó a pensar que las "hordas de maleantes con antorchas y machetes" -como dijo el periodista Santiago Pavlovic en 24 horas-, pasarían de los supermercados a las casas y los barrios "más acomodados".

Dos días después ya las lanzas eran innecesarias. Así que ahora Garoch se entretiene controlando a los vecinos. Catalina intentó salir en la tarde, alrededor de las 8, después del toque, sólo para ir por ahí cerca a ver a una amiga caminando cautelosamente por la vereda. -Es que no puedes salir.

-Pero es que voy acá cerca, cruzo, doy la vuelta allá y eso. No hay controles militares en ninguna de esas esquinas.

-¡Es que no entiende mi hijita! No se puede salir. Le dijo una señora, a la que apodan cariñosa y desdeñosamente "La Tsunami", porque para la falsa alarma se agarraba de los pelos, de rodillas suplicando en el suelo. Luego que se supo que era falsa alarma, no bajó en toda la tarde al hall del edificio.

-No me dejaron salir estos viejos. Así que me tuve que escapar.

Tampoco era para discutir mucho. Claudio Garoch se hizo de una pistola automática que le fue a dejar un pariente. Suele estar en el hall pasando la bala, sacando el cargador, poniéndolo de nuevo. Clic, clic-clic. Los vecinos van a hacer la cola de tres cuadras al Bigger (un supermercado local que vende poquísimos productos, con vigilancia militar) y pasan raudos frente al Comandante, como le empezaron a llamar.

-Al principio le dio con que hiciéramos una olla común. Que la olla común allá, que la olla común acá. Por suerte la gente no pescó.

Y a propósito de comida: Catalina viene del Líder donde después de dos horas de cola, le acaban de vender la canasta familiar con dos kilos de arroz, unos tarros de jurel, fideos, sal, fósforos y aceite en cinco mil pesos.

-Como decían que abrieron algunos súper fui. Soñaba con comprar puchos y Coca-Cola y muchísimas papas fritas. ¡Y me vine con un tarro de jurel!

El Comandante, feliz, se quedó con los tarros de jurel y se los cambió a Catalina por una bolsa con tomates y limones que había conseguido quién sabe dónde. En algunos negocios que venden por debajo –pues la orden militar es que todo mercado, negocio u oficina permanezca cerrado para evitar saqueos- un huevo cuesta 500 pesos. Un paquete de cigarrillos cinco lucas. Una Coca Cola de dos litros 2 mil. ¡Una cerveza de litro era incomprable! Así que este pobre periodista tuvo que saciar su sed con una cerveza chica por dos mil pesos.

-Todo el mundo muere por pan –dice Catalina. No hay pan. La levadura se agotó así que la gente que ha comprado harina –a precios exorbitantes- hace pan y le queda duro. Incomible. -¿Y, qué han hecho los niños? -Puro pelear. Ya nadie da más. Todo el mundo encerrado, los cabros chicos pegados a la tele. Comiendo poco y nada. ¿O sea una semana jugando naipes a la luz de las velas? Nadie puede.

Salgo del edificio. Los escombros en Barros Arana siguen en las calles. Un cristiano sale de una casa de enfrente y, a través de la reja, me pregunta:

-Tienes un cigarrito. Me muero por un cigarrito.

Le paso uno. Y me dice, aspirando el humo que lo llevará algún día fuera de este mundo. -Quiero que esto termine. ¡Que esto termine ya!

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