Columna de Nicolás Eyzaguirre: “Dominación o cooperación: El cruce de la política y la economía”
"Nuestro futuro se jugará en, como hicieron otros que sobrellevaron similares circunstancias, nuestra capacidad para consensuar un pacto basado en invertir en la construcción de un capital humano y de una capacidad de innovación de clase mundial, tal de poder salir a competir con éxito en un mundo más restrictivo. Nada de eso estuvo presente en los dos textos ideologizados que se elaboraron".
Adam Smith tenía razón. La especialización es fundamental para el avance tecnológico, como lo ilustró en la producción de un alfiler. Por eso abogó por el comercio libre, donde cada zona se especializaría en aquel tramo de la cadena productiva donde es más eficiente. Smith escribe en los albores de la revolución industrial, cuando se comienzan a reducir los costos de transporte, multiplicándose la escala del comercio internacional. Es la fuerza de la cooperación económica.
Las monarquías absolutas aún dominaban Europa por ese entonces. Y estas restringían arbitrariamente el comercio en favor de sus parciales. Pues bien, coincidieron los avances siguientes de la revolución industrial con el descenso del absolutismo y el comercio global se expandió velozmente. Los países occidentales avanzados triplicaron su ingreso por habitante, tras siglos de estancamiento, en tanto nosotros, en el cono sur, acelerábamos a una velocidad similar.
Pero la política es a menudo dominación, no cooperación. Incisiva es la tesis de John Mearsheimer, connotado cientista político, sobre “la tragedia de la política de las grandes potencias”, donde destaca que, ausente una fuerza internacional capaz de garantizar el respeto entre estados -un vacío hasta ahora inevitable-, las grandes potencias intentarán ser hegemónicas, pues temerán ser avasalladas si otra domina -lo que harán ellos con quienes subordinan-. Se trata de un juego de suma cero.
Esta tensión se repite en la historia. En un mundo unipolar, donde la potencia dominante es hegemónica, el comercio internacional y la cooperación económica crecen, bajo sus términos, ciertamente. Fue lo que ocurrió bajo el dominio de Gran Bretaña en el siglo XIX. Chile se expandió con rapidez, pues la globalización nos es beneficiosa por nuestra ubicación en la división internacional del trabajo. Pero el debilitamiento del imperio británico derivó en las grandes guerras y el comercio y la globalización se estancaron. La falta de cooperación económica internacional continuó en la posguerra, esta vez por el conflicto entre EE.UU. y la Unión Soviética.
Cuando, posteriormente, colapsó esta última, revivió un mundo unipolar, esta vez bajo la hegemonía americana. El comercio mundial se multiplicó a una velocidad sin precedentes y Chile tuvo las mejores décadas económicas de su historia.
Pero el orden internacional volvió a cambiar. En parte por los excesos financieros de ese entonces, y en parte por el temor a la interdependencia que generó la pandemia, la globalización se volvió a detener. Y la estocada final llegó desde que China surgiera como un nuevo superpoder (lo que ocurrió en tan sólo cuarenta años, desde Deng Xiaoping) y reapareciera el conflicto entre Rusia y Occidente.
Hoy el nombre del juego es guerra comercial, con escaladas tarifarias durante Trump y gigantescos subsidios a la industria doméstica durante Biden. El llamado “inflation reduction act” es en realidad proteccionismo puro y duro. EE.UU. busca mayor capacidad doméstica en energía limpias, semiconductores, producción de baterías, etc., esto es, exactamente en los sectores donde China ha tomado la delantera.
Como antes, la reemergencia del proteccionismo traerá consigo un menor crecimiento mundial, menor demanda por nuestras exportaciones y desplazamiento de actividades de gran futuro para nosotros. El “Financial Times” destacaba recientemente, entre los aspectos negativos de este nuevo intervencionismo económico predicado por intereses políticos, el devastador efecto sobre las perspectivas de Chile en la producción de hidrógeno verde, por ejemplo.
Hoy el país votará un nuevo texto constitucional, en la etapa final de lo que hoy veo como un ejercicio distractor e inútil. Nuestro futuro no pasa por tener una carta que desconfíe del sector privado, como fuera el primer texto, ni por otra que limite la acción del Estado dificultando el logro de consensos y transformaciones imprescindibles para afrontar la difícil etapa que se nos viene, dados los cambios del orden económico mundial. Nuestro futuro se jugará en, como hicieron otros que sobrellevaron similares circunstancias, nuestra capacidad para consensuar un pacto basado en invertir en la construcción de un capital humano y de una capacidad de innovación de clase mundial, tal de poder salir a competir con éxito en un mundo más restrictivo. Nada de eso estuvo presente en los dos textos ideologizados que se elaboraron.