Columna de Tamara Agnic: Voto obligatorio, un deber con la democracia
"No es ético demandar soluciones y respuestas a estos desafíos de supervivencia personal y grupal, restándose de la participación y de la responsabilidad que nos cabe a todos en la resolución de los desafíos. No es ético a mi entender, demandar la respuesta de los Estados sin entregar la más básica de las aportaciones a la democracia: el voto".
Por estos días se debate en el Senado la reforma constitucional para reinstaurar el voto obligatorio en las elecciones populares y que ya fue aprobado en general en su segundo trámite. La idea es simple: reinstalar la obligatoriedad de la participación electoral mediante el voto, asunto que cobró un interés renovado después de la experiencia con el plebiscito que rechazó la propuesta de nuevo texto constitucional.
Sin duda que el tema es digno de debate, pero creo conveniente considerar seriamente la necesidad de reponer el voto obligatorio como una forma de reforzar nuestra democracia y la restitución de la confianza en nuestras instituciones. Hay dos argumentos que quisiera poner a la vista: uno relacionado con la ética ciudadana y asociado con la legitimidad de las decisiones colectivas.
Respecto de lo primero, considero necesario entender que la democracia encierra un conjunto de responsabilidades que están arraigadas en el campo ético del comportamiento de cada uno de nosotros como seres sociales. Hay una realidad mundial de la que tenemos que hacernos cargo y es la creciente dificultad para alcanzar el crecimiento económico y a través de él, el desarrollo social y la superación de la pobreza. Fenómenos como el cambio climático, la sobrepoblación y la creciente crisis del agua y los alimentos, nos obligan a entender que cada persona tiene responsabilidades con sus pares, con el planeta, con sus comunidades y con los esfuerzos que se requieren para sociedades y naciones que se proyecten en el tiempo.
En otras palabras, no es ético demandar soluciones y respuestas a estos desafíos de supervivencia personal y grupal, restándose de la participación y de la responsabilidad que nos cabe a todos en la resolución de los desafíos. No es ético a mi entender, demandar la respuesta de los Estados sin entregar la más básica de las aportaciones a la democracia: el voto.
Esto lleva a la segunda argumentación, la legitimidad de las decisiones que aseguren orden y organización. Incentivar la abstención es abrir espacios a los populismos y a todo tipo de fascismos -de derechas o izquierdas- que se aprovechan justamente de las crisis de participación y de la desconfianza para instalar ideologías de segregación, odio o descrédito. La abstención también profundiza la crisis de confianza, valor que es esencial para una sana democracia. Una manera de dotar de legitimidad a las decisiones colectivas es asegurar una participación masiva de quienes estamos mandatados para ejercer el voto.
Con lo anterior no me refiero a condicionar el ejercicio de derechos a la acción de votar. No es eso. Lo que planteo es un asunto de ética proyectada a nuestra necesidad de asegurar la pervivencia de la democracia y desde allí, de nuestra forma de vida como seres humanos. Restarse es fácil, pero cuando enfrentemos desafíos urgentes para asegurar el futuro de nuestras sociedades, ¿quién va a hacerse cargo de las decisiones difíciles e incómodas? Puede que, por no participar, la opción que tome un grupo reducido de votantes termine afectándole seriamente. Da para pensarlo.
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