El hombre que viene

Es uno de los profesionales que más ha estudiado las masculinidades. Entrevistando a hombres de distintas edades y sociedades, intenta entender qué los lleva a ejercer violencia y por qué es tan escasa su participación en el cuidado de los hijos. Francisco Aguayo tiene fe. Dice que, al menos en el discurso, las nuevas generaciones vienen distintas.




Mucho antes de convertirse en psicólogo, investigador y activista de la igualdad de género, de considerarse feminista y de dirigir EME, una fundación que combate la violencia contra las mujeres, Francisco Aguayo (44) experimentó en carne propia lo que ahora considera el real enemigo de la equidad: la cultura patriarcal. A pesar de venir de una familia en la que los hombres —dice él— tienen una vocación especial por la paternidad y los derechos humanos siempre ocuparon un lugar importante en las conversaciones, sus padres lo matricularon en un colegio donde las niñas no podían estudiar. Allí, a punta de golpes, comprendió la sociedad en la que vivía, y que hoy lucha por cambiar.

Era época de dictadura. La violencia se respiraba en las calles, pero también en el aula del Liceo Alemán donde Aguayo cumplía los 16 años. El miedo escalaba por las paredes porque las peleas tenían divididos a sus compañeros entre victimarios y víctimas, que se atacaban en cualquier momento. Mientras, los profesores no hacían nada.

Inmerso en esa dinámica, Aguayo recuerda haber pasado por ambos bandos: agredió a compañeros débiles, fue testigo silente de pleitos. Hasta que un día fue su turno, y eso hizo que su perspectiva cambiara por completo.

—Me agarraron entre veinte. Quedé sangrando frente a adultos que tenían que poner orden, pero se quedaron de brazos cruzados. La violencia era brutal en esos años, y yo la dimensioné cuando me tocó ser víctima de prácticas que yo mismo había ejercido. Viví la cultura masculina en sus peores expresiones: el matonaje, el bullying contra gente a la que se destruía.

Años después decidió estudiar Psicología en la Universidad Católica y se fascinó —leyendo al sociólogo José Olavarría—, con la investigación de las masculinidades en distintas sociedades. Luego  realizó un magíster en Género y entró a trabajar en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación de la Universidad Alberto Hurtado. Desde entonces lleva 15 años promoviendo la igualdad, la crianza compartida y la no violencia como consultor y coordinador en Latinoamérica de una red de ONGs que busca terminar de raíz con el machismo.

—¿Qué entendemos por el estudio de las masculinidades? 

—Surge de la necesidad de entender la desigualdad de género a todo nivel. Llegó un momento en que se concluyó que, como los hombres son la mitad de la población y tienen directa relación con el ejercicio de la violencia y la paternidad, tenían que ser investigados también. ¿Cómo participan? Queremos entender procesos, subjetividades y discursos desde la investigación, porque creemos que hay un orden de género que está organizado desde las instituciones. Por ejemplo, por qué son las mujeres las que terminan resolviendo gran parte de la carga de cuidado de los hijos, o por qué los hombres se sienten con el derecho de golpear o matar a las mujeres.

—Tú realizaste uno de los estudios más grandes sobre el tema que se haya hecho en Chile. ¿Cuál es el tipo de hombre que está muriendo y cuál es el que viene?

—Entrevistamos a hombres y mujeres sobre salud física, mental, exposición a la violencia, paternidad, relaciones. Y lo que se ve es que en América Latina todavía tenemos un formato de familia tradicional y roles segregados en al menos la mitad de la población: el hombre es el que trae el pan y la mujer se encarga del cuidado de los hijos. Sin embargo, es creciente el número de parejas heterosexuales en las que el papá y la mamá trabajan. En ellas encontramos muchas más posibilidades para la igualdad de género, porque las mujeres están más empoderadas y podrían estar dispuestas a trabajar mientras el hombre cuida, o los dos trabajar y compartir las tareas. Ese grupo de hombres más jóvenes, que tiene un discurso más evolucionado, aparece como el menos machista. No practica la violencia y está más abierto a las tareas de cuidado y crianza. Pero es difícil hacer una caricatura del hombre que viene, porque aún hay discursos y prácticas fuertes de resistencia.

—¿Es posible decir que hoy el género masculino está en crisis?

—Creo que pasan varias cosas: por un lado hay un machismo y un patriarcado que están en todas las instituciones y que impregnan la sociedad entera, a veces más grosero, a veces más sutil. Por otro, se ha hablado mucho de la crisis de la masculinidad como algo que explicaría el cambio, pero las cosas están cambiando por varias razones: por las redes sociales, porque hay mayor escolaridad, porque las mujeres en los últimos treinta años han salido a trabajar remuneradamente, por una evolución en los sistemas jurídicos. No obstante, hay enormes desigualdades de género en la mayoría de los campos de la humanidad.

—¿Una cosa es el discurso y otra la práctica?

—Claro. En Chile tenemos igualdad de salario en la teoría, pero en la práctica se les paga mejor a los hombres; la discriminación en ese sentido es inmensa. Las mujeres, a su vez, ven enormes barreras para salir a trabajar, y una de las mayores es tener que cuidar a sus hijos. Si esos problemas no los resuelve la sociedad entera, es muy difícil avanzar. Piensa en el femicidio. Chile es un país avanzado en Latinoamérica en abordar este tema: tiene un montón de casas de acogida, una respuesta policial y judicial más rápida y, no obstante, las cifras de femicidio no decrecen. Tenemos uno a la semana.

—¿Cómo se entiende eso?

—Hay varias teorías: una dice que en la medida en que las mujeres se empoderan, hay hombres con estructuras más machistas que no lo toleran y responden con violencia. También hay casos de violencia por transgresión o correctiva: una mujer trans puede ser considerada una transgresión grave al género, entonces hombres en las calles se sienten con el derecho de matarlas como castigo, o de violar a lesbianas. Es un tema complejo pero muy urgente y movimientos como #Metoo ayudan.

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—¿Tú vas a marchas feministas?

—Cuando puedo y no se topa con el cuidado de mis hijos, sí. Y aunque cada vez veo más hombres en las marchas, estamos bajo sospecha. En la marcha de noviembre 2016 hubo un hombre de torso desnudo que fue cubierto por todos los medios, hasta que apareció la expareja denunciándolo por pensión alimenticia. La masculinidad puede ser contradictoria porque hay hombres que tienen una performance aparentemente igualitaria, pero no lo son en la práctica. Pese a eso, la intención es sumar cada vez más hombres a la igualdad de género, pues de lo contrario, y habiendo resistencia, se va a avanzar muy lento. Las estimaciones de las agencias internacionales son que si uno dejara las cosas tal cual están, la igualdad de género se alcanzaría recién entre 100 y 200 años más. Entonces, si los Estados no tienen la voluntad de terminar con el machismo, democratizar las relaciones de género y acabar con estas inequidades con leyes y acciones específicas, es muy difícil avanzar.

—Tienes un WhatsApp con tus compañeros de colegio. ¿Cuando hay comentarios machistas, dices algo?

—Cuando ha habido cosas evidentemente groseras, sí he dicho algunas cosas. Pero en general lo tomo más como un ejercicio de etnografía. El espacio del WhatsApp, así como lo fueron antes otros espacios de homosociabilidad, es un sitio de enorme circulación de discursos machistas, misóginos y homofóbicos a través de chistes, fotos, videos. La paradoja se origina cuando en un grupo de hombres hay uno gay y no todos lo saben, y se produce una tensión terrible. O cuando a uno de los hombres se le sale una foto sexista, inadecuada o porno, y se equivoca y la sube en un chat de mujeres. Se le tiran encima todas, con razón.

—Si todos fuéramos proigualdad, ¿crees que las mujeres estaríamos dispuestas, por ejemplo, a ceder en cuestiones como la tuición de los hijos?

—Hay ambivalencia y desconfianzas. Pero hay países que han sido laboratorios en igualdad de género, como los países nórdicos, donde el éxito se debe a un movimiento feminista fuerte y un Parlamento que ha instalado políticas de igualdad. Noruega o Suecia, por ejemplo, se han propuesto democratizar las relaciones de género y para eso hay que tener igualdad salarial, la misma participación en el mercado del trabajo, posnatales masculinos, apoyo para las familias, campañas, educación desde el jardín infantil… entonces se puede. Otra cosa que muestra la evidencia es que este cambio de orden es beneficioso para las mujeres, pero también para los hombres. La calidad de vida es mejor cuando hay mayor igualdad de género.

—Hay mujeres que no aprueban que los hombres se autodenominen "feministas".

—Lo entiendo. Porque el feminismo se gesta por mujeres que han sufrido opresión y es un movimiento que tiene un peso histórico. Por eso hay hombres que se definen como profeministas. Es como decir: no estamos en el grupo de las discriminadas por su género, sino en el que tiene privilegios. Yo me defino feminista, pero no tengo la última palabra tampoco. Lo mío tiene que ver con un compromiso investigativo, político, ético y de derechos humanos.

—¿Crees que debe haber una ley de cuotas en instituciones y empresas?

—Existe harta evidencia internacional de que si tú dejas sin ley de cuotas ciertos ámbitos, como los cargos de elección en los parlamentos, los partidos tienden a elegir candidatos hombres. En las empresas se dice mucho esto de que en los grandes puestos ponemos a los mejores, y eso no es verdad, porque cuando tienen que elegir entre un hombre y una mujer para un cargo es usual decir: para este puesto hay que viajar y la mujer no va a poder. Es una discriminación sexista. Por eso las empresas necesitan políticas de género. Es cosa de mirar los salarios de hombres y mujeres. El techo de vidrio es un problema global.

—A propósito del posnatal, en la práctica pocas mujeres lo ceden a los hombres.

—Lo que necesitamos es un posnatal masculino que no compita con el de la mamá. Si se quiere cambiar el orden de género, es necesario tener un muy buen posnatal para la madre, que es un derecho humano básico, pero además una cuota de paternidad: por ejemplo, cuatro semanas exclusivas para el papá. El modelo islandés es tres meses para la mamá, tres meses para el papá y tres meses que los puede tomar uno u otro.

—Eres padre de una niña de cinco años y de un niño de dos. ¿Has logrado practicar la igualdad de género allí?

—Ha sido una experiencia fantástica. Para tener una hija empoderada tienes que ocuparte de que tenga una autoestima buena, que aprenda a plantearse de igual a igual en sus relaciones, que vea que puede hacer cualquier cosa y que entienda que vive en una cultura machista. Eso es mucho más importante que los colores de la ropa. Cuando mi hija empezó a usar su propia ropa, lo hizo influenciada por Disney y le empezó a gustar el rosado. Pero la acompaño al cine y vamos analizando críticamente el rol del personaje, por qué un hombre tiene un rol más activo o es el protagonista y la niña no, por ejemplo. El otro día en una reunión de curso estaban hablando de los juguetes que soñaban tener, y ella dijo que quería tener un micrófono y un dron. ¡Eso me encantó! El tema de los juguetes es muy segregador y es muy importante que los niños puedan jugar con muñecas y las niñas puedan jugar con trenes y con aviones. Que hagan lo que se les antoje.

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