Después de la violencia se espera la paz, pero lo que suele ocurrir con la palabra paz es que nombra el arrasamiento de algo. Hay una paz que puede ser la violencia por otros medios, como la paz de la guerra, o la “pacificación”. Es decir, hay una paz que inevitablemente destruye, porque asume al adversario como enemigo.
Según el sociólogo Michel Wieviorka lo contrario a la violencia, no es la paz sino el conflicto. Al menos si definimos a la violencia como ruptura, como fin de la discusión, el conflicto entonces, queda del lado de la tensión entre las partes, pero al fin y al cabo, hay reconocimiento mutuo de las partes. En esto Wieviorka es freudiano: no existe la felicidad (paz) como absoluto para el ser humano en la cultura; por el contrario, su promesa suele ser la justificación para lo peor. No significa que el conflicto esté libre de violencia, pero la supresión de éste, lejos de generar una paz, funda unas violencias absolutamente descolgadas del registro de la negociación. Algo muy propio de nuestra época.
Y es que, como piensa el sociólogo, somos huérfanos de dos grandes conflictos: el movimiento obrero y la guerra fría, los que, de manera muy nítida, organizaban el campo político y social. Su declive tras la mundialización coincide, en las últimas décadas del siglo XX, con la emergencia de violencias múltiples y dispersas, pero sobre todo sin conflicto político. Al menos en dos versiones, las infra políticas como el narco, la violencia urbana, la violencia privatizada de la delincuencia, violencias sin conflicto por parte de subjetividades conformes con la sociedad de consumo. Y las metapolíticas, violencias con exceso de sentido como ocurre en los fanatismos que pueden tomar consignas de derecha o izquierda, tanto como violencias en nombre de la moral o la religión. Un buen ejemplo quizá sean los pistoleros solitarios con sus uniformes de ejércitos imaginarios, cuyo motivo suele ser inaprensible.
Si bien no se trata de una teoría general acerca de la violencia, esta idea permite hacer distinciones para pensar no sólo la época, sino sospechar de la idea de que la modernidad era una superación del oscurantismo y la violencia. La primacía de la razón no fue garantía. Hace poco discutía con un científico que comparaba a Chile con la Alemania de los años treinta, para decir que ahí el presupuesto en ciencia era inmenso en relación con el nuestro actual. Aunque eso fuera cierto, lo es tanto como que en esos mismos años ascendía el nazismo. Por lo demás, hay razones muy locas. Como sea, fanatismos, ideologías paranoides nos acompañan aún en el siglo XXI, no es una anécdota que el presidente de una de las potencias mundiales tenga una relación delirante con la verdad, y que esté al borde de tener que ser sacado con camisa de fuerza de la Casa Blanca.
Así como la barbarie no es cosa del pasado, tampoco es algo inédito, ni propio de las nuevas generaciones la dificultad para articular el conflicto político. Aunque se ha insistido en el asunto generacional, Hannah Arendt entre otros, ya en los setenta veía en el “Mayo francés” una revuelta difícil de localizar bajo las coordenadas de la política previa. “La revolución es moral, o no será”, escribió con ironía. No es nuevo que el malestar se haya cristalizado en lo moral, el lenguaje terapéutico o clientelista. Esa es precisamente la expresión de la decadencia del conflicto político de los últimos cincuenta años.
Han cobrado cierta vigencia ideas como la del psicólogo Jonathan Haidt, quien en su libro Malcriando a los jóvenes estadounidenses describe a una juventud débil, demandante e intolerante a la frustración como un efecto cognitivo de una crianza pusilánime. Hace un análisis de la despolitización juvenil, pero desde una lectura muy despolitizada a la vez. No es casual que en Chile haya sido publicado por la Fundación para el progreso, pues hay ciertas posiciones desde la derecha que, en su compromiso con la sociedad de consumo, atienden principalmente seudo conflictos despolitizados. Es como decir: hay progreso, pero necesitamos más cárceles, manicomios y ansiolíticos. Pacificaciones.
En el caso de Chile, bastante se ha dicho sobre malcriados, pulsiones juveniles y anomia a partir de octubre. Por cierto, una revuelta puede carecer de sentido o, por el contrario, estar colmado de uno; pero un estallido es una violencia al margen de un conflicto, ya sea en el declive o frente a la emergencia de uno. A veces es el estallido el momento que subjetiva políticamente: lo importante no es el sujeto que llega a la violencia, sino el que sale de ella. Una revuelta es pulsional, es violenta y erótica, nada obliga a que se transforme en otra cosa, pero de lo que no hay duda, es que su posibilidad no está en una paz forzada, sino en la articulación de un conflicto. Nuestra ruta ha sido afortunada, porque la mayoría se resistió al “estamos en guerra” y su consecuente paz, a la escritura de un conflicto político; y eso -aunque habría que ser muy ingenuo para suponer que va a acabar con todo el enfrentamiento - nos debería dar una paz, aunque distinta a la de la guerra con las cosas, una paz que es propia del deseo: la paz del conflicto.
Termino con un par de lecciones freudianas. Primero, no hay cultura sin malestar, incluso a veces, este aparece justo en lo que parecía su contrario, en el bienestar: el deporte, la juventud, la lactancia, el progreso. Segundo, las pulsiones no son lo contrario de la razón, la razón también está hecha de pulsiones (a veces muy obsesivas). Las pulsiones estallan cuando no hay conflicto en el cual constituirse; si no hay conflicto hay violencia contra otros o contra sí mismo. Tercero, se puede estar en malestar y feliz a la vez. Generalmente a eso se llama deseo (si se resiste a que alguien le llame antes, bipolaridad).