El problema que no tiene nombre, así llamaban en los 60 a un difuso malestar autodestructivo de las mujeres; insomnio, ansiedad, alcoholismo: la neurosis de la dueña de casa desesperada de posguerra. A partir de su propio estado anímico Betty Friedan escribió un artículo, en que le arrebató, a lo que hoy sería (el desabrido) campo de la salud mental, el diagnóstico de la miseria existencial de las mujeres de su tiempo. Lo que hizo fue despatologizar a la mujer infantilizada y empastillada, leyendo el asunto de manera estructural. El artículo fue rechazado, pero sirvió de inspiración para su libro “La mística de la femineidad”. Si en 1939 la heroína femenina era una mujer que podía ser doctora o pilotear un avión, después de la guerra su figura se desplazó hacia la ama de casa abnegada. ¿Qué ocurrió que las mujeres volvieron a la casa?
La intuición de Elfriede Jelinek en su obra Lo qué pasó cuando Nora dejó a su marido o Los pilares de las sociedades, da con el asunto: la mujer no puede emanciparse si la estructura económica y política no es modificada. Especula qué habría pasado si Nora, la protagonista de Casa de muñecas de Ibsen, se hubiera liberado de su marido. Pues habría tenido que volver arrepentida. Resumo: Nora pierde sus privilegios burgueses y toma un trabajo en una fábrica, intenta empujar a sus compañeras a una libertad que, para las obreras, era sinónimo de opresión, ¿por qué sería preferible cambiar la comodidad del hogar, la cercanía con los hijos, por el trabajo en una fábrica cuyo jefe, además de explotador, era un baboso?
La revolución de las mujeres es la más larga, escribió Juliet Mitchell en 1966. Y es que no se trata de sumar unos derechos más a lo que existe. El feminismo inevitablemente lleva a interrogar lo que existe. Por eso aborda tantas cosas, culturales, económicas, sexuales y sociales. Y tras cada ola, van quedando algunas, pero el punto de inflexión suele ser la economía de la división del trabajo: la jerarquía del trabajo productivo y reproductivo. Dicen que para saber qué pasa con las mujeres en la historia, hay que mirar siempre la economía.
Y es que mujer no es el opuesto rosado o morado a hombre. Hombre es el universal, la medida del diseño del mundo (desde el diseño de los airbags hasta los campos de refugiados, dice Caroline Criado en La mujer invisible), mientras que mujer es lo diverso, es la interrupción de esa verdad. Por eso que su reivindicación viene de la mano de tantos otros grupos oprimidos, incluidas la de hombres que tampoco calzan con el hombre. Esa es la profundidad del feminismo, no por nada de éste se han admitido liberaciones, prácticas inclusivas, que es bastante, pero no así el punto cero de la revolución, como la llama Silvia Federici: la transformación de la estructura productiva.
Incluso no sería especialmente revolucionario, dice la economista Mercedes D´Alessandro, la idea progresista de ingreso universal en un futuro postrabajo (cuando las máquinas sustituyan muchos empleos). Primero, porque no resuelve la discusión del trabajo reproductivo, pero además porque deja todo en su lugar: una masa de desempleados que reciben un pago mensual para subsistir, quienes podrían correr la misma suerte que una dueña de casa: convertirse en sujetos invisibles y desclasados, fuera de la discusión pública. Porque el trabajo es ante todo una relación social.
La causa de las mujeres ha sufrido varios reveses. Precisamente cuando sus logros son absorbidos por el régimen económico existente. Nancy Fraser notó que una parte de la liberación sexual, tal como la idea de libertad según el mercado, se vio reducida a la mercantilización del cuerpo y a la capitalización del sexo. Aunque se dejó de reprimir sexualmente a las mujeres, siguieron domesticadas bajo el ojo machista. A veces parece más fácil acabar con el plástico en el mundo, que con el que hay en el cuerpo de las mujeres (arreglos que ellas mismas pagaron, seguramente a cirujanos hombres).
La doble jornada ha sido otra broma de liberación. ¡Cuánto seminario empresarial sobre “el techo de cristal”! cuando se oculta lo que hay, a ras de suelo, labores que, como dice Aïcha Liviana Messina, se llaman domésticas, así como un animal castrado. Apareció otra generación de mujeres al borde del colapso, sobrediagnosticadas y enravotrilizadas. Quizá fue la resaca de estos ánimos noventeros, o la crisis de 2008 haya tenido que ver, el asunto es que por esos años apareció otro callejón: lo que partió como una crítica a la violencia obstétrica, terminó en una interpretación desafortunada de la teoría del apego. El apego quedo cosificado, cuantificado y se transformó en una forma inédita de sometimiento a un ideal maternal imposible.
¿Qué queda del problema que no tiene nombre? el uso de psicofármacos en mujeres es el doble o el triple que en los hombres. Quizá porque consultan más, o porque la tristeza femenina resulta insoportable de escuchar, ya que en muchas ocasiones contiene la pregunta por la organización social. Mariane Krause en su artículo Mujer y pobreza: La pena que persiste, dice que, de acuerdo con las investigaciones, son las mujeres en situación de pobreza las más vulnerables a caer en depresión. Una posición ajena al poder y la debilidad de los vínculos sociales precariza su mundo. Precisamente como Hannah Arendt pensó, la felicidad es en el espacio público, es en la relación social donde podemos ser libres y a la vez responsables por nuestra existencia. En todo caso, espacio público no es lo mismo que decir fuera de la casa, el problema es que “casa” se haga sinónimo de una privacidad despolitizada. Entonces, recibir un diagnóstico psiquiátrico – aunque sea para acceder a una ayuda – ¿no es parte del círculo vicioso que vuelve a esas mujeres superfluas, sin voz respecto de su condición?
La pandemia expuso otra vez estos asuntos. Se dijo que hubo un retroceso en la participación laboral de las mujeres, sin embargo, la vuelta a clases es un retorno a la misma norma: horarios imposibles e incompatibles con el trabajo. Los diseños institucionales cuentan con el subsidio del trabajo invisible, generalmente hecho por las mujeres, quienes renuncian a su trabajo, “andan siempre corriendo”, o dependen del trabajo doméstico de otras mujeres precarizadas. Y aunque un hombre quiera ser feminista, seguramente su empleo, bajo estas exigencias, tampoco se lo permita.
Está muy presente en el debate la crítica que apunta al individualismo y a la destrucción de la comunidad, pero esa crítica se vuelve impotente y cínica cuando no ve que hay sociedad por todas partes. A fin de cuentas, siempre hay alguien, que como sea, se las arregla para que las cosas anden. Las mujeres lo hacen todo el tiempo, desde las ollas comunes, hasta los chats de apoderados, que suelen ser de apoderadas, incluso, en las filas afuera de la cárcel crean un mundo. ¿Deben ser las labores de cuidado y gestión de la vida remuneradas, o bien su potencia es hacer visible su capacidad política? Quizá las dos cosas.
Como piensa Rita Segato, hay que sacar a lo doméstico del lugar de lo privado y despolitizado. Hay una politicidad ahí que ha ocurrido siempre, una gestión de la vida que incide en lo colectivo. Otra cosa es que se valorice más subir una montaña que aquello que ocurre a ras de suelo. Ese desapego del piso es lo que lleva dilemas raros. Como dijo Sonia Montecino durante la pandemia: la dicotomía entre vida y economía es falsa, más bien la disyuntiva es cómo pensamos en conjunto el cuidado de la vida, la muerte y la miseria.