1. Una definición de corromper: volver algo impuro, de manera que huela mal y no se pueda utilizar. Corromper a la juventud es un tema antiguo; Sócrates murió bajo esa acusación. De cierta forma, algo siempre huele mal: la tensión entre generaciones es irreductible. Los mitos están hechos de padres que quieren matar a sus hijos para que no los sustituyan y, claro, de hijos que desean matar al padre. Al fin y al cabo, todos somos hijos, debemos algo al origen y, a la vez, tenemos que traicionar ese principio para hacer una vida propia. Cada uno se las arregla, peor o mejor, con eso en la vida.
2. La juventud tensiona porque es libre del deseo de seguridad de los adultos, aunque para nada la juventud es un tiempo seguro. Arriesgar lo que hay puede ser en la juventud un afán interesante; de ahí que tantas revoluciones se hagan en su nombre. Está la tendencia a asociar revolución e izquierda, pero recordemos que Giovinezza (juventud) era el título del himno de Mussolini, la publicidad capitalista (que también es una revolución, capaz de romper todos los límites, del derecho, la naturaleza, la sociedad) también se encarna en la juventud. Como sea, una revolución no puede ser de jóvenes para jóvenes, si de lo que se trata es de abrir un mundo común: no hay solución definitiva al dilema del equilibrio entre libertad y seguridad en la cultura.
3. La juventud se ha vuelto tema de disputa. Hay quienes empujan a que nada se renueve, prefieren que la juventud repita costumbres injustificadas bajo una obediencia ciega. Se los criminaliza, infantiliza. Diría que es la juventud vista como déficit. Mientras que otros sitúan a cada nueva camada como un perfeccionamiento de la anterior, atribuyendo -igual que los temerosos de que adoctrinen y corrompan a los jóvenes, pero por distintas razones– una pureza que simplifica e impide pensar. Lo común, en ambos casos, es que parece estar ausente algún lazo intergeneracional.
4. Si bien el mundo cambia inagotablemente, una vez cada varios cientos de años se produce el fin del mundo, escribió Pasolini. Para él, la emergencia de la sociedad de consumo en las últimas décadas del siglo XX, a la que considera un totalitarismo de las formas de vida, habría vuelto el quiebre común entre generaciones en un abismo. “Ya no puedo enseñarte las cosas que me han educado a mí, ni puedes tú enseñarme las cosas que te están educando a ti”, escribe a un joven imaginario. La ruptura inédita es la de la transmisión. Nuestra época es la de generaciones cada una más fugaz que la anterior, como si fuesen desechables (quizá un buen ejemplo es lo que ocurre con los políticos jóvenes, cuya “nueva política” muy pronto parece demasiado añeja a los que siguen).
5. Las generaciones parecen eslabones sueltos. A veces parece que entre la juventud y la adultez no hay distancia psicológica, como si nadie quisiera ser adulto. Quizás porque se asocia a algo demasiado definitivo o a sostener una autoridad siempre cuestionable. Padres que se visten como sus hijos, que les cuentan sus infidelidades, o bien que suponen que los hijos tienen las respuestas que ellos mismos no son capaces de dar: “sé tú mismo”, “sigue tu camino”, sin considerar que esas respuestas requieren una trayectoria y experiencia, si acaso alguna vez se responden. A fin de cuentas, ser adulto es poder decir algo a los hijos, es soportar una posición antes que una certeza. Se trata, supongo, de soportar decir algo para después, cuando llegue el momento, ser destituido de ese lugar.
6. Esperamos que los hijos sepan y actúen conforme a su deseo. Pero el deseo no es algo previo, no es una posesión, es algo que ocurre en el vínculo con el mundo. Esa es la tragedia de la que hablaba Pasolini: la vida como una posesión. La relación al mundo, al cuerpo, al tiempo, como casi todo, pasaron a ser cosas que se pueden poseer (usar y desechar). Es decir, bajo la lógica de la propiedad las cosas del mundo quedan sujetas al proyecto de “mejoramiento continuo”, que muchas veces coincide con la explotación sin límite. Si la vida y el deseo cobran la textura de las cosas que se poseen, entonces se tratan como tales, y nuestra interioridad se va aplastando con lugares comunes: “sé tú mismo” (que alguien diga de una vez qué significa eso). Diría que de lo que somos despojados es de lo que no hay por qué poseer; la vida para empezar. La vida se vive, no se posee.
7. Pienso que entonces no es extraño, aunque es muy extraño, el polémico video de la Defensoría de la niñez que se difundió hace algunos días. No comparto la histeria por la famosa metáfora (mala como metáfora) del torniquete. Si el temor de los que se alarmaron es a que sea un llamado, diría que es bastante improbable que la rebeldía juvenil se inflame con una canción institucional. Es bastante improbable que sea algo que los jóvenes vean, incluso podría leerse como una domesticación de sus emblemas bajo una estética algo noventera y esa palabra espantosa, tan lejos de la lengua de la revuelta: “empodérate”. Pero pienso que otras personas se incomodaron porque no hay donde situarse desde la adultez. ¿Hay que proteger? ¿Abdicar? ¿Sus creadores son jóvenes, adultos contra otros adultos que lo ven? Creo que la dureza es de lo que se rehúye. La vida es difícil para muchas personas que tienen hijos y nuestro mundo no facilita en lo absoluto la protección y el vínculo. La canción parte con un ¿adulto/joven? diciendo que lo hacían callar en la mesa y lo que me pregunto, en primer lugar, es si hoy hay algo así como una mesa, algo que reúna. ¿Quedan mesas en las que las generaciones compartan y disputen la palabra?
8. Arendt justamente decía que el mundo era como una mesa: reúne y separa a la vez. El mundo humano es un artificio, no es algo dado, y cuando falta, ocurre lo que pasaría al sacar la mesa, caerían unos sobre otros. Sin distancia psicológica, somos masa. El mundo nos constituye en sujetos políticos, es el “entre” el que nos conforma. Pensar en un futuro no es un asunto de innovación, sino que de la posibilidad de hacer mundo.