De insomnio y sueños vívidos parecen estar hechas las noches estos días. Como si el simulacro de cotidianidad del día no fuera resistido de noche. ¿Por qué no podemos dormir?

El insomnio no es nada nuevo, pero hace décadas se le llama trastorno del sueño y se estudia neurológicamente; bajo ese paradigma no puede más que recibir tratamiento con pastillas. Lo que los laboratorios del sueño en los que se registra la actividad cerebral no consideran es que, para dormir, se necesita un mundo. No se duerme así como así; la niñez nos enseña que lleva tiempo aprender a dormir. Hay varios requerimientos existenciales para ello, como el cobijo, primero de los cuidadores y luego su sustitución simbólica. If I should die before I wake, I pray the lord my soul to take (si debo morir antes de despertar, pido al señor que se lleve mi alma) dice la oración infantil del siglo XVIII; y es que entre dormir y morir solo hay una letra de diferencia en ciertos momentos de la vida.“

¡Qué lejos estoy de todo!”, relató Cioran en En las cimas de la desesperación. Él describe al insomnio como el caos donde la noche es una monotonía, una continuidad infinita sin escapatoria. El tiempo toma un espesor sin progreso: “¡A las ocho de la mañana está exactamente igual que a las ocho de la noche!”. No importa cuántas horas de insomnio se padezcan –generalmente son cronológicamente menos de las que se experimentan subjetivamente–, sino que es una modalidad de existencia: un estar ahí sin pausas ni rupturas, porque al fin y al cabo dormir y soñar nos permite por un momento dejar de ser. Cosa que es un alivio (quizás por eso, según dicen, ha aumentado tanto el consumo de alcohol estos días).

El insomnio, aunque tenga causas diversas, tiene la cualidad de ubicarnos como objetos en la noche. Más que un pensar activo, las ideas nos invaden, el silencio de la noche se vuelve ruido, el límite adentro y afuera se difumina (por eso intuimos la locura), y no logramos insertarnos en el mundo, sino que éste -que ya no nos pertenece más- nos aplasta. Por eso las ideas del insomnio nos parecen tan exageradas de día. Es un modo de existir que se parece al de la guerra, que nos deja en una pasividad insoportable respecto del mundo, que nos desintegra.

Hoy no estamos en guerra, aunque se insista demasiado en su metáfora (quien sabe si con un fin o bien por falta de imaginación), pero hay una catástrofe, y no se puede dormir sin la confianza de despertar en algo conocido. Y soñamos mucho: el sueño debe hacer el doble de trabajo estos días para arrojarnos a otra escena, y así cortar los días iguales e interminables. Dicen que soñar es una psicoterapia personal, porque ahí nuestros lazos con el mundo siguen escribiendo guiones por resolver. Mientras que en el insomnio no se resuelve nada. Si no hay mundo no se puede dormir. Eso es muy evidente hoy, pero no estoy segura si antes había uno. No por nada se habla de globalización antes que de mundo, y ese “globo” se vislumbra cada vez más como un lugar inhabitable.

Me gusta el mundo según Hannah Arendt. La autora dice que éste no es algo que esté afuera de las personas, sino que entre ellas. Es lo común y a la vez la distancia para que exista la pluralidad; es como sentarse a la mesa: une y separa a la vez. En “tiempos oscuros”, cuando cae el mundo, la tentación es retirarse y replegarse en la vida interior, o bien exaltar otras formas de humanidad “sin mundo”. Por ejemplo, la fraternidad típica en los perseguidos (los que por obligación quedan fuera del mundo). Esa calidez presente en las marchas, en los aplausos a los médicos por las tardes, la emocionalidad de la Teletón, los actos nobles como declarar públicamente la eventual renuncia a un respirador para cederlo a otro. Humanitarismo que hace soportable la herida cuando no hay nada más, pero políticamente irrelevante; porque se trata de una sentimentalidad sin responsabilidad por sostener un mundo. La fraternidad no resiste como base ética para un mundo común y plural, dice Arendt, mientras que la amistad (cívica) sí. Que los héroes de la época sean rescatistas, primeras líneas del combate que sea, es que entonces no hay un mundo. Hay una emergencia constante. Si no hay horizonte ni amanecer, ni pensar en dormir.

Hay que salvar la vida. Pero también un mundo donde “alojarnos”. El distanciamiento social no tiene por qué coincidir con un distanciamiento psicológico y político. Refugiarse en el diálogo antes que en el ser. No sé si eso es salud mental (otro concepto difuso), pero pienso en cómo no quedar arrasados en una noche inmensa.