Esta nota incluye partes de violencia explícita.
A mediados de la década del 90, un hombre de 204 kilos y más de 1.80 de altura se posicionaba con una parrilla portátil en las afueras de Baltimore, Estados Unidos, para así ofrecer hamburguesas a los viajeros que circulaban por el sector.
Los automovilistas, hambrientos, no dudaban en bajar de sus vehículos para degustar un refrigerio antes de continuar con su camino, mientras el responsable de tales preparaciones, Joe Metheny, tomaba cada uno de los calientes trozos de carne para ponerlos entre las rebanadas de pan.
Lo que sus comensales no sabían, era que aquel sujeto con obesidad mórbida diagnosticada escondía un oscuro y violento secreto.
No estaba ahí —precisamente— porque quería recaudar dinero a través de la venta de comida rápida, sino que más bien, porque con cada mordida a sus llamativas hamburguesas, veía como se esfumaban las pruebas de una serie de aterradores crímenes, de los cuales él había sido el autor.
Cada vez que se acababan, volvía a su casa a buscar más.
Y a pesar de que así atentaba contra la integridad humana desde todos los puntos, planeaba seguir con su puesto a orillas de la carretera.
Se había convertido en “el hamburguesero”, como lo apodaban algunos en la ciudad, aunque con el tiempo, pasó a ser conocido en todo el país como “el asesino caníbal”.
El asesino que vendía hamburguesas con la carne de sus víctimas
Desde que nació en marzo de 1955, Metheny se enfrentó a múltiples episodios traumáticos: sus compañeros de colegio lo golpeaban y discriminaban por su sobrepeso, y su padre alcohólico agredía constantemente a toda la familia, hasta antes de dejarlos abandonados.
La madre se preocupó de mantener a sus seis hijos en Essex, a 25 minutos en auto desde Baltimore, por lo que dedicaba la mayor parte de su tiempo y energía a reunir fondos para cubrir sus necesidades básicas.
En 1973, a sus 19 años, Metheny se alistó en el Ejército estadounidense, un paso que lo distanció aún más de su familia y que trajo consigo nuevas complicaciones, aunque no permaneció por mucho en el regimiento.
Un sargento lo obligaba a hacer ejercicios constantemente para que adelgazara, situación que incentivó a su salida de la institución militar.
Ya alejado del resto de los reclutas, buscó trabajo en aserraderos de la zona industrial, pero tampoco duró demasiado. Asimismo, empezó a incursionar en el consumo de drogas.
Sin mayores proyecciones en torno a su futuro, encontró una oportunidad como conductor de camiones. En esa época, se emparejó con una mujer —también adicta a los estupefacientes— que tenía un hijo de 6 años, quien a pesar de que no poseía un lazo biológico con él, le decía “papá”, según recata Infobae.
Metheny creía que al fin estaba construyendo un hogar, uno como el que no tuvo durante su infancia, pero el consumo de sustancias de ambos potenció la destrucción de ese ideal que solo vivía en su cabeza.
Tanto en casa como en sus extensos recorridos detrás del volante, todo parecía estar en orden para él. Aunque ese escenario cambió repentinamente.
El inicio de una masacre
Tras un largo turno transportando carga por la carretera, volvió a la residencia en la que vivían en el sur de Baltimore, pero no había nadie y el ambiente sugería que tampoco iban a volver.
Entró en un estado de furia y desesperación. Con sus brazos enormes, rompió las sillas de la cocina y quebró el ventanal de una de las puertas, entre otros destrozos. Los pedazos de vidrio se esparcían por el piso.
Más tarde, salió en búsqueda de la mujer y el niño. Así estuvo por días, hasta que se le ocurrió ir debajo de un puente en el que ella compraba drogas frecuentemente.
Si bien, no estaban ahí, sí habían dos hombres en situación de calle.
Con una afilada hacha en su mano, les pidió información sobre a dónde había ido, pero ellos le respondieron que no sabían. Metheny insistió. No le dieron novedades.
Fue así como, sin mayor diálogo, recurrió a la herramienta —ahora convertida en un arma mortal— y los atacó con reiterados golpes, hasta tener dos cadáveres desmoronados y empapados de sangre frente a sus ojos.
Y al notar que un tercero situado en las cercanías pudo haber visto la escena del crimen, optó por abalanzarse sobre él y acabar con su vida.
Una vez que terminó, cargó los tres cuerpos y los tiró al río Patapsco.
Ese fue apenas el primero de varios atentados, aunque no todos terminaron de la misma manera.
El sospechoso puesto de hamburguesas
Su maniobra para pasar desapercibido fracasó.
Los agentes de la policía de Baltimore encontraron rápidamente a Metheny y lo calificaron como el principal sospechoso, por lo que las autoridades del tribunal lo derivaron al centro penitenciario del condado en espera de juicio.
Ahí pasó cerca de un año y medio, periodo en el que seguía pensando obsesivamente en el abandono de su ex pareja.
“Un tiempo después descubrí que se había mudado al otro lado de la ciudad con un imbécil que la hacía vender su cuerpo por drogas. Fueron detenidos por la policía y les quitaron al niño por negligencia y abuso”, afirmó él mismo según declaraciones rescatadas por el citado medio.
Pese a las atrocidades que había cometido, terminó absuelto ante la falta de pruebas y a que los investigadores todavía no encontraban los cadáveres.
Joe Metheny quedó libre para continuar con su reiterativa búsqueda. Y no conforme con las tres víctimas que cargaba en su historial, optó por aplicar métodos aun más retorcidos para deshacerse de las próximas.
Un día, se acercó a dos trabajadores sexuales para exigirles que le dieran información sobre el paradero de su ex novia, pero ellas se negaron rotundamente.
Enfurecido, el hombre de 204 kilos y 1.80 de altura se abalanzó sobre ellas y, de manera casi instantánea, sumó dos asesinatos más.
El camionero recordó que la última vez que cometió un crimen y arrojó los cuerpos al río, fue descubierto por la policía, por lo que ahora se los llevó a su casa, para luego desmembrarlos, guardar los trozos de carne humana en un refrigerador y enterrar las otras partes en el terreno de la empresa para la que trabajaba como conductor.
Pero todavía quedaba un factor que podría delatarlo. Si la carne seguía ahí por mucho tiempo, empezaría a descomponerse y a expandir su penetrante olor hacia afuera de la residencia.
Así que, sin meditarlo demasiado, fue a una carnicería local, compró productos de vaca y cerdo, y los mezcló con los restos humanos, para después preparar hamburguesas y venderlas en la carretera junto a una parrilla portátil que usaba para calentarlas.
Por supuesto, los compradores no tenían idea del origen. Y cuando redujo los cuerpos de las dos trabajadores sexuales, salió en busca de más personas y las asesinó crudamente.
El proceso se repetía y él seguía con su puesto en las afueras de Baltimore, sin generar sospechas.
O al menos, eso era lo que creía.
El arresto y la misteriosa muerte de “el asesino caníbal”
En 1996, una mujer escapó de sus ataques y se dirigió a un policía que —de casualidad— rondaba por la zona, para así denunciar las horribles agresiones que sufrió de su parte.
El nombre de Joe Metheny ya era conocido entre los agentes de la ciudad, debido al controversial caso que terminó con tres cuerpos en un río. Junto con ello, presumían que atraparlo no sería fácil, ya que al tratarse de un hombre con un perfil extremadamente violento y de cuerpo robusto, podía presentar resistencia ante las autoridades.
Como parte de un operativo que contó con todo un equipo de oficiales atentos, fueron a su residencia con el objetivo de arrestarlo. Pero a diferencia del cruento combate que creían que se armaría, no mostró resistencia e, incluso, manifestó estar dispuesto a confesar sus crímenes.
Cuando llegaron a la comisaría, empezó su relato.
Dijo que buscó desesperadamente a su ex pareja y su nuevo novio para matarlos, admitió que asesinó —y en algunos casos, además violó— a cerca de 10 personas, confesó que vendía carne humana en su puesto de hamburguesas y anticipó que no tenía intenciones de detener sus sangrientas operaciones.
Los oficiales quedaron estupefactos: Metheny no mostraba arrepentimiento ni tampoco se exaltaba al contar tales atrocidades. De la misma manera, detalló que también comió de esos sándwiches.
“Soy una persona muy enferma”, exclamó con su camiseta especialmente grande mojada con sudor, para luego añadir que “no tenía ninguna excusa real para hacerlo, aparte de que me gustaba (...) no sabría describirlo”.
“La próxima vez que vayas por la ruta y veas un puesto de hamburguesas abierto que nunca antes habías visto, asegúrate de pensar en esta historia antes”, alertó a los investigadores, sorprendidos y alarmados con lo que estaban escuchando.
Más adelante, cuando llegó el día de su juicio en el tribunal, afirmó estar “más que dispuesto a dar mi vida por lo que hice, para que Dios me juzgue y me envíe al infierno por una eternidad”.
En un inicio, las autoridades lo condenaron a pena de muerte, pero luego se reemplazó el veredicto por dos cadenas perpetuas consecutivas en un centro de máxima seguridad. Consideraron que lo mejor era que nunca saliera de prisión, ya que era un potencial riesgo para la humanidad.
Estuvo encarcelado y cumpliendo su condena por cerca de dos décadas, pero en 2017, fue hallado inconsciente en su celda. Unas horas más tarde, los peritos descubrieron que había tomado unas pastillas para atentar contra su vida, de las cuales nunca se supo cómo llegaron a él.
Tampoco quedó completamente claro cuántas personas mató realmente, ni el número de hamburguesas que vendió a los comensales de la carretera.