Las vacaciones se habían acabado. Sonó el despertador y Marty Tankleff, de 17 años, se levantó de su cama para saludar a sus padres y ordenar sus cuadernos para asistir al colegio.
Por desgracia, ese primer día de clases no comenzó como en años anteriores: su mamá estaba muerta y la sangre de su papá se desbordaba por el piso.
Tales manchas rojizas que se extendían por el suelo cambiaron su vida para siempre, como un cuadro abstracto que tarda años en resolverse, pero que sigue generando el mismo impacto que la primera vez.
Asustado, agarró el teléfono con sus dos manos y llamó a la policía. La impotencia se apoderaba de su cuerpo.
“Estaba en pánico total, en shock”, contó a la BBC, “no hay manera de describir el momento, porque lo que me pasó es algo por lo que nadie debería pasar”.
Pero a pesar del golpe, Tankleff vivió lo que nunca se habría esperado: fue declarado culpable por un crimen que no cometió y que lo mantuvo en prisión por 17 años, entre 1990 y 2007.
Fue en ese periodo cuando se dedicó a juntar las piezas que dieron paso al violento atentado.
Era inocente: el joven que fue a prisión tras ser acusado de matar a sus padres
Cuando los gendarmes lo escoltaron hacia los oscuros pasillos de la prisión, una serie de recuerdos se vinieron a su mente, como una ráfaga veloz e inesperada.
Marty Tankleff tuvo una infancia feliz. Sus difuntos padres, Arlene y Seymour, lo adoptaron antes de que naciera y lo criaron en una casa de Long Island, Nueva York, en donde contó con todo el apoyo que requiere un joven.
“Mi padre nunca tuvo nada cuando era niño, pero cuando yo estaba creciendo, ellos estaban en una situación financiera más estable, así que algunas de las cosas que hubieran querido tener de niños, me las dieron a mí”, relató al citado medio.
No solo se trataba de dinero. También dedicaban tiempo a estar con él y a hacer actividades familiares: jugaban, lo ayudaban en sus tareas y de vez en cuando preparaban sus maletas para irse de viaje.
Se veían como un grupo ejemplar. Pero todo cambió esa mañana.
Cuando la policía llegó a su hogar, los agentes fueron directamente hacia él y lo sometieron a un interrogatorio. Según informó la BBC, no quedó ningún registro sobre esa conversación.
“Me habían visto como sospechoso desde el principio”, declaró Tankleff.
En la escena del crimen
Durante el interrogatorio, el joven explicó que sospechaba que Jerry Steuerman podía ser el autor de los dos asesinatos.
Él era un socio que trabajó con su padre en un local de comida y que le debía una suma de $900.000 dólares, es decir, más de 720 millones de pesos chilenos.
La tarde anterior a los ataques, Steuerman y otras personas habían ido la casa familiar para jugar a las cartas con Arlene y Seymour, actividad que no terminó hasta bien entrada la noche.
Tankleff contó todos los detalles a los policías, desde lo que hicieron hasta quienes eran los visitantes, pero notó que “hubo un punto de inflexión, en el que las preguntas dejaron de ser parte de la investigación, a ser acusatorias”.
En la zona de Estados Unidos en donde ellos estaban, los agentes tienen la facilidad legal de mentir cuando creen que aquello puede ayudar a resolver un crimen. Y el detective a cargo del caso, James McCready, no dudó en hacerlo.
Según relató por esa época en una entrevista televisiva en CBS, “me acerqué a un escritorio, tomé el teléfono y marqué la extensión más cercana a la sala de interrogaciones, me paré y fui a contestar mi propia llamada”.
Había simulado que otro policía vio cómo despertaron a su padre con adrenalina, para luego consultarle quién lo atacó. La respuesta: su propio hijo. Aunque por supuesto, no era cierto.
También le dijo que encontraron muestras de pelo con su ADN en las manos de su mamá, pero eso tampoco era verdad.
Los nervios se apoderaron de Tankleff. Después de todo, solo era un joven que luchaba con los traumas del asesinato de su familia.
Y a partir de esos comportamientos y declaraciones acorraladas a las que lo indujeron los oficiales, pasó lo inesperado: fue declarado culpable en el juicio por el atentado.
En búsqueda de libertad
Si bien, los investigadores consideraron la opción de que Steuerman podría haber estado involucrado, al poco tiempo descartaron esa opción, debido a que unas semanas después del episodio se fue a California —el otro extremos del país— bajo la excusa de que tenía que cobrar un seguro y temía que lo fuesen a acusar a él.
“Yo no hice esto”, declaró durante el juicio.
Por su parte, Tankleff explicó que “si tomas a un sospechoso joven que acaba de vivir algo traumático, lo aislas, lo regañas, abusas de él verbalmente y lo llevas a pensar que solo hay una manera de salir de ese cuarto”, es lógico que piense que “decir lo que ellos quieren” le ayudará a estar más tranquilo.
No fue así. De hecho, le costó dos cadenas perpetuas, con la posibilidad de solicitar libertad condicional después de 25 años tras las rejas.
En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un convicto con toda la vida por delante, sentado entre asesinos seriales y delincuentes de alto riesgo.
“Lo que recuerdo de ese día es que me llevaron a la cárcel del condado, y que el empleado en el cuarto de pertenencias me preguntó: ‘¿Qué haces aquí? No hay manera de que te hayan encontrado culpable’”, dijo a la BBC.
Desde ese momento, dedicó 14 años a investigar desde el calabozo, para que así le dieran la oportunidad de demostrar su inocencia.
Y ya en 2004, pidió que reabrieran su caso, aunque en esta oportunidad, contó con evidencia física y más de 20 testimonios nuevos. Entre ellos, el de Glenn Harris, un conductor que llevó a dos asesinos a sueldo, Peter Kent y Joe Creedon, hacia su residencia durante esa noche.
Al revisar las informaciones que reunió con su abogado, Barry Pollack, los jueces decretaron —tres años más tarde— que no habían datos “suficientes” para culparlo por el crimen.
Él no lo podía creer.
“No fue sino hasta el día siguiente, cuando un guardia me trajo el periódico y vi mi cara en primera página que realmente entendí lo que había ocurrido. Fue algo por lo que trabajé durante tanto tiempo, que solo pude entenderlo cuando lo vi impreso”, recordó Tankleff al citado medio.
Y cuando los gendarmes fueron a buscarlo para sacarlo de la prisión, quiso caminar con lentitud.
“¿Por qué vas tan lento?”, le dijeron extrañados.
“Son mis primeros pasos de libertad”, les respondió en un tono calmado, “los quiero tomar despacio”.
Ya alejado de los barrotes, entró a estudiar derecho a sus 35 años, bajo la motivación de ayudar en casos parecidos al que él tuvo que vivir.
“Tengo amargura de que el sistema me falló, porque hubo personas que se comportaron, intencionalmente, de una manera que llevó a mi condena. Pero mientras haya gente que sepa la verdad, me queda una sensación de alivio”, reflexionó durante su entrevista con la BBC.