Lucie Blackman tenía 21 años cuando fue drogada, abusada y descuartizada por un poderoso empresario japonés mientras vivía en Tokio.
La joven británica había llegado a la capital nipona con su mejor amiga, Louise Phillips, para nutrirse de una cultura distinta a la que la rodeaba en Kent, su ciudad natal en Gran Bretaña.
Pero sin la sospecha de ningún peligro inminente, desapareció tras salir con un hombre mayor.
Y a pesar de que sus seres queridos tenían la esperanza de encontrarla con vida en Japón, la policía descubrió lo peor: había sido asesinada y una serie de otras mujeres también fueron víctimas del mismo sujeto.
La desaparición de Lucie Blackman
Corría la mañana del domingo 2 de julio del 2000, cuando sonó el teléfono en la residencia de huéspedes en la que vivían las dos amigas en Tokio. Phillips contestó la llamada y escuchó la voz de un hombre que hablaba inglés fluido.
Le dijo que Lucie se había unido a una secta religiosa y que no quería ser contactada por nadie. Tras expresar esas palabras, simplemente cortó.
Desde los primeros segundos, Louise supo que aquello era imposible. Después de todo, conocía a su compañera y sabía que no se uniría a un grupo de tales características. Y que no deseaba ser hallada por sus seres queridos era aún menos creíble.
Inmediatamente, recordó un dato crucial. La noche anterior, Lucie había salido con un hombre que había conocido en el bar en el que trabajaba y dicho sujeto le había regalado un teléfono celular y una costosa botella de champagne.
Sin pensarlo demasiado, llamó a su familia que se encontraba en Gran Bretaña. Supo que su amiga estaba en peligro.
Phillips y Blackman habían llegado al país asiático con el propósito de buscar una vida y experiencias distintas a las que tenían en Europa. Apenas terminó el colegio, Lucie consiguió un trabajo como azafata en una prestigiosa aerolínea británica, pero tras pasar un tiempo en ese empleo, notó que quería vivir en el extranjero.
Renunció a su puesto y las dos se dirigieron a Japón. Así, se asentaron en Tokio el 4 de mayo del 2000 —cerca de dos meses antes de la desaparición— y arrendaron una pieza económica en una casa de residentes, en las cercanías del Estadio Olímpico.
Las dos jóvenes encontraron trabajo rápidamente. Lucie como “anfitriona” en el bar de una discoteca llamada Casablanca, ubicada en el barrio de Roppongi, el cual es frecuentado por hombres mayores y adinerados durante las noches.
“Anfitriona” está entre comillas, porque en el país asiático se entiende esa labor en específico como el acto de no solo atender y servir tragos a los clientes, sino que también hablar y reírse con ellos. Dicha compañía no incluye sexo, lo que está prohibido por ley dentro de los locales.
De esa manera, las mujeres extranjeras con rasgos físicos distintos a los asiáticos pueden llegar a hacerse un buen sueldo trabajando unas seis horas.
Para Blackman, aquello parecía conveniente. Y como el recinto no se veía peligroso, adoptó ese trabajo.
Ambas estaban comenzando a adaptarse y todo transcurría con normalidad, pero el primer punto que le llamó la atención a su amiga, fue cuando Lucie ese sábado 1 de julio le avisó por teléfono que saldría con un hombre que conoció en el bar.
Después de ese momento, no volvió a escuchar su voz ni tampoco la volvió a ver en persona. Solo se quedó con esa llamada que un desconocido le hizo la mañana siguiente.
Consciente de que Lucie podía estar en apuros, luego de ese episodio llamó a su familia en Gran Bretaña. Tras escucharla, la hermana menor de Lucie, Sophie, voló a Tokio el 4 de julio, solo dos días más tarde.
Y una vez que se encontró con Louise, fueron juntas a una comisaría para hacer la denuncia.
Preocupadas, le explicaron a los policías que Lucie había salido con un extraño, que no había vuelto y que alguien dijo por teléfono que ella no quería ser contactada.
En un inicio, los agentes escucharon, pero tras conocer que ella trabajaba en un bar, desestimaron sus relatos y les dijeron que “ese tipo de mujeres” solían irse de vacaciones repentinamente con hombres millonarios, sin avisar ni dar explicaciones.
Como es de esperar, Louise y Sophie estaban indignadas. Lo sintieron como una discriminación directa hacia Lucie y vieron que los uniformados no tenían intenciones de salir a buscarla.
Los gritos de un padre y la ayuda del Primer Ministro
El papá de la joven, un desarrollador inmobiliario llamado Tim Blackman, llegó a Tokio cuando habían pasado 11 días sin que se obtuvieran pistas del paradero de su hija.
Ya en territorio nipón, otro británico casado con una japonesa le advirtió que como Lucie era extranjera y Tokio es una ciudad repleta de personas de otros países que se asientan ilegalmente, era probable que la policía no investigara a fondo.
Fue en ese momento cuando se le ocurrió hablar con los medios de comunicación para difundir el caso.
Justo en ese periodo, el Secretario de Asuntos Exteriores británico, Robin Cook, se encontraba con el Primer Ministro inglés, Tony Blair, en una visita diplomática en la capital nipona, por lo que se acercó a ellos para contarles la situación de Lucie.
Aquello les sorprendió, por lo que Blair le comentó el asunto a su par japonés, Yoshiro Mori, quien le prometió que atraparían al responsable de la desaparición.
Rápidamente, las acciones policiales comenzaron. Y al mismo tiempo, Tim recorría dicha metrópolis con más de 30 mil carteles con la cara de su hija, los cuales iba pegando por todos lados.
Así, el 13 de julio organizó una conferencia de prensa y el caso salió en los titulares de los medios de ambos países. Ocho días más tarde, el 21 de ese mes, Blair se reunió con la familia Blackman.
La presión por encontrar a Lucie era latente para las autoridades locales y las miradas de Gran Bretaña estaban puestas sobre la investigación de la Policía Metropolitana de Tokio.
En medio de ese escenario, también aparecieron testimonios y pistas falsas que interrumpieron el proceso, tales como una carta supuestamente firmada por ella que decía: “Déjenme en paz, estoy haciendo lo que quiero”.
Tanto su familia como los policías supieron que era una distracción. No había tiempo que perder.
Un hombre adinerado y jóvenes drogadas
Pese a que el caso ya era conocido en Tokio y Reino Unido, todavía faltaban rastros que llevaran al paradero de Lucie y el sujeto con el que salió la noche del 1 de julio. Fue por esto que el sargento Junichiro Kuku analizó nuevamente todos los informes.
En esa revisión, vio que una anfitriona de un club nocturno de Roppongi —el mismo barrio en el que trabajaba la británica— declaró en una oportunidad que aceptó la invitación a salir de un cliente. Tras ese evento, despertó varias horas después con dolor de cabeza y cuerpo, sin tener más recuerdos y con la sensación de haber sido drogada.
Con esos datos, los agentes fueron a hablar con las empleadas de los locales de la zona. En un inicio, ellas se negaron a declarar, pero luego tres extranjeras relataron situaciones similares, las cuales reportaron a la policía sin recibir mayor atención.
Todas venían de otros países, habían sido invitadas a comer por un japonés adinerado y habían sido drogadas, para después no recordar nada de lo sucedido y sentir dolores corporales.
Las piezas calzaban y parecían tener una relación directa con la desaparición de Lucie Blackman. Y aunque no sabían quién era el responsable de los atentados, sí estaban seguros de que se trataba de la misma persona: un violador en serie de alto poder adquisitivo que llevaba años operando de esa manera.
Una de las víctimas, proveniente de Australia, contó que en 1997 —tres años antes— alcanzó a anotar en su agenda el nombre y número de teléfono del agresor. Si bien, cuando se la solicitaron dijo que ese registro estaba en su país natal, le pidió a su papá que se la enviara para que los detectives pudieran revisarla.
La hoja con esas anotaciones efectivamente estaba ahí, aunque ampliamente tachada. Los investigadores tuvieron que leerla a contraluz.
“Yuji Honda” era el nombre que se leía en el papel, mientras que el número terminaba en 3301.
Revisaron la línea y vieron que seguía activa, por lo que buscaron entre los teléfonos que terminaban con esos cuatro números y vieron que uno de ellos tenía historial de haberse contactado con la australiana.
Luego, le pidieron a la compañía de celulares que les revelara quién la ocupaba. Como en ese tiempo no existía la misma tecnología que ahora, solo obtuvieron que la zona desde la que se habían hecho los llamados era Akasaka, una de las más caras de Tokio.
Los policías siguieron el rastro y llegaron a unos edificios residenciales. Según las víctimas, el sujeto tenía una colección de autos de lujo importados —tales como Porsche y Mercedes Benz— , además de propiedades sobre el mar.
Tras esos avances, una de las mujeres fue al lugar con los agentes y reconoció que había estado ahí cuando fue atacada.
Con una foto de Lucie Blackman en sus manos, los detectives fueron a un costoso restaurante cercano y preguntaron a los trabajadores si habían visto a la joven. Ahí, una mesera aseguró que sí y dijo que la vio comiendo con un hombre mayor.
Volvieron a los edificios y buscaron a alguien que tuviese varios vehículos. Fue así como encontraron a uno. Su nombre real: Joji Obara.
El arresto y la evidencia de sus crímenes seriales
Para asegurarse de que aquel individuo era efectivamente el que buscaban, los policías reunieron varias fotos de distintos hombres y se las mostraron a las víctimas. Todas ellas dijeron que Obara, un agente inmobiliario, era el agresor.
Ya habían pasado 100 días sin saber nada de Lucie Blackman, así que sin más atrasos, elaboraron una estrategia para arrestarlo.
Sabían que todas las mañanas salía a buscar el diario, así que llegaron a las 6:00 y esperaron a que abriera la puerta.
Poco menos de una hora después, salió en busca del periódico, momento en el que fue sorprendido por un detective, quien le preguntó si era Joji Obara. Él respondió que sí y procedieron a detenerlo y a revisar el interior de su residencia.
Lo que encontraron los sorprendió. El sujeto tenía un cuaderno personal en el que relataba sus crímenes, además de drogas ilícitas y sustancias que tienden a ser utilizadas para cometer delitos.
También había unos sospechosos accesorios de metal que colgaban desde el techo y más de 400 videos caseros que se demoraron una semana en revisar por completo.
Las grabaciones audiovisuales mostraban centenares de violaciones a mujeres inconscientes, mientras que esos objetos metálicos eran usados para colgar a sus víctimas. Por su parte, él figuraba desnudo en las cintas, generalmente con una máscara en su rostro.
La evidencia en contra de Obara era demoledora, pero Lucie Blackman no salía en ninguno de esos videos.
De hecho, el empresario negó haberla conocido y declaró que las mujeres de los registros habían actuado, de forma consentida, a cambio de dinero.
Su versión no se sostuvo, ya que las víctimas que aparecían en las escenas no recordaban nada en absoluto. Asimismo, en una grabación se veía que una de ellas temblaba mientras estaba inconsciente, lo que según los peritos, sugería que podía haber sido intoxicada con una sustancia específica.
Dicha joven era una ex modelo australiana de 21 años llamada Carita Ridgway, quien había muerto en 1992 en un hospital, tras ser llevada por un sujeto que se presentó como Nishida y que pagó los gastos de internación.
Al revisar las transacciones, vieron que el hombre que su verdadero nombre era Joji Obara, el mismo individuo. También, vieron que la ficha clínica decía que murió a causa de un envenenamiento por mariscos.
Por esa época, el empresario incluso había insistido repetidamente para reunirse con sus familiares cuando viajaron a Tokio para verla en el hospital. Cuando lo logró, les dijo que la amaba y que “quería pasar mucho más tiempo con ella”.
Junto con ello, les ofreció un collar de diamantes, un anillo que —según les aseguró— había comprado para darle en su cumpleaños y se ofreció a pagar el funeral, pero ellos se negaron a aceptar cualquier elemento de él.
Les pareció extraño, hasta que años después, a raíz del caso de Lucie Blackman, descubrieron que él mismo abusó sexualmente de Carita Ridgway y posteriormente la asesinó.
Perfil de un asesino
Nació en Osaka en 1952, como fruto de un matrimonio coreano con escasos recursos. Si bien, la familia tenía problemas para sustentarse, cuando Obara era un niño su papá comenzó a ganar dinero en apuestas, hasta el punto en que cambió la economía familiar con máquinas de póker.
A partir de aquello, pudo estudiar en un colegio privado de élite y contó con numerosos profesores particulares. Cuando tenía 17 años, en plena adolescencia, su progenitor murió súbitamente, por lo que él y sus dos hermanos heredaron una fortuna y las múltiples propiedades que tenía en Osaka y Tokio.
Luego, estudió Ciencias Políticas y Leyes en la Universidad de Keio en la capital nipona y cambió su nombre a Seisho Hoshiyama, para así camuflar su ascendencia coreana. Sin embargo, después se arrepintió y volvió a adoptar el de nacimiento.
Obara también estudió por cortos periodos en Estados Unidos y Suecia, por lo que hablaba fluido inglés, mientras que amasó su poder económico hasta conseguir un patrimonio de 45 millones de dólares, invertidos en el sector inmobiliario y vehículos de lujo.
Más adelante, en la década del 90, comenzó a perder parte de su riqueza, por lo que se vinculó con la mafia para lavar dinero sucio.
A lo largo de su vida, Obara presentó signos de no estar conforme con su etnia. No solo trataba de ocultar que sus padres eran de Corea, sino que también, detestaba sus ojos rasgados y se operó para tenerlos más redondos.
Tampoco dejaba que le sacaran fotografías —para no ser identificado— y ocupaba frecuentemente unos lentes negros, además de tomar hormonas de crecimiento y poner unos tacos internos en sus zapatos para verse más alto.
Asimismo, tenía una fuerte obsesión con las mujeres de características físicas occidentales. Derechamente, las odiaba, por lo que buscaba locales en donde jóvenes extranjeras fueran anfitrionas, para así identificar potenciales víctimas.
Su diario personal —hallado tras su detención— dio señales de su violento y retorcido estado mental. Ahí, escribió ofensas contra las mujeres de otros países, dijo que buscaba “venganza contra el mundo” y manifestó que sus planes eran “haber tenido sexo con 500 personas para cuando tenga 50 años”.
Tales escritos lo delataron, más aún cuando detalló explícitamente sus intenciones de atacarlas mientras “están inconscientes” y que le suministró “demasiado” de una sustancia en particular a Ridgway.
Seguido de leer sus confesiones, los policías fueron al hospital en que murió la australiana y vieron que las muestras de su hígado tenían niveles altos de ese mismo componente que mencionó Obara.
Ya habían reunido las pruebas más que suficientes para llevarlo a juicio.
Qué pasó con Lucie Blackman y Joji Obara
En enero de 2001, a nueve años de la muerte de Carita Ridgway en 1992, su mamá Annette y su hermana Samantha viajaron a Tokio para identificar si Obara era el sujeto que les ofreció pagar el funeral, el anillo y el collar de diamantes.
Efectivamente era él, alertaron a los agentes policiales, quienes les confirmaron que antes de que fuese llevada al hospital, la joven fue abusada sexualmente por el japonés.
Los investigadores tenían claro cómo operaba Obara. Se acercaba a sus víctimas en los clubes nocturnos, las invitaba a salir, las llevaba a su departamento, las drogaba y cuando despertaban les decía que habían bebido alcohol de más y les daba dinero.
En el caso de Ridgway fue distinto, ya que terminó asesinada. Y luego se confirmó que Lucie Blackman también, aunque todavía no encontraban su cuerpo.
Durante uno de los varios interrogatorios, el hombre admitió que la conoció en el restaurante llamado Casablanca, pero dijo que fue una semana antes de que desapareciera y que él no fue el responsable.
Tras una serie de operativos, los investigadores hallaron el cadáver de la británica el 9 de febrero de 2001. Estaba descuartizado en el sector de Miura en Kanagawa, al interior de una caverna frente al mar y en las cercanías de uno de los departamentos de Obara.
Así, reconstruyeron lo que pasó el fin de semana en que desapareció.
El sábado 1 de julio del 2000, se encontraron a las 15:00 y fueron a almorzar a un restaurante. Luego, a las 17:00, fueron a uno de los departamentos del japonés y posteriormente, a las 3:00, Obara volvió solo a Tokio para comprar una motosierra y otros objetos.
Dos días más tarde, regresó a ese lugar para descuartizarla y esconder los rastros en diferentes bolsas al interior de la caverna.
Al darse cuenta de que había sido descubierto, Obara admitió en el juicio que la drogó para abusar de ella sexualmente, pero aseguró que el asesinato fue involuntario.
Su juicio comenzó el 4 de julio de 2001 y terminó el 24 de abril de 2007. El japonés fue sentenciado por distintos casos de violación y por la muerte de la australiana, aunque para sorpresa de la familia Blackman, no fue condenado en esa oportunidad por atentar contra Lucie.
Las autoridades estimaron que el empresario cometió más crímenes de los que no se tenía conocimiento, entre 150 y 400 asesinatos y violaciones.
Tim Blackman dio una conferencia de prensa en estado de furia a la salida: “El veredicto de la corte de hoy demostró que la muerte de Lucie no ha sido en vano. Impartió justicia a Carita Ridgway y las otras ocho víctimas que valientemente se presentaron para apoyar el caso, pero desafortunadamente hoy no recibimos justicia por Lucie”.
Frente a esta situación, los abogados apelaron y el 25 de marzo de 2008 se inició un nuevo juicio que duró hasta el 16 de diciembre. Ahí, la Corte Suprema de Tokio dictaminó que era culpable de desmembramiento y disposición del cadáver de la británica, pero no de asesinato, así que le dieron cadena partpetua a sus 55 años.
Jane Steare, la madre de Lucie, declaró que la nueva sentencia sí respondía a la justicia, a pesar de que no haya recibido pena de muerte.
Los restos de la joven fueron llevados de vuelta a Gran Bretaña y enterrados con la frase: “Una estrella iluminando nuestro cielo”.
La historia de la británica fue abordada en el documental Desaparecida: el caso de Lucie Blackman (2023). Dicho título, ya disponible en la plataforma de streaming Netflix, cuenta con testimonios tanto de su padre como de la policía de Japón.