De la muerte podemos saber de las actitudes frente a esta, temerarias, fóbicas, románticas; podemos saber de algunas cosas que le pasan al cuerpo, pero de la muerte en sí, no se sabe nada. No se puede saber.

La muerte en Occidente no siempre fue la misma cosa, Philippe Ariès investigó esa historia. En la antigüedad, dice, durante siglos se moría en una actitud sin demasiado aspavientos, la muerte era admitida como algo familiar y próximo, como un destino colectivo: al moribundo le aguardaba lo mismo que a todos. Resignación que comienza a ser resistida con el proceso de individuación a mediados de la Edad Media, cuando aparece la importancia de la propia muerte y la ajena; la muerte se exalta, se dramatiza, dando lugar al romanticismo, y ya en el siglo XIX, al culto a los cementerios y las tumbas.

La muerte pasa de ser familiar a ser ruptura, y el luto, frente al nuevo desborde emocional, se transforma en el código moral para no sentir ni más, pero tampoco menos, de lo considerado adecuado. A Ariès le asombra, un nuevo tiempo, nuestro tiempo, para la muerte; la idea y los sentimientos sobre ella sufren un cambio radical: la muerte se convierte en una especie de tabú vergonzante, en algo que interrumpe el proyecto forzoso de felicidad. No se habla sobre los enfermos, ni tampoco a los enfermos sobre su condición, por cuidarlos, por incomodidad de los parientes. Se cuida también a los niños, se los excluye de la escena de la muerte de manera inversamente proporcional al levantamiento del tabú sexual, el sexo sí, la muerte no. Se va a morir de manera aséptica al hospital, y salvo los funerales narcos, se espera sobriedad y una administración –como casi todo- privada del duelo, definiendo la psiquiatría cuánto se puede soportar sin tomar una pastilla.

Se trata de la muerte seca. La muerte más muda y más sola que nunca, carente de representaciones comunitarias para atravesar la pérdida; existen los seguros de vida, pero la muerte es negada como si fuese antes una tragedia personal que un destino. Como sea, la muerte podrá ser una trivialidad para la especie y una cifra para la estadística, pero es vivida como excepción, una que se debe cargar en la soledad (aunque acompañados) tan propia de lo contemporáneo. Los rituales en general empiezan a ser vistos como algo anacrónico y no pueden competir con lo novedoso, pero su insistencia en la vida moderna quizá tenga que ver con que permiten descansar de un dolor en la comunidad, descansar de sí. Salir de sí: transar intensidad (asfixiante) corporal por lenguaje compartido. Única forma de elaborar el trauma.

La melancolía es inherente al ser humano porque es la conciencia de la muerte y la pérdida. Pero se trata de una tristeza feliz, porque a la vez hace conjuros contra el miedo a la muerte, a través de movimientos fuera de sí como el amor, la creación, la política, cosas que llevan a nuevas formas de implicarse con uno mismo y el mundo. La melancolía permite atravesar el duelo porque supone la posibilidad de un futuro, de un nuevo comienzo. No es casual que ya casi no se hable de melancolía sino de depresión, que es su versión más pobre, más privada; la versión del ser humano reducido a su mera existencia física, arraigado a lo que dice su carné de identidad o a su etiqueta sociológica: la depresión es vivir con las puertas del futuro cerradas, según el poeta Kopland. El sujeto desnudo de vida política y cultural es el de la depresión y no el de la melancolía creativa.

En nuestros días hay comunicación, pero sin comunidad (y poca política), el duelo, entonces, es algo que tiende a estancarse, a coagularse en un cuerpo solitario. Y cuando la sensación de impotencia política, la pérdida de mundo y de poder decir algo nuevo sobre sí (más allá de los discursos trillados) se vuelve un asunto social, entonces la depresión moral arriesga a un pueblo a lo peor. Es lo que sostiene Judson Peverall en su investigación sobre la Alemania de entreguerras: la decadencia de los lazos comunes, las pérdidas imposibles de digerir en un duelo habrían sido el caldo de cultivo para la degradación política y nacionalsocialismo.

Un ejemplo de esta miseria de los gestos cotidianos son los decires de estos días sobre los pobres. Sobre el hambre se les permite el grito-espectáculo de matinal, se los imagina como la familia de la canasta, los mismos de siempre los criminalizan, y otros caen en ese gesto irritante y de moda, de confesar sus privilegios -con una culpa inservible al mundo- para declarar con toda liviandad que pensar en la muerte, amar o la poesía son lujos que los pobres no pueden darse, así que mejor ni hablar de esas cosas. Claro que son lujos, pero están lejos de ser privilegio de los ricos. Nombrar el hambre a secas es desarraigar al otro del mundo común, reducir la vida a carne desnuda de política y pensamiento. Es condena. Sí, cuando no se pone atención a la palabra nueva del otro, y se lo reduce a al dato demográfico se lo condena a la depresión y a la miseria simbólica. Este asunto es la intersección precisa entre nuestra crisis social y pandemia (lo segundo no anula lo primero). Para vivir se necesita pan, hoy respiradores, pero también espacio para la palabra, para incluirse en un mundo común.

No desarraigar(se) del mundo es aun más urgente en tiempos de desesperación. Tras la pandemia, habrá más que sólo imágenes de bares y playas, habrá un duelo inmenso, y como en todo duelo, sólo es posible atravesarlo cuando existe un mundo para compartir el dolor, como también la libertad política y cultural para un nuevo pensamiento, una imaginación de algún porvenir.