La casa quiere que nos vayamos, escribió alguien en redes sociales cuando pregunté si también se les estaba rompiendo todo. “No sé si estoy entrando al baño o al Titanic”, “La lavadora da saltos como si estuviera poseída”, “Platos y vasos rotos como si no hubiera mañana”, sigo leyendo. Alguien tiene la teoría de que somos nosotros mismos quienes echamos a perder artefactos eléctricos cuando, bajo ciertas circunstancias, sufrimos fluctuaciones de voltaje. Otra persona recuerda el poema Apocalipsis doméstico, de Gonzalo Millán:
La peineta perdió otro diente.
La trizadura del espejo es otra arruga.
No queda ropa limpia.
“Creo que nuestras casas fueron hechas para no estar en casa”, dice el escritor Pedro Gandolfo. Es cierto, porque la casa es también la ciudad. Aunque se ha insistido tanto en la privatización de la vida y en el peligro de la calle. Cuando la calle se vuelve peligrosa, ese es otro asunto, uno social. Casa y calle son ideología y tensión política. “Se revela que la casa no es segura”, leo por ahí; sin duda casa no es garantía de un hogar. Una amiga me contó que en un viaje se alojaba en una pensión y que, tras una mala experiencia con sus compañeros de dormitorio, una pareja la rescató y la llevaron al suyo. Notó que en la pieza transitoria ellos habían puesto una muñeca en un lugar principal; le explican que es imperativo hacer de todo lugar un hogar. Un hogar es un rincón, una rutina, un objeto amado que entonces hace un contorno sagrado al espacio que se habita.
Los objetos domésticos son cada vez más decorativos, pero no se aman. Tienen una lindura que nada tiene que ver con placer ni el regazo que un objeto puede dar, porque los objetos se han vuelto cosas, mercancías. Como escribió Pasolini, existe una pedagogía de las cosas aún más efectiva que los discursos, porque educan la carne.
Si es difícil amar a los objetos modernos, es porque no es posible reconocer la presencia de la mano humana en ellos, el misterio del artesanado. Las cosas entonces se poseen, se usan, se tiran, y además su tipo de belleza decorativa es capaz de maquillar los residuos que se acumulan en algún lugar que no vemos, pero que, en todo caso, amenaza con rebalsarse.
El lenguaje de las cosas es una educación a los sentidos y a la erótica, es decir, es una teoría de la relación a los cuerpos, de otros y el propio. Por eso, las personas también podemos desgastarnos, fundirnos, explotarnos y luego no sabemos qué hacer con los desechos (aunque tengamos eufemismos para tapar la violencia del procedimiento). Estos días, precisamente, circuló por redes sociales una conversación pública entre unas mujeres que habían decidido cambiar a su nana –a quien aseguraban tenerle “mucho cariño”– por un robot. Decían, que incluso, deshaciéndose de la mujer que ya no les servía más, la casa estaba más limpia.
Estamos en una guerra de lo sensible, llenos de objetos que neutralizan el pensamiento sobre las cosas, sobre su proveniencia y los conflictos que conllevan. La escritora Annie Le Brun le llama protocolos de percepción a la belleza que es normativa de las clases dominantes; el botín no es solo el dinero, sino que también está en juego el botín cultural. Observa la arquitectura de las casas modernas de los más ricos y sus imitaciones, cuyos materiales suelen ser transparentes, pulidos, sin conflicto: la idea del hogar sin tensiones. Hace un tiempo, a esas casas las llamo casa-baño, porque, aunque no estoy segura si la idea es imitar un templo o no, su pulcritud me resulta más parecida a un baño que a algo sagrado; un baño de lujo y una casa son cada vez más parecidos (quizás porque el nuevo dios es el ideal sanitario). Cuando hay dinero, la ciudad también va revistiéndose de esa estética; incluso he visto templos-baño, mientras que en el mundo crecen los barrios marginales. Que no se ven, hasta que hay un estallido. Algo parecido ocurre con el cuerpo, la moda internacional de la ropa deportiva, dice Le Brun, es el atuendo de consumidor contemporáneo y mata dos pájaros de un tiro: es una servidumbre con las marcas, y a la vez un signo de la competencia permanente, una que puede ser con uno mismo (¿cuerpo-baño?).
El gusto hegemónico es el de los vencedores de una época, por eso se vuelve transversal socialmente e, incluso, logra capturar la estética de la rebeldía, como la moda de los pantalones caídos (que olvida su origen en los presos afroamericanos que no podían usar cinturón). La ideología de las cosas de nuestro tiempo es neutralizar. Un mundo de cosas sin causa puede volver también nuestras vidas obsoletas: las cosas van delineando el territorio interior.
Si tantas cosas no generan afecto, no es porque se rompan, sino porque son mercancías. No hacen rincón, ni hogar, no tienen reflejo humano por más diseño que traigan. Es una curiosidad sentir estos días que son las cosas y la casa las que nos quieren tirar a nosotros; quizás las cosas ya no nos van a necesitar más. Y es que insistimos en un mundo en que el fin justifica los medios, pero, por el contrario, la historia muestra, trágicamente, que los medios determinan siempre el fin.