Cuando se habla de amor, así como de sexo, casi siempre queda la impresión de que no se está hablando realmente de ninguna de las dos cosas. Intentar iluminar estas zonas, ya sea para contenerlas, liberarlas o explicarlas, es como pinchar una mariposa en un insectario: se analiza, pero se pierde el vuelo. Hablar de amor y de sexo suele derivar en prescripciones sobre cómo amar, desear y tener sexo.
Tras varias décadas de diseccionar al sexo, ha aparecido un renovado interés por los asuntos del amor. Después de todo, sobre el sexo no hay demasiada novedad desde del gran corte generacional de fines de los sesenta hasta hoy. Otra cosa es que, desde entonces, cada generación se piense como la primera de su especie; cuestión que se explica por el corte con la tradición: cada juventud se encarga de no repetir a sus padres (aunque a su pesar, los repitan tantas veces). “El mundo cambia eterna e inagotablemente. Pero una vez cada varios milenios se produce el fin del mundo”, escribió Pasolini; le escribe a un joven imaginario sobre la extrañeza que los separa, una extrañeza distinta a la que durante siglos separó a padres e hijos. Leer al Pasolini o Natalia Ginzburg de los setenta, revela que seguimos en la misma fase del mundo hace casi medio siglo: “El mundo actual parece un reino de adolescentes, mujeres y hombres se disfrazan de adolescentes tengan la edad que tengan (…) se forman grupos para defenderse de la oscuridad y del silencio, de la presencia agotadora y de la soledad. Se forman grupos para viajar, para existir, para tocar y cantar, para crear obras. Se forman grupos incluso para hacer el amor”, escribe Ginzburg. Describe las nuevas (ya nada de nuevas) formas colectivas y ruidosas de rodear la muerte, no necesariamente con felicidad, pero con una “sensación instantánea de supervivencia y elección”. Elegir es precisamente el mito del mundo contemporáneo.
Sobre el sexo se ha hablado demasiado, se habla por supuesto como se hace de una actividad, solo de una actividad se puede hacer una anatomía, un manual. No de una experiencia. Esta última siempre es porfiada y muda en algún sentido. Da la impresión que el interés sobre el amor en los últimos años tiene el mismo esfuerzo, de confiscar el amor para tratarlo como actividad; luego la ruta: la ciencia y sus explicaciones químicas, los manuales, las prescripciones, la política. Cada vez que en la prensa se habla de amor es en su relación con la opresión y el abuso. No convirtamos al amor en una pasión triste, dice la psicoanalista Alexandra Kohan. ¿Hay otras cosas que se puedan pensar sobre amar?
El sexo pasa por el cuerpo, y el goce del cuerpo siempre es de uno, aunque se esté de a dos o de a tres. Mientras que el amor, no el amor como actividad, sino como experiencia, involucra inevitablemente a otro, se esté de a uno, de a dos o de a tres. El número del amor es el dos, que tiene algo intratable y tortuoso, el dos es el número de lo abierto, del tajo en el ego: la mirada, la voz, la atención de otro (presente o no, porque basta con saber que somos importantes para otro) es lo que calma. Calma siempre a medias, porque en la medida en que hay abertura en una existencia, inevitablemente se toca la soledad. Y a la época, la misma del fin de Pasolini y Ginzburg, le inquieta precisamente esa alianza irreductible entre soledad y amor. Se espera más bien que tanto en soledad, en pareja o en todas sus variaciones, se esté soltero: es decir, cerrados sobre sí mismos, varios “unos” en relación: vivir solos juntos.
¿Es la pandemia un fin de mundo? ¿Habrá alguna extrañeza entre nuestro mundo (que comenzó en los sesenta) y el por venir a continuación? Al menos hasta acá las preguntas sobre el sexo y el amor en lo público siguen siendo las mismas preguntas aburridas: quiénes están teniendo sexo, qué dice la ciencia sobre la distancia, qué ocurre con las apps de citas. No sé si hay algo nuevo por venir, pero sí que hay algo del misterio de los cuerpos y el deseo, que con la suspensión de la ciudad, sus reglas y la aparición de la muerte, habla con algo más de honestidad.
Aunque muchos lo están, no es cierto que todos estén angustiados ni se sientan separados. Hay quienes están mejor cuando la catástrofe interna coincide con la externa, la catástrofe compartida puede generar nuevos vínculos y deseos. Hay quienes solo pueden amar en tiempos excepcionales. Algunos se encerraron a pasar la cuarentena con quienes no tenían apuro o afán alguno en proyectar una relación, pero prefirieron la compañía, y quién sabe si jugando al amor se enamoran. Otros, a pesar de que parezca inconveniente en días como estos, al fin se separaron, ya estaban solos. Los más apasionados o desesperados buscan las maneras de encontrarse más allá de las leyes de la ciudad. Y hay quienes, solos o emparejados, siguen igual de solteros, satisfechos consigo mismos, como siempre.
¿Hay algo nuevo? ¿Nuevas relaciones al cuerpo y a los otros? Algunos ya amaban, desde antes, con mascarilla, para lo mismo que la usamos ahora: para evitar el riesgo de contagiarse de otro, para respirar del propio aliento. Quizás solamente se revele por un instante, que nunca fuimos modernos, en el sentido de la ilusión de poder conocer y dominar el mundo y la experiencia. Tan antiguo como el virus, hay algo del amor que es inmoral e impolítico, que siempre se resistió al saber y a la doctrina.