Cada vez queda menos para que se estrene en los cines una de las cintas más prometedoras de esta temporada: Oppenheimer (2023).
La película dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Cillian Murphy está basada en American Prometheus (Vintage Books, 2006), un libro biográfico que relata la vida de Robert Oppenheimer, a quien se le atribuye ser el padre de la bomba atómica.
Y precisamente, la magnitud de tales acontecimientos y el arrepentimiento del físico tras sus hallazgos han hecho que este filme se posicione como una entrega esperada tanto por los cinéfilos como por los amantes de la ciencia, la historia y el público en general.
Oppenheimer y la primera prueba de la bomba atómica
Fue el 16 de julio de 1945 en el desierto Jornada del Muerto, en Nuevo México. Esa madrugada, un grupo de científicos y militares presenció la primera prueba de una bomba atómica de la historia, la cual fue denominada como “Trinity”. Entre ellos, estaba uno de los nombres que hizo posible aquel evento: el científico Robert Oppenheimer.
Él se había encargado de diseñar y construir el arma, la misma que cerca de un mes después iniciaría los ataques a la población civil de Japón, lo que desató graves consecuencias que traspasaron a los bombardeos como tal.
En ese momento, Oppenheimer —un fumador constante de cigarrillos— pesaba poco más de 53 kilos, un número reducido para un hombre de 1.78 metros de altura. Y a medida que pasaba el tiempo, las expectativas crecían.
Solo había dormido cuatro horas, pero no importaba. En apenas unos instantes presenciaría un episodio que quedaría grabado en la historia, junto a su propio nombre.
Posicionado a unos 10 kilómetros de distancia de la bomba, el científico esperaba en un búnker. Según informaciones reunidas por los historiadores Kai Bird y Martin J Sherwin —los autores del citado libro en el que se basa la película— un general que estaba junto a él relató que “se puso más tenso a medida que transcurrían los últimos segundos”, hasta el punto en que “apenas respiraba”.
Pero en un instante, el sol se eclipsó, se escuchó un sonido estremecedor y se formó una onda de choque que llegó a unos 160 kilómetros de distancia. La prueba Trinity había sido un éxito.
Según datos rescatados por la BBC, después de la prueba se le vio notoriamente más relajado, con una sensación de “tremendo alivio”. Minutos tras la explosión, su amigo y colega Isodor Rabi lo vio a lo lejos.
“Nunca olvidaré su forma de caminar, nunca olvidaré la forma en que salió del auto”, recordó, “era como la de alguien que está en la cima”.
Oppenheimer lo sabía. Años más tarde, en la década del 60, reveló que en ese momento se le vino a la mente un pasaje del texto religioso hindú Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Sin embargo, su ánimo fue decayendo con los días.
“Robert se quedó muy quieto y rumiante durante ese período de dos semanas, porque sabía lo que estaba a punto de suceder”, dijo uno de sus amigos en el libro de los historiadores.
Incluso, otro de ellos confesó que lo escuchó lamentarse una mañana, refiriéndose al futuro ataque a Japón: “Esa pobre gente, esa pobre gente”.
No obstante, no duró demasiado. Cuando llegó el momento de planear el lanzamiento, volvió a concentrarse en su trabajo, con ese nerviosismo característico que tenía cuando prendía cada cigarrillo. Estaba atento a cada detalle.
Y cuando les avisaron que la primera bomba atómica explotó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, Oppenheimer “agitó su mano sobre su cabeza como un boxeador victorioso”, según contó posteriormente uno de los presentes.
Los primeros años y la personalidad del científico
Los historiadores Bird y Sherwin, en su libro, describen su personalidad como “un enigma”, debido a que junto con sus capacidades de liderazgo “cultivó ambigüedades” en quienes lo conocieron. Uno de sus amigos también lo calificó en una ocasión como “un manipulador de la imaginación de primera clase”, ya que era —y sigue siendo— difícil de descifrar completamente.
Nació en Nueva York en 1904, como hijo de inmigrantes judiós alemanes que se habían enriquecido con el comercio textil. Su familia tenía una buena situación económica y vivían en un departamento en el Upper West Side de la Gran Manzana, en donde tenían tres sirvientas y un chofer.
Si bien, él creció bajo esas condiciones, sus amigos de la infancia manifestaron que no tenía una actitud particularmente mimada. Jane Didisheim fue su compañera en el colegio y lo recordó como un joven que “se sonrojaba con extraordinaria facilidad” y que era “muy frágil, con las mejillas muy rosadas, muy tímido”.
A ello se le sumaba un aspecto clave: era muy inteligente y siempre quería adquirir nuevos conocimientos, además de repasar el significado de lo que ya había aprendido.
“Era muy brillante”, explicó Didisheim, “muy rápidamente todos admitieron que él era diferente a todos los demás y superior”.
Por ejemplo, a los 9 años ya leía filosofía en griego y latín, mientras que solía ir al Central Park para hacer expediciones y después enviar cartas con sus descubrimientos al Club Mineralógico de Nueva York. De hecho, hay registros que aseguran que dicha organización lo confundió con un adulto y una vez lo invitaron a hacer una presentación.
Sus capacidades intelectuales y su afán por descubrir eran inusuales en comparación a otros jóvenes, un factor que según los historiadores, también llevó a que fuese alguien solitario.
“Por lo general, estaba preocupado por lo que estaba haciendo o pensando”, relató un amigo, mientras que su primo dijo que no solía participar en deportes ni los “juegos rudos típicos de su grupo de edad”.
“A menudo se burlaban de él y lo ridiculizaban por no ser como los demás”, añadió.
Aún así, más allá de los vínculos interpersonales en la escuela, sus papás eran conscientes de que su hijo tenía un alto intelecto. Y por supuesto, Oppenheimer también.
“Recompensé la confianza de mis padres en mí desarrollando un ego desagradable, que estoy seguro debe haber ofendido tanto a los niños como a los adultos que tuvieron la mala suerte de entrar en contacto conmigo”, explicó él mismo, años más tarde.
Tras su paso por la escuela, se fue del departamento de sus padres para estudiar química en la Universidad de Harvard.
Una colección de archivos titulada Robert Oppenheimer: Letters and Recollections (Harvard University Press, 1980) y editada por Alice Kimbal Smith y Charles Weiner incluye una carta que el científico escribió en 1923, periodo en el que estaba en dicho recinto académico.
“Trabajo y escribo innumerables tesis, notas, poemas, historias y basura (...) produzco olores desagradables en tres laboratorios diferentes (...) sirvo té y hablo con erudición a algunas almas perdidas, me voy el fin de semana para destilar energía de bajo grado en risas y agotamiento, leo griego, cometo errores, busco cartas en mi escritorio y deseo estar muerto”.
Siguió con sus estudios de posgrado en Cambridge, Inglaterra, en donde enfrentó un complejo conflicto con un profesor, quien quería que se desempeñara en laboratorio aplicado, un área que estaba entre sus debilidades.
En una carta de 1925 aseguró haber estado pasándolo “bastante mal”, debido a que “el trabajo de laboratorio es terriblemente aburrido y soy tan malo que es imposible sentir que estoy aprendiendo algo”.
Ese mismo año, según datos rescatados por la BBC, dejó intencionadamente una manzana envenenada en el escritorio de su profesor. Y si bien, él no se la comió, pudo quedarse en la universidad solo bajo la condición de que asistiera a un psiquiatra.
Al principio, el especialista en salud mental le diagnosticó psicosis, pero luego se retractó y dijo que no creía que un tratamiento fuese a dar frutos.
Mientras tanto, las actitudes de Oppenheimer eran tan inquietas como inciertas. Incluso, su amigo Francis Ferguson dijo que en 1926 fueron de viaje a París, en donde le contó que le había propuesto matrimonio a su novia. Su respuesta fue totalmente inesperada.
“Me saltó por detrás con una correa del maletero y me la enrolló alrededor del cuello”, relató, “logré apartarme y cayó al suelo llorando”.
La entrada a la física y su visión sobre la guerra
A medida que Oppenheimer avanzaba en sus estudios de química, también se adentraba en la literatura y en las obras de escritores como Marcel Proust, además de en otras de carácter espiritual y filosófico.
Se sugiere que eso le ayudó. Ya cuando volvió a Inglaterra después de unas vacaciones en Córcega, se sentía “mucho más amable y tolerante”, según recordó él mismo posteriormente.
Ya a inicios de 1926 conoció al director del Instituto de Física Teórica de la Universidad de Göttingen (Alemania), quien quedó sorprendido con su intelecto. A raíz de aquello, lo invitó a estudiar ahí, una propuesta que Oppenheimer aceptó y que luego describiría como “su entrada en la física”.
Así, sacó un doctorado y una beca postdoctoral, además de que conoció a muchos otros físicos como miembro de una comunidad que buscaba potenciar el desarrollo de esta área. Varios de ellos se unirían posteriormente al Laboratorio Nacional de Los Álamos, el mismo en el que se trabajaría en la bomba atómica y en el que Oppenheimer asumiría como director.
Tras completar sus planes en Europa, volvió a Estados Unidos, estuvo unos meses en Harvard y luego se fue a la Universidad de California en Berkeley, en donde trabajó en experimentos con otros especialistas.
El científico se describió más adelante como “el único que entendía de que se trataba todo esto”. Y sobre su rutina, manifestó que consistía en “explicar primero a los profesores, al personal y a los colegas, y luego a cualquiera que quisiera escuchar”.
También asumió como profesor. Y según relató uno de los académicos en el material de archivo editado por Smith y Weiner, marcó a sus estudiantes de manera significativa, hasta el punto en que “copiaron sus gestos, sus manierismos, sus entonaciones.
“Realmente influyó en sus vidas”, enfatizó.
A pesar de que Oppenheimer destacaba por sus habilidades científicas, siempre dejaba espacios para la lectura. Ese punto era tan importante para él que incluso empezó a aprender sánscrito para leer el Bhagavad Gita sin traducir, el mismo texto religioso del que sacó el pasaje que recitó cuando hicieron la primera prueba de la bomba atómica.
En una carta que le escribió a su hermano en 1932, hizo referencia a ese libro y le anticipó cuál era su visión en torno a los conflictos armados.
“Creo que a través de la disciplina aprendemos a preservar lo que es esencial para nuestra felicidad en circunstancias cada vez más adversas (...) por eso pienso que todas las cosas que evocan la disciplina: el estudio y nuestros deberes para con los hombres y para con la comunidad, la guerra (...) deben ser recibidos por nosotros con profunda gratitud, porque solo a través de ellos podemos alcanzar el menor desapego y solo así podemos conocer la paz”.
Por esos años, también se enamoró de la psiquiatra Jean Tatlock, quien según la revisión de los historiadores Bird y Sherwin, destacaba por su intelecto y por la complejidad de su carácter, al igual que él. Y si bien, le propuso matrimonio en más de una oportunidad, ella lo rechazó.
Finalmente, se casó con la bióloga Katherine Harrison en 1940, quien más tarde también trabajaría en el proyecto para hacer posible la bomba.
La carta de Albert Einstein y la “ambición” para concretar el arma
Fue en 1939 cuando Albert Einstein firmó una carta dirigida al gobierno de Estados Unidos, en la que se alertó sobre la posibilidad de una amenaza nuclear. Pese a que el oficialismo no prestó mayor atención en un inicio, terminó por ceder a la advertencia.
De esa manera, las autoridades iniciaron una revisión para ver quiénes serían los científicos encargados de trabajar en el proyecto. Oppenheimer fue uno de los seleccionados. Y gracias a su equipo, en septiembre de 1942 determinaron que sí era posible crear una bomba, por lo que comenzaron con los preparativos.
En American Prometheus, el libro en el que se inspira la película de Nolan, un amigo del científico manifestó que cuando se enteró de que podía liderar el plan, le dijo: “Estoy cortando todas las conexiones comunistas (...) porque si no lo hago, al gobierno le resultará difícil utilizarme. No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación”.
Estaba notoriamente entusiasmado con participar, tanto que posteriormente Einstein sugirió que “el problema con Oppenheimer es que ama lo que no lo ama: al gobierno de Estados Unidos”.
La estrategia del físico teórico respondía netamente a especulaciones. De hecho, en la biografía Racing for the Bomb (Steerforth, 2003) el entonces general militar y líder del Distrito de Ingenieros de Manhattan, Leslie Groves, contó que cuando se propuso su nombre hubo personas que se negaron a incorporarlo, debido a su “trasfondo extremadamente liberal”.
Para sostener por qué su presencia era importante, él argumentó que tenía una “ambición desmesurada”, además de que notó que “no solo era leal, sino que permitiría que nada interfiriera con el cumplimiento exitoso de su tarea y, por lo tanto, con su lugar en la historia científica”.
Quedó. Y uno de los aspectos más llamativos de sus métodos de trabajo, según la autobiografía del físico Otto Frisch, What a Little I Remember (Cambridge University Press, 1980), es que además de contratar a científicos para su equipo, también consideró a “un pintor, un filósofo y algunos otros personajes inverosímiles; sintió que una comunidad civilizada sería incompleta sin ellos”.
Ese factor es solo uno de los que reflejan la importancia que Oppenheimer le daba a las humanidades. Los planes de Estados Unidos —y los esfuerzos del físico para concretarlos— dieron resultados en 1945. Y hoy se le recuerda a él como el padre de la bomba atómica.
Qué hizo después de la guerra
Una vez que terminó la Segunda Guerra Mundial, Oppenheimer adoptó una postura distinta y describió este tipo de armas como herramientas “de agresión, sorpresa y terror”, según rescató la BBC. Asimismo, calificó a la industria como una “obra del diablo”.
Durante una reunión que tuvo en octubre de 1945 con el entonces presidente de Estados Unidos, Harry Truman, le confesó: “Siento que tengo sangre en las manos”.
Ante tales declaraciones, el mandatario —operativo entre abril de ese año y enero de 1953— reveló posteriormente: “Le dije que la sangre estaba en mis manos y que dejara que yo me preocupara por eso”.
Paradójicamente, quienes trabajaron en el equipo de Oppenheimer manifestaron que él les dio un argumento similar para calmarlos mientras desarrollaban la bomba atómica. Básicamente, les recalcó que no podían hacerse responsables de las decisiones políticas y que ellos solo cumplían con su trabajo como científicos.
En el periodo posguerra, se desempeñó como miembro de la Comisión de Energía Atómica, cargo desde el que se expresó en contra de que trabajaran en más armas nucleares. Aquello desencadenó que el gobierno iniciara una investigación contra él en 1954 y que le quitaran sus credenciales de seguridad.
Como es de esperar, la comunidad académica lo apoyó. Un artículo que el filósofo Bertrand Russell escribió para The New Republic en 1955 resume los argumentos de sus defensores: “Había cometido errores, uno de ellos bastante grave desde el punto de vista de la seguridad, pero no había evidencia de deslealtad ni de nada que pudiera ser considerado como traición”.
Las discusiones continuaron, por lo que en 1963 el gobierno le entregó el Premio Enrico Fermi, gesto que numerosos expertos consideran hasta la actualidad como un acto de carácter político.
Pasaron casi seis décadas hasta que en 2022 las autoridades anularon su decisión de 1954 y confirmaron la letalidad de Oppenheimer al país norteamericano. En ese momento, ya habían pasado 55 años desde su muerte.
Sus últimos 20 años los pasó como director del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton —en donde tuvo la oportunidad de trabajar con Einstein— , mientras que enfrentó episodios de tuberculosis a lo largo de su vida.
Murió el 18 de febrero de 1967 a raíz de un cáncer de garganta, a sus 62 años.
Revisa el tráiler de Oppenheimer de Christopher Nolan a continuación.