Drácula: somos los que comemos

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Drácula.

La miniserie de la BBC y Netflix se ha convertido en la primera sorpresa televisiva del año: un clásico reinterpretado por los creadores de Sherlock que solo tiene un traspié al final.


Las series hay que juzgarlas por su totalidad, aunque muchas veces un patinazo hacia el final puede cambiar la percepción. Sucedió el año pasado con Years and years, una gran ficción en sus primeros tres capítulos, pero que en los dos episodios finales se desbarrancaba de modo terrible, traicionaba a sus personajes y, pese a ese discurso de la abuela, no lograba repuntar.

¿A qué viene todo esto? A que la recién estrenada miniserie Drácula —coproducida por Netflix y la BBC— tiene un primer capítulo fenomenal, un segundo muy entretenido, pero un tercero donde se nota fatiga de material y, aunque suene una frase fácil, sin sangre.

Lo primero. Drácula tiene tres capítulos de 90 minutos, lo que puede ahuyentar a quienes ya a la media hora bostezan y encuentran que para ver El irlandés necesitan tomarse una semana de vacaciones. Exageraciones. Los primeros 90 minutos de Drácula son realmente un placer: dos monjas entrevistan a un hombre en la que parece ser una celda. El hombre, medio deforme y del peor aspecto, sufrió en carne propia los embates del Conde Drácula, luego de llegar a su castillo —como abogado, para una transacción de propiedades— y quedar retenido durante un mes, tiempo en que literalmente el dueño de casa se adueñó de él y logró rejuvenecer, mientras el invitado envejeció.

El relato es trepidante, hay varias vueltas de tuerca, escenas de misterio y tensión, una fotografía preciosista y una dirección artística admirable para un show televisivo. Además, y esta es su principal sorpresa, reinterpreta la historia de Bram Stoker aportándole humor negro. Hay líneas exquisitas ("Somos los que comemos", dice el Conde, por su afición por chuparle la sangre a intelectuales y gente de la alta sociedad; o cuando el abogado le dice "¡Eres un vampiro!" y él le lanza de vuelta "y tú eres un abogado"), lo que no implica que esto vaya por la vereda del humor. Hay ironía, hay escenas que aturden, pero el misterio siempre es el conducto principal.

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¿Más sorpresas? La monja que va haciendo la entrevista en el primer capítulo, y que es interpretada magníficamente por la actriz Dolly Wells, es una gran protagonista del antagonista que es Drácula. La química entre ambos es uno de los puntos altos de la miniserie y el personaje de ella, además, aporta algunas buenas vueltas de tuerca del libreto, creado por la misma dupla tras la serie Sherlock (Mark Gatiss y Steven Moffat), que son fundamentales para este refresh que ha tenido la novela en TV.

El segundo episodio, también de hora y media, es un viaje en barco que se convierte en terror debido a la presencia del Conde, donde la historia también insinúa su bisexualidad, otro componente particular de la historia. Nuevamente, los creadores se encargan de darle sorpresas a los televidentes. El problema aparece en su tercer episodio, cuando uno ya está entregado a la miniserie. Sin dar un spoiler acá, da un salto hasta la actualidad y, lo que podría parecer un giro atractivo, termina siendo un desplome total de la historia. Sin ahondar, dinamita buena parte de lo que había construido —desaparece la química, el humor no calza, los giros son obvios— y le quita el rótulo de gran ficción que pudo tener.

Eso sí, haciendo matemáticas simples: de las cuatro horas y media de Drácula, las primeras tres son realmente imperdibles. Y valen la pena con creces. Pero se hace necesario obviar que su conclusión no ha estado en todo lo alto que pudo ser.

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