La desgraciada vida feliz de Mercedes Remedios Purificación
No sabía Barclays, cómo podía imaginarlo, que cuando se enamoró de Casandra Koenig, una joven muy refinada, que había vivido en Filadelfia y París, se enamoraría también, aunque de una manera exenta de toda lujuria, un enamoramiento digamos literario o artístico, de una cocinera gorda, con canas incipientes, de ojos de lechuza o de búho, que vestía siempre un uniforme celeste, un delantal del mismo color y unas zapatillas blancas, y amaba a Casandra Koenig como si fuera su propia hija.
Se llamaba Mercedes, Mercedes Remedios Purificación, y parecía una criatura translúcida, invisible a los ojos de los padres de Casandra, que raramente la miraban o hablaban con ella. Ellos, el señor George Koenig, empresario hotelero, y la señora Bárbara Koenig, decoradora, llevaban muchos años empleando como cocinera a Mercedes, sin permitirle un día de descanso a la semana, unas vacaciones esporádicas, un bono o gratificación por las fiestas, un seguro médico para atenderse de sus achaques. Mercedes tenía cincuenta y cinco años y ya trabajaba con los señores George y Bárbara Koenig cuando, treinta años atrás, nació Casandra, la hija mayor. Es decir que Mercedes, además de cocinera, había sido la niñera de Casandra, y la había arropado con todo su amor, cantándole canciones desgarradas de Raphael, Camilo Sesto, Sandro y El Puma, en lugar de arrullarla con canciones de cuna. Por eso, cuando Barclays conoció a Casandra y empezó a salir con ella, Mercedes, que llevaba años viendo a Barclays en la televisión, y lo quería como si fuese un amigo de toda la vida, se le acercó en la casa de los Koenig, mientras Casandra se arreglaba, antes de salir, y le dijo a Barclays, bajando la voz, mirándolo con sus ojazos de lechuza:
-Cuídeme a mi niña. No le rompa el corazón. Ella se enamoró de usted viéndolo en la televisión. Pobre de usted que la haga llorar.
Barclays amó a Mercedes en ese instante y para siempre. Era noble y agradecida, recia y laboriosa. No tenía nada y no se quejaba de nada. Vivía en un cuarto minúsculo en la casa de los Koenig. Trabajaba desde las seis de la mañana hasta pasada la medianoche. Era infatigable, indesmayable, y siempre estaba tranquila, compuesta, en sus afanes, resignada a su suerte, volcada a cocinar y limpiar con sus mejores bríos y pujanzas.
Poco después, la señora Bárbara, madre de Casandra, llamó a Barclays, le olisqueó el cuello, hizo un mohín de disgusto y le preguntó:
-¿Qué colonia te has puesto?
-Brut -dijo Barclays.
-Es colonia de cholos -sentenció Bárbara.
Como Casandra se demoraba, su padre, George, magnate hotelero, llamó a Barclays a su escritorio, le sirvió un trago y le dijo:
-No te equivoques con mi hija. Tú estás acostumbrado a las chicas fáciles de la televisión. Casandra no es una copetinera o una vedette. No se te ocurra que vas a tratar a mi hija como si fuera una vedette. Si te aprovechas de ella, si la tratas mal, vas a tener problemas conmigo.
Barclays no quiso preguntar qué clase de problemas tendría. Años atrás, en esa misma casa, la mansión de George Koenig en las afueras de la ciudad, un hombre había muerto en circunstancias sospechosas, en medio de una fiesta que los Koenig daban en honor a Mick Jagger, el músico británico, de visita en la ciudad, alojado en casa de los Koenig, sus amigos. Nunca se supo si el hombre murió accidentalmente, o si alguien, en el fragor de aquella fiesta desbordada de licores y drogas de alta pureza, le disparó un balazo a quemarropa.
Barclays no trató a Casandra como a una vedette o visitadora o dama de alterne y compañía, ni se aprovechó de ella. Antes bien, se enamoró de ella, se casó con ella, tuvo una hija con ella. Nunca más usó colonia Brut, temeroso de su suegra, tan refinada. Nunca se atrevió a preguntarle a su suegro, el hierático señor Koenig, cómo y por qué alguien murió en la fiesta en honor a Mick Jagger.
Eventualmente, y como le iba bien en la televisión y ganaba mucho dinero, Barclays compró una casa en esa ciudad y convenció a su esposa Casandra de contratar a Mercedes como cocinera. Halagada, Mercedes no vaciló en aceptar la oferta, que le duplicaba el sueldo y daba los domingos de asueto, y mudarse enseguida con Barclays y su esposa. Pero los padres de Casandra se enfadaron, lo tomaron como una deslealtad, una traición, y le dijeron a Barclays, gritándole improperios por teléfono, que nunca más entraría en la casona familiar, la mansión donde alguien murió extrañamente a los pies de Mick Jagger. Como el rencor es minucioso y tiene buena memoria, los Koenig cumplieron la represalia o el castigo. Casandra podía visitar a sus padres, desde luego, pero Barclays no podía verlos, pues ellos no le permitían entrar en aquella señorial casona del crimen sospechoso. Mejor así, pensaba Barclays, no se le vaya a escapar otra bala a George Koenig.
Ya viviendo con Mercedes, fue natural e inevitable que Barclays se interesase por la vida de la cocinera obesa y canosa, de los ojos de lechuza, y le hiciera preguntas, unas preguntas impregnadas de afecto que, por supuesto, los Koenig, tan envarados, nunca le habían hecho ni le harían.
Mercedes le contó entonces su vida, su desgraciada vida, su desgraciada vida feliz, su desgraciada vida feliz de la que no se quejaba un segundo.
Había nacido en un pueblo perdido en los Andes. Su padre trabajaba en una mina, su madre no se daba abasto para cuidar y alimentar a sus nueve hijos. Eran pobres, desesperadamente pobres. A veces, en el desayuno, tenían que repartir tres panes entre nueve niños hambrientos. Iban a un colegio lejano, tenían que caminar veinte kilómetros de madrugada hasta llegar al colegio. Mercedes llegaba tan extenuada que a menudo, oyendo clases, se desmayaba. Siempre tenía hambre, tanta hambre que sus tripas lanzaban sonidos cavernosos, tanta hambre que veía nublado y oía pitidos y no sabía si estaba consciente o desmayada. Un día cualquiera, ya con quince años, Mercedes caminaba de regreso a su casa cuando un auto se detuvo a su lado. El conductor, un hombre uniformado, le pidió que subiera. Asustada, Mercedes subió. El hombre la llevó a la casucha precaria en la que malvivían Mercedes, sus padres y sus hermanos. El hombre habló con la madre de Mercedes. Era un coronel de la policía que daba seguridad a los jefes de la mina. Necesitaba una empleada doméstica. Quería contratar a Mercedes. La madre de Mercedes le dijo que la niña apenas tenía quince años, era menor de edad.
-No importa -dijo el coronel-. Es mejor. Así la educo yo mismo.
El coronel dijo que estaba casado, tenía tres hijos y vivía en la ciudad.
-Mi hija no se va -le dijo la madre de Mercedes.
-Te la compro -le propuso el coronel.
La madre se quedó muda, perpleja, incrédula. El coronel mencionó una cifra que a la madre de Mercedes le pareció una fortuna. El coronel, que acababa de cobrarle al patrón de la mina, sacó un sobre y le dio un fajo de billetes a la madre de Mercedes, que aceptó, temblorosa, humillada.
-No te preocupes -le dijo el coronel-. Le voy a pagar bien, le voy a dar de comer tres veces al día, le voy a dar una buena cama y un baño con agua caliente.
Mercedes Remedios Purificación, quince años recién cumplidos, vio cómo su madre contó el dinero del coronel, aprobó su venta sin más rodeos y se despidió de ella, susurrándole al oído:
-Te vendo por amor. Es por tu bien. Es por tu mejoría. Vas a comer tres veces al día.
Mercedes rompió a llorar, se abrazó a su madre, no quiso irse con el coronel, ese sujeto extraño que la había comprado. Pero su madre hizo acopio de valor en ese momento terrible, de tanto dolor, y le dijo:
-Algún día me vas a entender. Es por tu mejoría.
Mercedes se fue con el coronel, sin saber cuándo, si acaso, volvería a ver a su madre, a su padre, a sus hermanos.
El coronel vivía en una casa mesocrática, en la ciudad, con su esposa y sus tres hijos. Trabajaba en la policía, cobraba un sueldo magro como gendarme, y al mismo tiempo proveía de seguridad al dueño de la mina y a otros empresarios acaudalados, así que casi nunca se encontraba en su casa. Su esposa, la patrona de Mercedes, no trabajaba y era adicta al teléfono y las telenovelas: todo el día estaba hablando por teléfono, chismeando minúsculas insidias con sus amigas, y viendo telenovelas lacrimógenas que, en efecto, la hacían llorar, hipando de tristeza. Mercedes, tan jovencita, hacía todo: cocinaba, lavaba, planchaba, limpiaba, regaba el acotado jardín y las flores, ordenaba los cuartos de los niños, caminaba al supermercado y regresaba cargando muchas bolsas, todo sin quejarse, sin lamentar su suerte, sin guardarle rencor a su madre, que la vendió por amor.
Borracho, ya de noche, el coronel regresaba a su casa y entonces Mercedes le calentaba y servía la comida. De madrugada, cuando la esposa del coronel dormía, este se metía a escondidas en el cuarto de Mercedes y abusaba sexualmente de ella. Con apenas dieciocho años, Mercedes quedó embarazada del coronel. La esposa del coronel notó una panza incipiente en su empleada doméstica. Le pareció extraño, la dejó preocupada. Dos meses más tarde, confirmó que Mercedes estaba embarazada. Sollozando, Mercedes le contó que el coronel la violaba. De súbito, la esposa del coronel abofeteó a Mercedes y la mandó a callar, con un rictus despótico avinagrándole el rostro. Días después, el coronel y su esposa llevaron a Mercedes a una clínica y la obligaron a abortar. Mercedes quedó destruida: su madre la había vendido al coronel, y ahora el coronel le había arrebatado a su hija del vientre. Tan triste y apesadumbrada se encontraba Mercedes que ya no hallaba fuerzas para seguir trabajando. Por eso el coronel y su esposa decidieron cedérsela, a cambio de una caja de vinos argentinos, a uno de los clientes del coronel, el magnate hotelero George Koenig. Fue así como Mercedes pasó de ser esclava del coronel a esclava de George y Bárbara Koenig. La esclavitud había sido abolida, cómo no, pero no del todo en aquella ciudad, y no para ella, Mercedes Remedios Purificación, que, aparte de una pena muy grande y pesada que le crecía como un moho en el corazón, no tenía nada más en la vida, y era una criatura translúcida, invisible a los ojos de sus patrones.
Unos años después, cuando Mercedes ya tenía veinticinco años, nació Casandra Koenig, la niña de los ojos como almendras, y Mercedes fue su niñera y la quiso como si fuera su hija. Nunca había amado a nadie como amó sin esfuerzo a Casandra. En cierto modo, Casandra le devolvió la alegría, las ganas de vivir. Bastaba con que Mercedes contemplase maravillada a su niña Casandra y entonces sonreía naturalmente, traspasada de amor y bondad.
Fueron pasando los años y Mercedes nunca pudo volver a los Andes a visitar a sus padres y hermanos porque los patrones Koenig no le daban permiso, no le concedían vacaciones, no la dejaban descansar tan siquiera los domingos. Tampoco habló por teléfono con su madre: allá arriba, en las montañas, en la cordillera profunda, los padres de Mercedes no tenían teléfono, luz eléctrica, agua potable. Es decir que, treinta años después de ser vendida por su madre, Mercedes no había vuelto a verla ni a hablar con ella, y no sabía si su madre aún vivía, o dónde vivía.
Después de escuchar la historia de Mercedes contada por ella a viva voz, en muchas sesiones en las que Barclays y Mercedes se sentaban a la mesa de la cocina y conversaban largamente, al tiempo que bebían té o café, Barclays preguntando, Mercedes respondiendo, Barclays consternado, quebrado, derramando lágrimas que procuraba escamotear, Mercedes contando las cosas con un aplomo, una naturalidad y una reciedumbre que la dotaban de una textura épica, la consistencia de una heroína discreta que no sabía que lo era, Barclays se obsesionó tanto con la historia de Mercedes que se propuso encontrar a la madre que la había vendido al coronel, le prometió a Mercedes que no descansaría hasta encontrarla, o hasta saber cuando menos si ella, la madre, estaba viva o muerta.
En efecto, Barclays hizo llamadas, habló con amigos influyentes, gente poderosa cercana al gobierno, y contrató abogados. Tiempo después, le aseguraron que los padres de Mercedes habían muerto, intoxicados por la emisión de gases de las minas y por los ríos que servían de vertederos a los desechos de las minas, de cuyas aguas bebían ellos y sus hijos, abandonados a su suerte. Barclays buscó luego a los hermanos de Mercedes. Solo pudo encontrar a una hermana menor, Gladys, que al parecer vivía en una provincia lejana, al sur, cerca de un lago gélido. Barclays habló por teléfono con ella. Era la única hermana viva, todos sus hermanos habían muerto, intoxicados en la mina. Barclays la convenció de subirse a un avión. Días después, Mercedes se reunió con su hermana Gladys. Habían pasado cuarenta años desde la última vez que se vieron. Se abrazaron. Se olieron como animalitos asustados. Se miraron a los ojos. Lloraron sin decir palabra, como si vinieran de un tiempo anterior a la invención de las penas, como si hubiesen reprimido esas lágrimas durante décadas.
Barclays nunca se recuperó del todo de aquella impresión tan fuerte, la de conocer la desgraciada vida feliz de Mercedes Remedios Purificación, y compararla enseguida con su propia vida, tan muelle y confortable, tan desahogada, y sin embargo él siempre quejándose, lloriqueando, deplorando a sus padres, exagerando sus problemas de salud. Para vengar las afrentas y humillaciones de la vida misma, Barclays escribió una novela, revivió a la madre de Mercedes y fabuló un reencuentro en los Andes entre la madre y la hija vendida por amor, un libro que, por supuesto, dedicó a Mercedes.
Pero ella, Mercedes, no pudo leerlo, porque no sabía leer ni escribir: era analfabeta.
En largas sesiones alrededor de la mesa de la cocina de su casa, bebiendo té y café, Barclays leyó el libro a Mercedes, y recién entonces, oyendo su propia historia novelada, recordando cuánto había sufrido, Mercedes Remedios Purificación permitió que sus ojazos de lechuza o de búho se aguasen un poco, y lloró con disimulo, como avergonzándose de su tristeza.
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