Los días más lánguidos en el sanatorio: una historia de las residencias sanitarias en Chile

Sanatorio Laennec, San José de Maipo.
Sanatorio Laennec, San José de Maipo. Repositorio bibliográfico y patrimonial del ministerio de Salud.

La tuberculosis y otros males que derivaron en epidemias, originaron la fundación de recintos especializados en aislar y tratar enfermos. Fue el caso de los sanatorios levantados en zonas de clima beningo, primero por iniciativa de la beneficencia, luego por políticas públicas. Eran pequeños mundos con normas y rutinas rígidas. Pero no faltó quienes concurrieron buscando una cura y hallaron un consuelo.


En el caluroso enero de 1887, el gobierno de José Manuel Balmaceda convocaba a un grupo de autoridades para una reunión de emergencia. Era necesario poner atajo cuánto antes al cólera. Todo comenzó un par de meses antes en Santa María, un apacible villorio en las cercanías de San Felipe, en que un criado murió consumido por la enfermedad. Se intentó establecer un cordón sanitario en las cordillera para aislar el brote, pero fue inútil: la gente no podía entrar, pero sí salir. Pocos días después, la bacteria se propagó hasta Valparaíso y a comienzos del año, se detectaron los primeros casos en la capital.

Por ello, como señala Enrique Laval en su artículo El cólera en Chile, en esa ocasión se creó un comité ejecutivo de emergencia para tomar medidas de contención. Lo integraban nueve hombres (incluyendo al arzobispo de Santiago, el intendente y al superintendente de Bomberos), de los cuales solo uno era médico: el Dr. José Joaquín Aguirre.

Para controlar la epidemia de cólera que en esa ocasión mandó a la sepultura -o la fosa común-, a 30.000 chilenos, la comisión decidió recurrir a un viejo método: establecer lazaretos, o lugares de atención exclusivos para los “coléricos”. De allí a que sean considerados un antecedente en la creación de casas de aislamiento para aquellos alcanzados por la epidemia de turno, al estilo de las residencias sanitarias de hoy.

“Fue un modelo de aislamiento de enfermos infecciosos que algunos historiadores, como Eugenia Tognotti, atribuyen a los venecianos ante el arribo de la peste negra al mar Adriático, que lo conocieron de los regímenes de aislamiento de los árabes, inspirados en los estudios de Avicena”, explica a Culto el historiador y académico de la Facultad de Medicina PUC, Marcelo López Campillay.

Sanatorio Laennec, San José de Maipo.
Sanatorio Laennec, San José de Maipo. Repositorio bibliográfico y patrimonial del ministerio de Salud.

En esa oportunidad se abrieron tres lazaretos (“denominados originalmente como nazarethum o lazarethum, en referencia al nombre de Lázaro”, apunta López): uno en la actual Avenida Matta, otro en el Hospital San Francisco de Borja y el tercero en calle Matucana. “Tuvieron la finalidad de romper los circuitos de contagio evitando que los enfermos transmitieran el microbio en sus hogares, espacios laborales, comercio, etc”, añade.

Se trataba de instalaciones acondicionadas para la ocasión aprovechando los espacios amplios. “El lazareto fue una herramienta sanitaria de carácter pragmático puesto que muchas veces espacios amplios que permitieran el aislamiento, fueron transformados como lazaretos, a saber: colegios, bodegas, casonas, etc”, explica López Campillay.

No era primera vez que se recurría a ocupar recintos destinados originalmente a otras funciones para aislar enfermos. En general se trataba de una iniciativa propia de tiempos de conflictos. “Esto era un procedimiento habitual en Europa, especialmente en tiempos de guerra. En este sentido, la epidemia de gripe española de 1918 ocupó esa modalidad en forma muy intensa -detalla Marcelo Sánchez, historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile-. Hay muchos ejemplos de hoteles e iglesias que durante la guerra civil en Estados Unidos, la primera guerra mundial, la guerra civil española y la segunda guerra mundial fueron convertidos temporalmente en recintos sanitarios de algún tipo”.

Pero en medio de la coyuntura sanitaria del cólera, había espacio para novedades: en 1886 se inauguró el primer sanatorio en suelo chileno: El Alfalfar, en las cercanías del volcán Tupungato. “Se constituyó a partir de una sociedad anónima, compuesta por José Ramón Nieto (presidente del directorio), Emilio y Eduardo Donnay (médicos franceses) y Atalicio Vial -cuenta López Campillay-.Se clausuró en 1889, básicamente porque no se logró acordar con el gobierno un flujo de pacientes que justificara el funcionamiento del sanatorio”.

Incluso, en 1896, por iniciativa estatal se proyectó otro sanatorio, esta vez, en Apoquindo. “Fue diseñado por una comisión de médicos y arquitectos designada por el presidente Federico Errázuriz Echaurren, pero finalmente no se pudo concretar por problemas de financiamiento”, agrega el académico PUC.

De la filantropía al plan estatal

Que una comisión haya decidido, desde el estado, la habilitación de lugares para recluir a los enfermos era una medida novedosa. Incluso, excéntrica. Desde el período colonial la atención de salud, y por extensión, los recintos dedicados al aislamiento de enfermos contagiosos, estuvieron en manos de particulares.

Con la habitual prescindencia propia de los gobiernos del período finisecular, influenciados por la máxima liberal del laissez-faire (“dejar hacer”), se argumentaba que eran los privados, y no el estado, los que debían gestionar los hospitales y en general, todos los servicios por cuanto la salud era un asunto individual. Ramón Barros Luco -el presidente que popularizó el célebre sandwich con su apellido- afirmaba que “no hay sino dos clases de problemas: los que se resuelven solos y los que no tienen solución”.

“La atención hospitalaria en Chile, desde tiempos coloniales hasta 1952 siempre tuvo participación de organizaciones inspiradas en la caridad cristiana y/o en la beneficencia filantrópica”, detalla Marcelo Sánchez.

Por ello, fueron las fortunas de la época y los ahorros de particulares, los que se dedicaron a la filantropía y la beneficencia. Al respecto, se cuentan los casos de Juana Ross de Edwards (la mujer más adinerada del país, quien levantó tres hospitales, seis asilos, un hospicio, entre otras obras), Josefina Martínez (dispuso en su testamento la construcción de un sanatorio para tuberculosos en Puente Alto) o Manuel Arriarán (legó el dinero que permitió construir el primer hospital de niños del país).

Sanatorio Edwards, Los Andes
Sanatorio Edwards, Los Andes, 1912. Fue levantado por la actividad filantrópica de Juana Ross de Edwards. Archivo Fotográfico Biblioteca Nacional Digital.

Pero en esos días la política y los negocios no solo se atendían en los salones del Congreso, sino que también en los pasillos del Club de la Unión o en las terrazas del Club Hípico. Allí pronto se acordó una institución a cargo de la administración del sistema sanitario y hospitalario: la Junta Central de Beneficencia. A esa, en concreto, se hacían las donaciones.

“La Junta Central de Beneficencia marcó época con sus servicios, publicaciones, gestión hospitalaria, formación especializada para médicos”, detalla Marcelo Sánchez. Sin embargo, su gestión no estuvo exenta de polémicas. “Pesa la idea de que era en muchos sentidos un negocio inmobiliario, ya que una parte importante de sus ingresos dependía de la administración de los fundos agropecuarios que le eran donados por la vía de testamentos”.

De allí, a que con el paso de los años, sugiera la necesidad de crear organismos estatales, regulados, aunque estos en un primer momento debieron coexistir con la administración de la Junta mencionada. “La caridad y la beneficencia siguieron siendo fundamentales en el siglo XX pero ello empezó a plantear conflictos entre administradores civiles, gestión de establecimientos por personal religioso y autoridades médicas en la medida en en que el Estado fue ampliando su infraestructura y sus espacios de acción”, explica Sánchez.

En 1929, no solo ocurrió el crack de la Bolsa de Nueva York, se devolvió Tacna al Perú o apareció por primera vez el personaje Tintín en Bélgica. En el país, se estableció un plan estatal antituberculosis, una enfermedad que entonces era una de las que se cobraba más vidas, junto con la viruela, la fiebre tifoidea, la disentería y la sífilis. “Para los años 1932 a 1938, tenemos datos de muertes totales por tuberculosis que oscilan entre 9.500 y 11.400 personas fallecidas cada año; dicho de otra manera, entre 1932 y 1938 murieron aproximadamente 70 mil personas a causa de la tuberculosis”, pondera Marcelo Sánchez.

Según López Campillay, el plan fue diseñado por una “élite médica” y se financió con fondos públicos. Por supuesto, contempló la posibilidad de construcción de sanatorios. Pero más importante, se considera clave en un impulso democratizador para garantizar el acceso a la salud para la población.

“El movimiento estatalista en materia sanitaria, que había despegado en la década de 1880, consiguió frutos concretos en 1918, con la promulgación del primer Código Sanitario, y en 1925 con la nueva Constitución, que contempló la responsabilidad del Estado en materia de salud pública -explica López-. De ese modo, podemos explicar que los sanatorios que formaron parte de la primera política antituberculosa, diseñada en el año 1929, nacieron en un marco institucional democratizante”.

Por ello, desde el segundo tercio del siglo XX, hay un impulso en línea con el desarrollismo de los programas de gobierno. “Hay una profundización de la construcción de Hospitales que tiene el sentido de una democratización de la salud, en la idea de que solo con un pueblo sano se podría llegar a modernizar e industrializar el país -complementa Marcelo Sánchez-. Recordemos que el objetivo del Servicio Nacional de Salud era llevar salud a todos y todas; un objetivo ideal que ciertamente no se cumplía pero que daba un impulso muy y grande y potente a la medicina social chilena”.

Gracias a este plan, se levantaron sanatorios financiados por el erario. “Los hospitales-sanatorios de El Peral (actual Sótero del Río), Las Zorras (actual E. Peralta de Valparaíso) y Putaendo tuvieron como objetivo, primero, atender a la población tuberculosa susceptible de recuperación a partir de la aplicación de la cura dietético-higiénica (alimentación abundante y reposo bajo un estricto régimen)”, explica López Campillay.

Sanatorio Laennec, San José de Maipo
Sanatorio Laennec, San José de Maipo. Repositorio bibliográfico y patrimonial del ministerio de Salud.

Esta fórmula, según el experto, permitía aprovechar lo mejor de las dos prestaciones; la especialización de los sanatorios en el tratamiento de enfermedades infecciosas y la tecnología operada por el personal profesional de un hospital. Por cierto, con el sustento del financiamiento público. “Permitía un flujo de dinero regular para costear los gastos operativos anuales, cuestión que los sanatorios privados no siempre pudieron garantizar. De hecho, el primer sanatorio de Peñablanca quebró en 1909 y el de El Alfalfar en 1889”.

A esta lista se deben sumar otros como el Hospital Félix Bulnes (como mencionó al pasar el Presidente Sebastián Piñera en su alocución del 7 de junio) o el Sanatorio San José de Maipo, fundado en 1911, que pasó de la beneficencia a la administración de la Caja de Empleados Particulares en 1944.

Por entonces aún funcionaban en paralelo los dos sistemas -el estatal y la beneficencia-. No duraría mucho más, pues a juicio de los gobiernos radicales era necesario centralizar la administración. Y en ello tendrá un rol importante un joven médico que con los años será Presidente de Chile.

“Fue Salvador Allende como ministro de salubridad, el que comenzó el trámite legislativo en 1941 para lograr una unificación y centralización de servicios sanitarios, cosa que solo se logró 11 años después con la fundación del SNS Servicio Nacional de Salud en 1952 -cuenta Marcelo Sánchez-. Ese hito marca el fin de la injerencia de la caridad y la filantropía en la gestión sanitaria”.

Es decir, gobernar no solo era educar o producir. También sanitizar.

Sanación en la montaña mágica

El día en un sanatorio comenzaba con la primera luz de la mañana, cuando el silbido tenue del viento bajaba desde las alturas de la cordillera. “Se desayunaba temprano, 7 am aproximadamente, y luego se procedía al reposo, una merienda y suaves caminatas al aire libre -explica Marcelo López Campillay-. Al mediodía se almorzaba, en la tarde se reposaba nuevamente, se practicaba una vez más la caminata y para finalizar se cenaba cerca de las 9 de la noche para proceder a dormir”.

Los recintos chilenos, en su mayoría emplazados en los faldeos cordilleranos, siguieron el modelo establecido por el médico alemán Hermann Bremher. “Privilegiaba las bondades del clima y la atmósfera limpia para la curación de enfermedades pulmonares y reumáticas”, detalla el académico PUC.

Además, había preocupación por la dieta. “Se componía de una generosa alimentación ya que la nutrición era importante para fortalecer los ‘cuerpos debilitados’ que para muchos médicos era el origen de la tuberculosis; y el reposo en sillas reclinadas (chaises longues) para cuidar los pulmones a la luz del sol, todo lo cual se realizaba bajo una estricta disciplina”.

A diferencia de los recintos hospitalarios del siglo XIX, atendidos por personal religioso de poca preparación profesional, el auge de instituciones y recintos demandó mayor competencia técnica. “Va ocurriendo un proceso de medicalización de la sociedad y un proceso de especialización y profesionalización médica creciente -explica Marcelo Sánchez-. Resulta lógico que al crecer la oferta hospitalaria crezca la demanda por todo tipo de servicios profesionales; sin embargo, no es solo una cuestión de infraestructura en términos de edificaciones, hay un proceso técnico y de estandarización de procedimientos que implica participación de profesionales”.

Sanatorio Laennec, San José de Maipo.
Sanatorio Laennec, San José de Maipo. Repositorio bibliográfico y patrimonial del ministerio de Salud.

¿Quiénes podían acceder a ser internados en un sanatorio? aquellos que tras un examen eran diagnosticados con un estado primario de la tuberculosis. Por el contrario, “quienes padecían un estado avanzado de la enfermedad no podían ingresar a un sanatorio y su destino era un hospital o, generalmente, su hogar, que era el lugar privilegiado por los y las tuberculosos ya que podían vivir sus últimos meses de vida con sus seres queridos y no en la soledad de un cuarto de una institución hospitalaria”, agrega López Campillay.

Pese a todo, los tratamientos, las normas, los dolores y angustias, la vida en común permitió que surgiera la camaradería entre los pacientes. ”Se transformaron en lugares que dieron vida a las denominadas comunidades sanatoriales, que reflejaron a nivel local lo que Thomas Mann relató en su célebre obra La Montaña Mágica -complementa al académico PUC-. En ellas se forjaron lazos de convivencia entre los y las pacientes, con los médicos y enfermeras, debido a que los tratamientos en los sanatorios podían extenderse por años”.

Más aún, López agrega que hubo quienes forjaron una relación estrecha y no querían abandonar los sanatorios una vez recuperados de su enfermedad. Y por el contrario, otros poco habituados a la disciplina de horarios y reglamentos, no lograron soportar la monotonía y se las arreglaban para evadirse. “Muchas veces rompían la rutina para escapar a una cantina los fines de semana”, detalla.

Con los años, los recintos cesaron su servicios al ampliarse o reasignarse sus funciones al bajar poco a poco la incidencia de la tuberculosis en la población. Por ello, el Sanatorio de San José de Maipo o los Hospìtales Félix Bulnes y Sótero del Río, incorporaron nuevas especialidades, tecnología y además ampliaron sus edificios. Pasaban a ser parte de un Chile diferente.

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