Marcelo Simonetti: “Dibujos de Hiroshima fue un viaje al encuentro de las víctimas del horror”

El escritor Marcelo Simonetti.
El escritor Marcelo Simonetti. Foto: Vicente Simonetti

El autor de las novelas La traición de Borges y El fotógrafo de Dios habla de su nuevo libro, un relato que transita entre Valparaíso y Japón y que explora en las raíces familiares, así como en las huellas de dolor y esperanza en la ciudad que recibió la bomba atómica.


Una fotografía en blanco y negro del estallido nuclear. Cuando lo invitaron a participar en la antología El fin del mundo, en torno a los 70 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, Marcelo Simonetti (Valparaíso, 1966) recordó una imagen que se grabó en su memoria a los 8 años. “Cuando yo era un niño, me encontré revisando una enciclopedia con la fotografía del hongo atómico. Al asombro inicial de esa imagen omnipotente siguió el descubrimiento del horror que se escondía bajo esa figura”, cuenta.

Autor de las novelas La traición de Borges y El fotógrafo de Dios, entre otras obras, Simonetti escribió un cuento para la antología publicada en 2015 por Ediciones B. Titulado Dibujos de Hiroshima, ese relato aspiraba a ser novela: “Siempre me quedó dando vueltas ese cuento, siempre pensé que esa historia encerraba una historia mayor. Y en el afán por descubrirla apareció Valparaíso, apareció el personaje de Ryu Nakata que muere en las primeras páginas de la novela, y apareció también su nieto, Yasuhiro, que es el protagonista de la historia”, dice.

En la escritura revivió esa antigua imagen que encontró en la enciclopedia: “El enterarme, a la edad de ocho años, de lo que había ocasionado la bomba, el saber de los muertos, de la agonía que muchos vivieron, de los efectos de la radiación, del devastamiento de la ciudad, es algo que no logré olvidar, que dejé guardado en mi inconsciente y que afloró con la escritura tanto del cuento como de la novela”.

Con el sello Emecé/Planeta, Simonetti publica Dibujos de Hiroshima, la novela, la historia de un nieto que descubre la figura de su abuelo, un silencioso inmigrante japonés en Valparaíso, luego de su muerte. Arribado al país desde Hiroshima a fines de los años 30, Ryu Nakata era un hombre discreto y amable que solía bajar al muelle a observar los barcos. Secretamente, como lo descubrirá su nieto Yasuhiro, el señor Nakata añoraba volver a su ciudad natal.

Durante décadas, Ryu Nakata mantuvo correspondencia con un amigo de infancia de Hiroshima, cartas que otorgan una nueva dimensión del abuelo y que plantean preguntas a su nieto. De este modo, movido por el deseo comprender a su antepasado, Yasuhiro emprende un viaje a Hiroshima. Una exploración en las raíces familiares que al mismo tiempo se volverá un descubrimiento personal.

Unida a esa dimensión más íntima la novela incorpora una dimensión histórica y social. Dibujos de Hiroshima es también un conmovedor homenaje a las víctimas de la bomba y a los hibakusha, los sobrevivientes a ella.

El libro aparece en un momento que favorece la lectura gracias al encierro, pero que dificulta la circulación debido al cierre de las librerías. De todos modos, el autor dice que la novela está encontrando su camino: “A pesar de todos los contratiempos el libro está haciendo su recorrido, llegando a los lectores, apoyado más en el boca a boca y en las redes sociales que en los circuitos tradicionales. Con todo, el libro salió de imprenta a mediados de marzo y la editorial decidió no distribuirlo a la espera de tiempos mejores los que, claramente, no llegaron. Así es que, finalmente, se resolvió lanzarlo las primeras semanas de junio y ver qué sucede. Hasta aquí Dibujos… se está abriendo paso, está siendo leído y eso me tiene muy contento”.

La novela está dedicada a sus abuelos, ¿no le interesó explorar en la memoria de su propia familia? ¿La novela encierra rasgos de su historia?

Yo diría que fui abducido por Hiroshima. Y esto determinó que la novela contara lo que finalmente cuenta. Con todo, la historia de mis abuelos, o de la relación que yo tuve con mis abuelos, está colada en el libro. Al igual que Yasuhiro, mis abuelos fueron para mí un verdadero misterio. Eran personajes algo huraños con los que nunca tuve los suficientes encuentros, la suficiente cercanía, las suficientes conversaciones como para poder conocerlos a fondo. Siempre fueron para mi un puzzle sin solución. Y ahora que me estoy poniendo viejo comencé a echar en falta esos encuentros, esas conversaciones que no tuvimos. En ese sentido, la novela sirvió para acercarme más a ellos —aunque ya no estén—; en ese viaje que hace Yasuhiro a Hiroshima para desentrañar el misterio que su abuelo guardaba celosamente, yo también viajé al encuentro con mi abuelo Liborio y mi abuelo Américo. Por otro lado, toda la primera etapa de la novela, la que ocurre en Valparaíso —la ciudad donde viví hasta que entré a la universidad, y a la que vuelvo cada tanto—, recoge los recuerdos fragmentados que yo tengo de mi adolescencia en el puerto.

¿Qué representa para usted Hiroshima?

Para mí, Hiroshima es la expresión máxima del horror, de la barbarie, de la humanidad reducida a su condición más ruin. Es el poder mostrando una de sus caras más feroces y abominables. Es la madre de todas las atrocidades que comete el hombre contra el hombre. Y aunque pudiera estar lejos de nuestro imaginario, no lo está tanto. Hay en la barbarie, en el horror, en la nula consideración de la vida humana, en la naturalización de la maldad, algo que emparenta Hiroshima con lo que fueron los crímenes cometidos por la dictadura. Ese desprecio por el otro es una herida abierta que deja una pregunta que hasta el día de hoy es difícil de responder, ¿por qué? La escritura de la novela no me ayudó a responder esa pregunta, pero sí a tener conciencia de que debemos seguir haciéndonos, porque solo en la medida que la repitamos y evidenciemos la imposibilidad de una respuesta racional entenderemos que esas situaciones jamás deben volver a ocurrir.

El protagonista, acaso sin saberlo muy bien, va tras la historia de su abuelo y el viaje se vuelve un descubrimiento de sí mismo, ¿no?

Sí, absolutamente. Aquello es una especie de metáfora de la necesidad de encontrarnos a nosotros mismos en nuestros orígenes. No podemos dar sentido a nuestra existencia sin mirar hacia atrás, sin saber de dónde venimos. Yasuhiro encuentra una revelación que le da sentido a su vida a partir de desentrañar el misterio de su abuelo.

Es muy evocativa la imagen del abuelo que baja a mirar los barcos y botes al muelle e imagina que van a Japón. ¿El viaje del nieto, sin proponérselo, viene a cumplir el sueño del abuelo?

Claro. Me gusta la idea de la continuidad, de que nuestras vidas están diseñadas para dar continuidad a la vida de otros, y así, sucesivamente, como una infinita cadenas de chasquis. El desarrollo de nuestras culturas ha sido posible gracias a eso. Las grandes obras de la humanidad muchas veces han pasado por periodos de tiempo que abarcan a distintas generaciones. Lo que pasa es que en tiempos donde el individualismo campea esta idea puede parecer algo excéntrica, pero no lo es. El sentido de comunidad, tanto espacial como temporal, es algo que hemos extraviado, y es importante que lo recuperemos. En ese sentido los japoneses son más sabios que los occidentales. Viven en el aquí y el ahora pero bebiendo de una tradición llena de rituales y saberes; a diferencia de nosotros que les hemos dado la espalda a nuestras raíces.

¿De qué manera esta novela se conecta con sus libros anteriores?

Por un lado, ha sido una novela que me ha demandado mucha investigación —al igual que El fotógrafo de Dios y La traición de Borges—, muchas lecturas. Y por otro lado también se trata de una novela de búsqueda. En todas mis novelas hay personajes que están buscando para entender, para clarificar en parte esa gran pregunta que refiere al sentido de la existencia. Y aunque no siempre consiguen esa respuesta, su mirada sobre las cosas, la relación con la vida que los rodea de alguna manera cambia, se allana. Es lo que a mí me pasa también cuando escribo. En cada novela siempre estoy buscando algo, siempre hay una pregunta que está impulsando el proceso creativo, y aunque salga de ellas sin respuestas claras, sin certezas, siento que consigo pequeños descubrimientos que me ayudan a entender las circunstancias en las que vivo, que me ayudan a sobrellevar mejor los días, a preguntarme cosas que hasta ayer no me había preguntado.

¿Cómo fue su propio viaje interior al escribir la novela?

Fue un viaje al reencuentro con mis abuelos. Escribí pensando en ellos todo el tiempo. Tratando de redibujarlos a partir de los fragmentos que mi memoria conserva. Y también fue un viaje al encuentro con las víctimas del horror, con los sobrevivientes. Un viaje de esperanza, por el mundo que nos toca vivir. En ese sentido, los poemas que Sankichi Toge escribió sobre la bomba siguen resonando dentro de mí, sobre todo aquel que se titula Mañana y que en los últimos versos detalla que los sobrevivientes de Hiroshima sueñan con que la energía de la bomba “…será puesta por el átomo en manos de la gente;/ que la rica cosecha de la ciencia, se transmitirá en paz a la gente,/ como racimos de suculentas uvas,/ húmedas de rocío… recogidas al amanecer”.

Portada Dibujos de Hiroshima.

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