Columna de Leo Marcazzolo: Se dilata como chicle el tiempo

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Detalle de Mañana en Cape Cod (1950), de Edward Hopper

Antes de que todo pasara. Cuando aún dormíamos, creíamos que todo iba a ser distinto.


Mi vecina que es Testigo de Jehová piensa que cuando se acabe la pandemia, Santiago no será más Santiago y se convertirá en Babilonia. Babilonia solo que con más vino rancio y menos glamour. Me asegura ella (no sin un enfoque alarmista por supuesto) que todos los encuarentenados saldrán a acostarse con lo que se mueva y a freírse como huevos fritos en las aceras que sudarán hasta volverse río. “Será verano, habrá calor, habrá estallido político, social, religioso y más encima todos fornicarán porque hace meses que no lo hacen”. Es paradójico, pero desde que hablé con ella recuperé mi esperanza.

Las rutinas comienzan más temprano de lo que quisiera: 08:15, pasa el camión de la basura verde, con tres haitianos que sonríen y un chileno que los mira y no hace nada. 08:20, el niño de cuatro años del octavo piso del edificio del frente, también se percata de los basureros y los saluda, gritándoles: “¡hola amigos, de verdad hola amigos, soy José Luis!”, (lo que para la criaturita es el acto más alegre del día, para mí es la escena más distópica del año). 09:15 de la mañana el cálefont de la mujer que vive en el segundo piso, (no la Testigo sino la que canta a Lucho Barrios), relincha como caballo. El sonido es aún peor que la pandemia. Todavía dormida, ruego a Dios que se acabe pero no se acaba. Peor aún relincha incluso más, y además va acompañado de su recital: “¡Concha de la lora, qué está fría esta huea!, ¡Me estoy congelando, chuchasumadre!, ¡Quién es el valiente que viene a hacerme un hijo para calentarme!”. Pienso que es creativa dentro de todo.

No hay hitos ni fechas dentro de la pandemia. El tiempo queda desparramado. No hay orden; el día se ordena por los horarios de comida y la llegada de la verdura o el gas. De pronto mi hijo llega a casa, luego de haber pasado tres días con su papá, y me cuenta que allí se levantó a la una de la madrugada, y que luego esperó una hora y volvió a dormirse. Le pregunto que cómo sabe que espero una hora y no diez minutos, y me inventa que lo sabe porque justo fue a buscarse un vaso de leche a la cocina y vio la hora. Mi hijo no toma leche. El tiempo se dilata como un chicle incluso a la madrugada de los infantes.

Tengo la sensación de que lavo loza, mucha loza. Se me grabaron los aromas de los detergentes; el amarillo es de limón y el verde no sé de qué es, o tal vez sea de limón también, y por culpa de un coronavirus invisible sea incapaz de olerlo. Dentro de los limpiapisos, a diferencia de los lavalozas, pueden encontrarse infinidad de olores; lavanda, petunias y uno medio azul que se supone que es mar, pero que huele más a algo muerto que a mar. Se habla de los olores de los detergentes en la sobremesa. Son pauta de conversación telefónica entre amigas y parientes. Lo hogareño sube a la primera línea de los cotorreos. La salud y las lluvias también. El hambre en los campamentos y la corrosión de los animadores polilla, que entierran el micrófono antes de que cicatrice la herida, justo antes, para ver bien la sangre. Los políticos ya no existen. Solo existen los movimientos nerviosos de ojos, cuello, hombros, cabeza y brazos del Presidente y los informes del MINSAL; sobrevivencia pura.

Antes de que todo pasara. Cuando aún dormíamos, creíamos que todo iba a ser distinto. Los más ingenuos pensábamos incluso, (de verdad doy fe) que políticos de derecha tan radicales como Jacqueline Van Rysselberghe de la UDI o Andrés Allamand de RN tenían verdaderas intenciones de un país mejor. Hablaban como hablaban, pensaba uno, solo por falta de calle, pero nunca por grandes distorsiones ideológicas o éticas. Pensábamos que creían en “construcciones sociales”, a veces poco democráticas y muy ortodoxas, pero siempre limpias. Pero hoy ya sabemos que no es así; Jacqueline, por ejemplo, le puso duras barreras al plebiscito de reforma constitucional de Octubre, más por defender los intereses de sus financistas de campaña, que por el bienestar social. Y con Andrés Allamand la misma cosa; su acérrima oposición al proyecto de retiro del 10% de los fondos previsionales —por parte de la gente, con el objetivo de minimizar los efectos económicos de la pandemia— también se debió a la misma insensibilidad social.

Siguen justificando lo injustificable, únicamente, para no declarar en lo que de verdad creen. Siguen explotando los mismos eufemismos políticos que tanto explotaron antes, solo para ocultarnos la real ubicación de sus amigos. ¿Para qué continuar repitiéndonos que solo buscan el bienestar de los más pobres, cuando ya dejaron claro ya que cada cual se mata su propio perro? Y que si no te gusta, como diría el propio Luca Prodan, “bancátela”. Pero lo peor de todo no es eso, lo peor de todo es que los vecinos no son mucho mejor que ellos. La oposición es una cazuela aguada sin presas. Se quedan allí chapoteando en el agua estancada y no se ahogan. Flotan más preocupados de cuidarse la peguita, para pagar la última cuota de la segunda vivienda en la playa, que del bien común. El camino a La Moneda, al parecer, está vacío.

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