Clases de Literatura: Cortázar en Berkeley

julio cortazar

A fines de 1980, el escritor Julio Cortázar dictó en Berkeley un curso sobre literatura. Allí abordó la concepción de cuentos como "La noche boca arriba" o "Continuidad de los parques", además de la cocina de novelas importantes, como Rayuela, y técnicas como la musicalidad de sus textos.


Entre octubre y noviembre de 1980, Julio Cortázar dictó en Berkeley un curso sobre literatura. No era la primera vez que el escritor argentino era invitado a una universidad estadounidense. En 1969 Cortázar rehusó la propuesta de profesor invitado cursada por Columbia University: le parecía una aprobación tácita de la llamada "fuga de cerebros" y sentía que no debía visitar Estados Unidos mientras aplicaran su política imperialista.

Una década después esa posición aflojó en el autor de Rayuela y visitó algunas universidades norteamericanas para asistir a simposios, hasta que aceptó la invitación para mudarse a San Francisco por unas semanas.

"Mi curso en Berkeley fue excelente para mí y creo que para los estudiantes, no así para el departamento de español que lamentará siempre haberme invitado; les dejé una imagen de 'rojo' tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de los USA, y les demolí la metodología, las jerarquías prof./alumno, las escalas de valores, etc. En suma, que valía la pena y me divertí", contó en una carta fechada el 18 de diciembre de 1980.

Publicado originalmente en 2013, el libro Clases de literatura recoge esas clases y aborda temas como la concepción de los cronopios y cuentos como "La noche boca arriba" o "Continuidad de los parques", además de la escritura de Rayuela.

"El Cortázar oral es cercano al Cortázar escrito: el mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones, el mismo humor", advierte desde el prólogo Carles Álvarez.

Por entonces Cortázar dividía sus clases en dos secciones: mientras en la primera daba lecciones, la segunda daba rienda suelta al diálogo con los estudiantes sobre temas que comenzaban en la literatura pero que devenían sobre música, política y cine.

Lo siguiente es un extracto del quinto capítulo de Clases de literatura, donde Cortázar habla de la musicalidad y el humor en la literatura.

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Los temas sobre los cuales me gustaría hablar hoy —de una manera obligadamente corta y superficial porque nos va quedando cada vez menos tiempo— son para mí muy hermosos pero muy evasivos, difíciles de captar. Sobre cosas como el humor en la literatura y en mis cosas, la música, el juego, lo lúdico, uno tiene más una intuición que un concepto, más una práctica que una teoría, y cuando los quiere atrapar teóricamente tienden a escapar. De todas maneras quedan algunos procedimientos o métodos de acercamiento, por ejemplo con respecto a la música y la literatura o la música en la literatura. No estoy hablando de la música como tema literario sino de la fusión que en algunas obras literarias se puede advertir entre la escritura y la música, cierta línea musical de la prosa.

Hay prosas que, siendo muy buenas e incluso perfectas, nuestro oído no las reconoce como musicales, y en cambio hay otras en el mismo alto nivel que inmediatamente nos colocan en una situación muy especial, auditiva e interior al mismo tiempo, porque en el noventa y nueve por ciento de los casos no escuchamos lecturas en alta voz, ni las hacemos: leemos con los ojos y sin embargo, cuando hay una prosa que podemos calificar de musical, el oído interno la capta de la misma manera que la memoria también puede repetir melodías u obras musicales íntegras en el más profundo silencio. Aquí hay que tener cuidado con un malentendido: cuando estoy hablando de prosa o estilo musical no me estoy refiriendo a esos escritores, sobre todo del pasado, que buscaban acercarse a la música como sonido en su prosa —eso se notaba sobre todo en la poesía pero muchas veces también en la prosa—, es decir escritores que buscaban conseguir efectos musicales mediante el juego de repeticiones de vocales, aliteraciones o rimas internas. Ésa fue por cierto una de las grandes preocupaciones de la poesía llamada simbolista a fines del siglo pasado: el simbolismo francés buscó que la poesía se aproximara cada vez más a la música en ese plano de contacto auditivo; en el fondo había algo de imitación, se buscaba reflejar la música a través de las palabras. En América Latina hubo grandes poetas en esa misma época (Rubén Darío es uno de ellos, y José [sic] Herrera y Reissig en el Uruguay) que escribían sonetos donde había una dominante que podía ser la a, la o, la e o la ele. Un soneto que empezara diciendo "Ala de estela lúcida, en la albura libre de los levantes policromos" está evidentemente instalado en el sonido de la ele; inmediatamente el oído reconoce que en "ala de estela lúcida en la albura" la ele entra como elemento musical dominante.

Desde luego, cuando hablo de mi contacto con la música no es en absoluto en ese plano. Eventualmente puedo haber escrito alguna frase en donde el sonido me gustaba, pero ésa no es mi noción más honda de la presencia de la música en algo de lo que he podido hacer. Es otra cosa: el sentimiento más que la conciencia, la intuición de que la prosa literaria —en este caso me estoy viendo a mí mismo en el momento de escribir prosa literaria— puede darse como pura comunicación y con un estilo perfecto pero también con cierta estructura, cierta arquitectura sintáctica, cierta articulación de las palabras, cierto ritmo en el uso de la puntuación o de las separaciones, cierta cadencia que infunde algo que el oído interno del lector va a reconocer de manera más o menos clara como elementos de carácter musical. Es un tipo de prosa que llamaría (la palabra no es castiza pero no importa porque hay que inventar palabras cuando hace falta) encantatoria o incantatoria, una palabra que abarca dos conceptos diferentes en apariencia: el de encanto en el sentido mágico de sortilegio, de encantamiento, de charm en inglés, de crear una atmósfera de hipnotización o de encantamiento que podemos llamar mágica como una pura imagen; y además en encantación o encantamiento está el sentido de canto: cantar está en encantar. Estoy hablando de una prosa en la que se mezclan y se funden una serie de latencias, de pulsaciones que no vienen casi nunca de la razón y que hacen que un escritor organice su discurso y su sintaxis de manera tal que, además de transmitir el mensaje que la prosa le permite, transmite junto con eso una serie de atmósferas, aureolas, un contenido que nada tiene que ver con el mensaje mismo pero que lo enriquece, lo amplifica y muchas veces lo profundiza.

Todo esto, como ven, es una penosa tentativa por explicar algo en el fondo inexplicable para mí. Lo que puedo decir como actor, como alguien que vive la experiencia de escribir muchos cuentos y muchos pasajes de novelas, es que en determinados momentos de la narración no me basta lo que me dan las posibilidades sintácticas de la prosa y del idioma; no me basta explicar y decir: tengo que decirlo de una cierta manera que viene ya un poco dicha no en mi pensamiento sino en mi intuición, muchas veces de una manera imperfecta e incorrecta desde el punto de vista de la sintaxis, de una manera que por ejemplo me lleva a no poner una coma donde cualquiera que conozca bien la sintaxis y la prosodia la pondría porque es necesaria. Yo no la pongo porque en ese momento estoy diciendo algo que funciona dentro de un ritmo que se comunica a la continuación de la frase y que la coma mataría. Ni se me ocurre la idea de la coma, no la pongo.

Eso me ha llevado a situaciones un poco penosas pero al mismo tiempo sumamente cómicas: cada vez que recibo pruebas de imprenta de un libro de cuentos mío hay siempre en la editorial ese señor que se llama "El corrector de estilo" que lo primero que hace es ponerme comas por todos lados. Me acuerdo que en el último libro de cuentos que se imprimió en Madrid (y en otro que me había llegado de Buenos Aires, pero el de Madrid batió el récord) en una de las páginas me habían agregado treinta y siete comas, ¡en una sola página!, lo cual mostraba que el corrector de estilo tenía perfecta razón desde un punto de vista gramatical y sintáctico: las comas separaban, modulaban las frases para que lo que se estaba diciendo pasara sin ningún inconveniente; pero yo no quería que pasara así, necesitaba que pasara de otra manera, que con otro ritmo y otra cadencia se convirtiera en otra cosa que, siendo la misma, viniera con esa atmósfera, con esa especie de luces exterior o interior que puede dar lo musical tal como lo entiendo dentro de la prosa. Tuve que devolver esa página de pruebas sacando flechas para todos lados y suprimiendo treinta y siete comas, lo que convirtió la prueba en algo que se parecía a esos pictogramas donde los indios describen una batalla y hay flechas por todos lados. Eso sin duda produce sorpresa en los profesionales que saben perfectamente dónde hay que colocar una coma y dónde es todavía mejor un punto y coma que una coma. Sucede que mi manera de colocarlas es diferente, no porque ignore dónde deberían ir en cierto tipo de prosa sino porque la supresión de esa coma, como muchos otros cambios internos, son —y esto es lo difícil de transmitir— mi obediencia a una especie de pulsación, a una especie de latido que hay mientras escribo y que hace que las frases me lleguen como dentro de un balanceo, dentro de un movimiento absolutamente implacable contra el cual no puedo hacer nada: tengo que dejarlo salir así porque justamente es así que estoy acercándome a lo que quería decir y es la única manera en que puedo decirlo.

Creo que esto aclara el posible malentendido entre la musicalidad entendida únicamente como imitación de sonidos y de armonías musicales y esta otra presencia de elementos musicales en la prosa, fundamentalmente el ritmo más que la melodía y la armonía. Cuando escribo un cuento y me acerco a su desenlace, al momento en el que todo sube como una ola y la ola se va a romper y será el punto final, en ese último momento dejo salir lo que estoy diciendo, no lo pienso porque eso viene envuelto en una pulsación de tipo musical. Lo sé porque sería absolutamente incapaz de cambiar una sola palabra, no podría sustituir una palabra por un sinónimo; aunque el sinónimo dijera prácticamente lo mismo, la palabra tendría otra extensión y cambiaría el ritmo, habría algo que se quebraría como se quiebra si se pone una coma donde yo no la he puesto. Eso me ha llevado a pensar que una prosa que acepta y que busca incluso darse con esa obediencia profunda a un ritmo, a un latido, a una palpitación que nada tiene que ver con la sintaxis, es la prosa de muchos escritores que amo particularmente y que cumple una doble función que no siempre se advierte: la primera es su función específica en la prosa literaria (transmite un contenido, relata una historia, muestra una situación) pero junto con eso está creando un contacto especial que el lector puede no sospechar pero que está despertando en él esa misma cosa quizá ancestral, ese mismo sentido del ritmo que tenemos todos y que nos lleva a aceptar ciertos movimientos, ciertas fuerzas y ciertos latidos. Leemos esa prosa de alguna manera como cuando escuchamos ciertas músicas y entramos totalmente en una especie de corriente que nos saca de nosotros mismos y nos mete en otra cosa. Una prosa musical, tal como yo la entiendo, es una prosa que transmite su contenido perfectamente bien (no tiene por qué no transmitirlo, no sufre en absoluto teniendo esos valores musicales) pero además establece otro tipo de contacto con el lector. El lector la recibe por lo que contiene como mensaje y además por el efecto de tipo intuitivo que produce en él y que ya nada tiene que ver con el contenido: se basa en cadencias internas, en obediencias a ciertos ritmos profundos.

Sé que todo esto no es fácil, tampoco es fácil para mí mismo pero puedo explicarlo un poco por la negativa. Mi problema es cuando me traducen: cuando se traducen cuentos míos a un idioma que conozco, muchas veces me encuentro con que la traducción es impecable, todo está dicho y no falta nada pero no es el cuento tal como yo lo viví y lo escribí en español porque falta esa pulsación, esa palpitación a la cual el lector es sensible porque si a algo somos sensibles es a las intuiciones profundas, a las cosas irracionales; lo somos aunque muchas veces la inteligencia se pone a la defensiva y nos prohíbe, nos niega ciertos accesos. Las grandes pulsaciones de la sangre, de la carne y de la naturaleza pasan por encima y por debajo de la inteligencia y no hay ningún control lógico que pueda detenerlas. Cuando el traductor no ha recibido eso, no ha sido capaz de poner en otro idioma un equivalente a esa pulsación, a esa música, tengo la impresión de que el cuento se viene al suelo, y es muy difícil explicarlo a ciertos traductores porque se quedan asombrados. "¡Sí, pero está bien traducido! Tú dijiste esto, aquí dice así: es exactamente lo mismo". "Sí, es exactamente lo mismo pero le falta algo". Es exactamente lo mismo en el plano de la prosa, como transmisión de un mensaje, pero le falta esa aura, esa luz, ese sonido profundo que no es un sonido auditivo sino un sonido interior que viene con ciertas maneras de escribir prosa en español.

Para no extendernos demasiado sobre el tema de la música agregaría que, así como hay escritores que son admirables maestros de la lengua y al mismo tiempo son totalmente sordos a estas pulsiones musicales y ni siquiera les gusta la música como arte, hay otros para quienes la música es una presencia incontenible y avasalladora en lo que escriben. Es una discusión que he tenido muchas veces con un escritor tan grande y tan admirable como Mario Vargas Llosa. Es totalmente sordo a la música: no le gusta, no le interesa, no existe para él. Su prosa es una prosa magnífica que transmite todo lo que él quiere transmitir pero, para quienes tenemos otra noción, es una prosa que no contiene ese otro tipo de vibración, esa otra arquitectura interna que transmite este otro tipo de valores musicales. Eso no quiere decir que el estilo de Vargas Llosa sea inferior al estilo de un autor que es sensible a la música, son simplemente manifestaciones diferentes de la literatura.

En mi caso soy una víctima de mi vocación porque en realidad yo nací para ser músico pero me pasó una cosa cruel: se ve que de esas hadas que echan bendiciones y maldiciones en la cuna del niño que nace, hubo una que decidió que yo podía ser músico pero hubo otra que decidió que jamás sería capaz de manejar un instrumento musical con alguna eficacia y además carecería de la capacidad que tiene el músico para pensar melodías y crear armonías. Soy alguien que ama la música como oyente, soy un gran melómano y desde niño he escuchado muchísima música sin poder ser un músico. Una vez un periodista me preguntó el famoso juego de "si tuvieras que estar solo en una isla desierta qué llevarías". Le dije: "Para tu sorpresa no llevaría libros, llevaría discos porque si voy a estar solo en una isla desierta prefiero tener música que literatura". Esto parece un poco escandaloso dicho por un escritor y sin embargo es profundamente cierto. Me siento un músico frustrado. Si algo me hubiera gustado es poder ser si no un creador de música, por lo menos un gran intérprete; grande en el sentido de ser feliz, no por los públicos ni nada de eso sino realmente dominar un instrumento y gozar como puede gozar un pianista o un clarinetista ejecutando su instrumento. No me fue dado porque había el hada esa que me fastidió, pero en cambio hubo una vocación total hacia la música de los demás que venía hacia mí.

Cuando empecé a escribir los primeros balbuceos a los diez, once años, era un momento en que ya escuchaba música continuamente y el sentido del ritmo y de la melodía, todo lo que la música abría en mí desde el comienzo, se manifestó en lo que escribía porque incluso de manera muy ingenua, como un niño, buscaba formas musicales también ingenuas en lo que escribía. Yo mismo me delataba porque trataba de imitar melodías por escrito; con hermosas palabras, con acentos que subían y bajaban, andaba buscando ritmos sacados directamente de la música. Cambié, por supuesto, y entré en otra manera de sentir lo musical pero eso no se perdió, se mantuvo siempre. Pasé por todas las etapas de alguien que ama intensamente la música: las etapas iniciales en mi tiempo eran la ópera sobre todo —se escuchaba mucho más que ahora—, luego la gran música sinfónica y luego la música de cámara. Después empecé a descubrir las músicas populares, folclóricas: el tango que en mi generación de la Argentina no era muy bien visto porque se lo consideraba vulgar. Descubrí el tango y me apasioné. (Además, por cierto, esto es un poco al margen, las palabras de los tangos me enseñaron mucho del habla del pueblo, de la manera como el pueblo expresa su propia poesía. A veces un tango de Carlos Gardel me enseñó más que un artículo de Azorín en el plano de aprendizaje de técnicas de idioma.) Y un buen día descubrí el jazz y eso no es una novedad para ustedes porque saben bien que el jazz aparece como tema en muchas cosas que he escrito, desde "El perseguidor" hasta largos capítulos de Rayuela y otros textos donde está en el centro de la cosa. El jazz tuvo una gran influencia en mí porque sentí que contenía un elemento que no contiene la música que se toca a partir de una partitura, la música escrita: esa increíble libertad de la improvisación permanente. El músico de jazz toca creando él mismo a partir de una melodía dada o de una serie de acordes y, si es un gran músico, nunca va a repetir una improvisación, siempre buscará nuevos caminos porque eso es lo que divierte. El elemento de creación permanente en el jazz, ese fluir de la invención interminable tan hermoso, me pareció una especie de lección y de ejemplo para la escritura: dar también a la escritura esa libertad, esa invención de no quedarse en lo estereotipado ni repetir partituras en forma de influencias o de ejemplos sino simplemente ir buscando nuevas cosas a riesgo de equivocarse. También un músico de jazz tiene malos momentos y pasajes que son muy pesados, pero de golpe puede saltar nuevamente porque está trabajando en un clima de total y absoluta libertad.

Para terminar con este tema de la música, les voy a leer un texto muy pequeño que es una especie de comentario a lo que acabamos de decir y que refleja un poco mi amor personal como escritor por la música y todo lo que ha significado para mí. Se habla exclusivamente de pianistas; la mayoría de esos nombres serán desconocidos para ustedes por razones de edad y de generación. Son pianistas de mi juventud pero hacia el final se menciona a uno que vive todavía y es uno de los más grandes pianistas del jazz, Earl Hines. Sé que no es todo lo conocido que debiera ser en la generación joven actual pero para hombres de mi edad Earl Hines ha llenado exactamente cincuenta años de jazz de la más alta calidad. Ese pequeño texto, que es una manera de cerrar el tema, se llama…, se llama, si lo encuentro…, es de un libro que se llama Un tal Lucas y del que hablaremos un poco después. El personaje, que se llama Lucas, va hablando de diversos temas y este pequeño texto se llama "Lucas, sus pianistas" y dice:

Larga es la lista como largo el teclado, blancas y negras, marfil y caoba; vida de tonos y semitonos, de pedales fuertes y sordinas. Como el gato sobre el teclado, cursi delicia de los años treinta, el recuerdo apoya un poco al azar y la música salta de aquí y de allá, ayeres remotos y hoyes de esta mañana (tan cierto, porque Lucas escribe mientras un pianista toca para él desde un disco que rechina y burbujea como si le costara vencer cuarenta años, saltar al aire aún no nacido el día en que alguien grabó Blues in Thirds).

Larga es la lista, Jelly Roll Morton y Wilhelm Backhaus, Monique Haas y Arthur Rubinstein, Bud Powell y Dinu Lipatti. Las desmesuradas manos de Alexander Brailowsky, las pequeñitas de Clara Haskil, esa manera de escucharse a sí misma de Margarita Fernández, la espléndida irrupción de Friedrich Gulda en los hábitos porteños del cuarenta, Walter Gieseking, Georges Arvanitas, el ignorado pianista de un bar de Kampala, don Sebastián Piaña y sus milongas, Maurizio Pollini y Marian McPartland, entre olvidos no perdonables y razones para cerrar una nomenclatura que acabaría en cansancio, Schnabel, Ingrid Haebler, las noches de Solomon, el bar de Ronnie Scott, en Londres, donde alguien que volvía al piano estuvo a punto de volcar un vaso de cerveza en el pelo de la mujer de Lucas, y ese alguien era Thelonious, Thelonious Sphere, Thelonious Sphere Monk.

A la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, Lucas pedirá escuchar dos cosas, el último quinteto de Mozart y un cierto solo de piano sobre el tema de “I ain’t got nobody”. Si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Larga es la lista, pero él ya ha elegido. Desde el fondo del tiempo, Earl Hines lo acompañará.

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