Cortázar, la Maga y París: crónica de los días que dieron forma a Rayuela
Durante los años sesenta-setenta miles de mujeres querían parecerse a la Maga y miles de hombres suspiraban por encontrar a alguien como la protagonista de Rayuela. Durante medio siglo nadie supo quién era la mujer, hasta que Edith Aron contó la historia de sus días como la musa de Cortázar. Acá, el biógrafo del escritor repasa cómo se conocieron Edith —la Maga— y Julio —Oliveira— en las calles parisinas.
A comienzos de marzo de 1951, Julio Cortázar se dedica a recorrer una ciudad que respira los aires del existencialismo. Instalado en la capital francesa, París lo recibe como suele hacerlo con los extranjeros: con los brazos abiertos y un puñal oculto. Aunque el escenario es apasionante, reina un ambiente muy inhóspito, el frío es terrible y además se declara una huelga de transportes.
Mientras duerme en un modesto hotel del Barrio Latino, durante varios días visita museos y áreas monumentales así como los bouquinistes de la orilla izquierda del Sena donde pasa horas revolviendo libros.
“Como la huelga de transportes persiste, Cortázar se refugia a menudo en el Louvre y en el museo del Impresionismo. Las salas dedicadas a Renoir, Cézanne, Monet, Sisley, Van Gogh, le dejan exhausto de felicidad estética”, anota su biógrafo Miguel Dalmau en El cronopio fugitivo (Edhasa, 2015), “para un argentino acostumbrado a la pintura de corte realista, la experiencia tiene mucho de caída del caballo”.
En una carta enviada al artista plástico argentino Jorge Vila Ortiz, Cortázar le anuncia que los pintores abstractos son una realidad muy seria en París: “¡Viva lo abstracto… cuando es bueno!”.
En la llamada “ciudad de la luz” Cortázar vive de modo precario. En otra misiva reconoce que todo es atrozmente caro para los latinoamericanos. La trampa parisina, parece ser el precio de las pequeñas cosas: el autobús, el metro, los espectáculos, el diario, el café, es decir, todo lo que queda fuera de los museos.
Dalmau consigna que el escritor encontró asilo gastronómico en Jean, un bistró muy agradable situado en el 132 del bulevar Saint Germain. Allí el menú es una ganga, se puede almorzar: un plato de sopa, una porción de paté, una costilla de vaca con papas fritas, pan y un cuarto de vino blanco a un precio razonable.
“Cortázar se siente en la gloria. Esta es la magia de París”, escribe su biógrafo, “para que todo sea perfecto solo le falta compañía. ¿La Maga quizá?”.
La Maga
Para dar con aquella mujer imprevisible que acabaría por asaltar la literatura del boom latinoamericano, la misma que ejerció una fascinación primero en el personaje de Oliveira, en la novela Rayuela, y luego en todos nosotros, habría que remontarse a esos tempranos días de Cortázar en París, trece años antes de la publicación del libro en 1963.
¿Era realmente una mujer o un personaje de ficción?
“El camino hacia la Maga es una larga carrera de detectives, una cacería de sabuesos que olfatean los pasos de una figura que se disuelve en la bruma”, anota Dalmau en la citada biografía.
Sabemos, por las pistas que entregó Cortázar en Rayuela, que la Maga fuma compulsivamente, que es delgada, morena y que usa medias negras y zapatos colorados; también sabemos que lleva el pelo revuelto y que no le gusta cocinar, y que durante los años sesenta-setenta miles de mujeres querían parecerse a ella y miles de hombres suspiraban por encontrar a alguien como ella.
Según el biógrafo del escritor, “se fueron imponiendo algunas certezas: un personaje con ese encanto iconoclasta no podía ser ficticio, por ejemplo, ni tampoco podía estar inspirado en una morochita tan sensata como Aurora Bernárdez”, la esposa del escritor.
“De creer en su testimonio”, anota Dalmau, “solo en una ocasión había estado a punto de desvelar el secreto, concretamente a una chica mexicana que trabajaba en un almacén cercano a su casa de Londres: ‘Me dijo que era una gran admiradora de Cortázar y que la Maga era su ideal. Eran tan simpática que pensé en decirle quién era yo. Pero no lo hice. No es un tema del que me guste hablar’”.
La Maga se llamaba en realidad Edith Aron, había nacido en la región alemana del Sartre, en 1927, en el seno de una familia judía. A los pocos años sus padres se divorciaron y emigró a la Argentina con la madre en el prólogo de la Segunda Guerra Mundial.
Instalada en Buenos Aires, Aron realizó estudios en el colegio Pestalozzi y luego decidió perfeccionar su francés en París. Otras versiones sugieren que su llegada a la “ciudad de la luz” tenía por objeto reencontrarse con el padre.
Lo cierto es que se embarcó en el Conte Biancamano en enero de 1950. Medio siglo después recordaría, según recoge El cronopio fugitivo: “Yo estaba en tercera clase. No pasaba nada interesante. Pero una noche vi a un muchacho tocar tangos en el piano. Una chica italiana con la que compartía la cabina me dijo que me miraba, y que como era tan lindo por qué no iba a invitarlo a nuestra mesa. Pero no sé qué me pasó: todo estaba muy raro y al final no le llamamos”.
Sin embargo, a las pocas semanas volvieron a verse en París. Según Edith, se encontraba en una librería del boulevard Saint Germain cuando descubrió a aquel muchacho del barco al otro lado de la vidriera, parado en la calle.
Se reconocieron y fue él quien la saludó con una inclinación de cabeza. “Ella se sintió feliz. Pero lo que no podía imaginar es que aquel muchacho tan cortés era un señor de treinta y seis años que andaba huyendo del peronismo”, escribe Dalmau, “al menos oficialmente”.
Aunque luego volvieron a encontrarse en la proyección de La pasión de Juana de Arco de Dreyer en los Champs Elysées, la película de Falconetti no logró unirlos. Sería en su siguiente encuentro, el cuarto, durante un paseo por los Jardines de Luxemburgo, cuando los extraños se refugian en un café y conversan varias horas, descubriendo amistades en común en Buenos Aires.
“¿Qué vio Cortázar en mí? No sé. Yo era simplemente una chica buena y agradable”, dirá Edith según consigna una nota de La Nación argentina.
Oliveira
Desde aquella lejana tarde de mediados del siglo pasado, hasta el regreso de Julio a la Argentina, un mes después, la pareja va estrechando de manera intermitente sus lazos. “La ciudad les va envolviendo en su tela de araña, regalándoles momentos muy hermosos”, sugiere Dalmau, “algunos de ellos quedarán incorporados al cosmos de Rayuela”.
Una muestra. La tarde lluviosa de marzo en que Julio (Oliveira) y Edith (la Maga) sacrificaron un paraguas en el barranco del parque Montsouris: “y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda”.
“Era mi primer encuentro con un gran intelectual. Sabía tanto, pero nos llevábamos bien porque tenía un gran sentido del humor”, contó la mujer, “él se reía un poco de mí, tenía una cultura superior. Yo me sentía tan impresionada. Inventaba muchas cosas. Ese día me llamó la atención un árbol con raíces enormes y me recitó un poema: ‘Trees’”.
Tras arrojar el paraguas al fondo del barranco, la voz de Julio se funde con la lluvia:
La historia tendría un desenlace que pondría a sus protagonistas en caminos separados, aunque Rayuela haría sus lazos inquebrantables.
Sentada en su pequeño departamento del barrio londinense de St. John’s Wood en 2004, Aron contó —en entrevista con La Nación— que Cortázar le comentó que Aurora “vendría a pasar fin de año a París, y me preguntó qué era más importante para mí, Navidad o Año Nuevo. No sé por qué le dije que Año Nuevo, que Navidad la iba a pasar con mi papá. Cuando nos volvimos a ver, él había pasado Navidad con Aurora y se había decidido por ella. Fue solo al perderlo que me di cuenta de que lo quería”.
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