Columna de Matías Rivas: Jean Baudrillard, claves y síntomas
"Baudrillard planteaba la ironía para desmitificar lo que se considera profundo. Detestaba la hondura vacía, pues solo hay secretos que investigar en las superficies, en la piel de la realidad y de las personas. El humor es un enemigo irreductible para los fascismos. Por eso lo prohíben y persiguen".
Jean Baudrillard visitó Santiago en 1993. Fui a escuchar una conferencia en la que desplegó su elocuencia y sarcasmo. Habló de simulacros, virtualidad y política. Eran momentos en que los teóricos escribían intentando configurar una poética. Ocupaban términos traídos de diversas especialidades (como psicoanálisis y sociología) y les daban un nuevo uso: desplazaban los significados, los ampliaban. En esa época se trabajaba con el concepto de posmodernidad, del fin de la historia.
Encuentro en un número de la Revista de Crítica Cultural una extensa entrevista hecha por Nelly Richard. Está fechada en marzo de ese año. Los diagnósticos son múltiples sobre el devenir, pero ninguno taxativo. La incertidumbre era analizada con frialdad. La indiferencia era una actitud posible. Baudrillard, entonces, proponía en su libro De la seducción una política del deseo.
Vuelvo a abrirlo y me encuentro con que su vigencia es nítida. Trata lo femenino, revisa el porno y las lógicas rituales del sexo, el concepto de obsceno, el capital y sus estrategias de atracción, el miedo y sus espejos. Escrito en fragmentos y capítulos breves, sin demasiado desarrollo de las ideas, deslumbra por la cantidad de indagaciones y citas. El ingenio brilla en cada párrafo, a veces demasiado.
Acudí a De la seducción con un supuesto: cuando están cortadas las conversaciones, cuando la sociedad manifiesta su odio entre ciudadanos, hay que desatar el nudo. Una forma de realizarlo es instalar el placer en el discurso, pese a lo arduas que sean las discrepancias. Baudrillard no entrega soluciones. Es puntudo, escéptico, su óptica está atenta a las perversiones que subyacen a las convenciones.
Sospecha de los sistemas filosóficos, cree en las influencias pop, en el exceso ineludible, y está atento a una eventualidad latente: que todo se invierta, como ha sucedido en la historia en innumerables circunstancias. Su sarcasmo brillante es intolerable para los dogmáticos. “Cualquiera que cree subvertir los sistemas por su infraestructura es ingenuo. La seducción es más inteligente, lo es de forma espontánea, con una evidencia fulgurante -no tiene que demostrarse, no tiene que fundarse- está inmediatamente ahí, en la inversión de toda pretendida profundidad de la realidad, de toda psicología, de toda anatomía, de toda verdad, de todo poder”. Aseveraciones de este tipo caen mal porque notifican la desilusión: “Todas las liberaciones y revoluciones son frágiles, y la seducción es ineludible. Esta las acecha incluso hasta en su triunfo”.
Intuyo que la suspicacia crítica es una clave para sobrevivir en la actualidad. Estar fuera de la tendencia masiva de confluir o pelear no es simple. Es una actitud solitaria que no pretende articular nada, solo disfrutar del gusto por disentir del fanatismo. Observar con detalle a los otros para averiguar qué nos diferencia y nos liga a ellos, ver de perfil los hechos y distinguir sus síntomas, conforman un carácter trazado por la curiosidad y la duda.
Nietzsche señala que “hay procedimientos tan delicados, que se obra muy sabiamente escondiéndolos bajo una máscara de brutalidad para hacerlos incognoscibles; hay acciones inspiradas de tanto amor y de tan exuberante generosidad, que sería necesario hartar de palos a quien hubiere sido testigo ocular de las mismas”. Es decir, existen técnicas, imposturas, complots y secretos. Y es labor de los intelectuales detectarlos, hacerlos visibles con palabras. La interpretación de estos enigmas es un juego cuyas reglas están en mutación constante. Revelar los códigos de las emociones y del instinto es prioritario. Son las leyes que priman. Los hechos así lo consignan. Los signos de la contingencia se desplazan con oblicuidad y fluidez. Están desperdigados en el carnaval, en las ruinas e ídolos. También en el arte y la literatura. Localizarlos es una destreza.
Una posición crítica involucra desconfianza ante las generalidades y la unanimidad. Obliga a poner el cuerpo. Baudrillard planteaba la ironía para desmitificar lo que se considera profundo. Detestaba la hondura vacía, pues solo hay secretos que investigar en las superficies, en la piel de la realidad y de las personas. El humor es un enemigo irreductible para los fascismos. Por eso lo prohíben y persiguen.
Qué seduce a las personas, por qué y cuándo, son preguntas que explican los comportamientos sociales de mejor manera que las elucubraciones políticas de perfil filosófico. Maquiavelo y La Rochefoucauld fueron explícitos en lo indispensable que era investigar el disimulo, el camuflaje y la imitación. En las formas veían encubiertos los propósitos.
La pretensión de castigar aquello que seduce es vana. Prohibir es un antiguo estímulo, lo mismo que la censura. Excitan. Los gestos, lo que se calla y lo que se evita, instauran un lenguaje. Fijarse en estos signos sociales ayuda a divisar lo reprimido, lo silenciado en momentos donde abundan los gritos y las consignas. Sin duda, hay tabúes nuevos, palabras vetadas. En ellos están cifrados los traumas, en torno de esas omisiones gira la libido. Examinar estos rastros requiere talento para reconocer distintos lenguajes y dilucidar sus alcances. La crítica ayuda a advertir las pulsiones que eluden los argumentos esgrimidos desde la razón. Es una respuesta existencial para evitar la desintegración de lo íntimo en la brutalidad.
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