Columna de Gabriel Zanetti: Toque de queda

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En todo este tiempo no he estado en ninguna fiesta de toque a toque, míticas de los años de dictadura. Hemos sido obedientes o tímidos, probablemente nuestra sociedad ha adquirido una nueva versión semifantasmal del conservadurismo.


Hace unos días salí en horario de toque de queda. Bien entrado, cerca de las 1.30 A.M, por una emergencia. Aunque había tomado cerveza en la tarde no me pude negar: una cuñada se enfermó, estaba donde un primo que vive a unas veinte cuadras de mi casa y yo era el más cercano con auto. Así que me lavé los dientes, la cara, me puse ropa, agarré documentos.

Hoy en día es fácil asociar las cosas a una desgracia mayor, pero por suerte no era nada grave. Con llevarla a su casa, bastó. Antes de salir vimos una patrulla, la hice parar, expliqué la situación y el carabinero me dio su celular a modo de salvoconducto por si me paraban sus colegas. Mi cuñada vive en el barrio República: ir a dejarla implicaba un viaje largo, más de madrugada y rompiendo la ley. Además de haber bastante gente circulando en la calle, una vez pasado Vicuña Mackenna por Eleuterio Ramírez comenzaron los tacos. Atochamiento en horario de toque de queda.

Varios me habían dicho que el toque no lo pesca nadie. No les creía mucho, consideraba que eran unos cabros osados —tengo amigos jóvenes, nacidos incluso después de la muerte de Roberto Bolaño— que se han ido de mi casa a las dos o tres de la mañana, en bicicleta o a pie. Salvo superar el límite de velocidad en auto no me gusta infringir la ley, tal vez por el trauma adolescente de la gente de mi edad, que fue detenida muchas veces por tomar o fumar marihuana en la vía pública en las plazas de Santiago o en la playa. Finales del 90 y principios del 2000: encerrados en la comisaría de Algarrobo, en la comisaría de El Tabo, en la 18 comisaría de Ñuñoa, pagando multas, dando explicaciones a los padres.

Me da envidia y gusto ver las plazas llenas de jóvenes bebiendo tranquilos, debajo de un quillay o una patagua, en el Juan XXIII, Plaza Ñuñoa, en el parque Bustamante, preparando un cuete con esos moledores plásticos o metálicos —mi generación usó tijeras y cajas de fósforo de mata cola—, sin miedo, relajados, con el cuello tranquilo —sin darlo vuelta a cada rato para ver si llegaban los pacos—. Todo se ha transformado en una especie de embajada del parque Intercomunal, única área verde donde desde siempre se ha podido carretear con tranquilidad, obviando alguna pelea o desmán menor.

En todo este tiempo no he estado en ninguna fiesta de toque a toque, míticas de los años de dictadura. Hemos sido obedientes o tímidos, probablemente nuestra sociedad ha adquirido una nueva versión semifantasmal del conservadurismo. Lo más cerca que viví fue en los primeros días del estallido social. Vinieron varios amigos a mi casa, se fueron media hora tarde de la hora permitida y al rato regresaron corriendo, pidiendo que abriéramos la puerta: se habían encontrado con una cuca, que, al frenar, les produjo miedo inmediato, con lo que salieron despavoridos. Abrí la reja con las manos temblorosas. Nos contaron la historia con unas tazas de té, ya no había nada de alcohol. Al rato los repartimos por la casa, buscamos frazadas en el clóset y nos dormimos.

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