Taller para pichiciegos
La escritura, en su dimensión más honda y perturbadora, sigue sin encontrar una fórmula posible de transmitir. Por suerte, advierte el escritor y tallerista Luis López-Aliaga, autor de Mundo salvaje y La casa del espía.
1.
Atendidos por sus propios dueños, el taller literario parece una manera más o menos decente de ganarse la vida. A condición, claro, de evitar el engaño, la letra chica. ¿Qué supone que un connotado escritor promocione su taller enumerando los talleristas que alguna vez pasaron por ahí y que ahora ya publicaron un libro o se ganaron un premio o fueron seleccionados para alguna antología generacional? ¿No hay acaso implícita una promesa? “Ven, acá te convertiremos en escritor”. O peor aún: “Ven, acá te enseñaremos a escribir”. Es raro que alguien esté dispuesto a pagar por eso, pero dada su posición de clientes, habría que alertarlos de la posibilidad de la pérdida de tiempo y de dinero, como mínima política de protección y defensa de sus derechos. Advertirles de la promesa que no se va a cumplir, simplemente porque no se puede cumplir. El poeta costarricense -y también director de talleres- Luis Chaves los define así: “Una actividad inútil en las que unos pretenden aprender lo que nadie les puede enseñar”.
2.
Dirigí el primero en 2004, al amparo de la Corporación Cultural Balmaceda 1215, en las enormes salas de la Estación Mapocho. Me había convertido recientemente en padre y las cuentas no me cuadraban por ningún lado, así es que acepté coordinar aquel taller para jóvenes menores de 25 años, financiado entre la Municipalidad de Santiago y la fundación Mustakis. Mi primera sorpresa fue ver los pasillos largos y fríos del cuarto piso llenos de jóvenes que esperaban su turno para una audición que debía seleccionar a veinte de ellos. Sentados en posición de loto sobre las baldosas, apoyados con la espalda en el muro descascarado, los rostros abstraídos, mirando por el ventanal hacia la explanada de la estación, encorvados leyendo un libro, escuchando música con los audífonos puestos. ¿Qué buscaban? ¿Querían ser escritores? ¿Querían aprender a escribir? Me sentí intimidado, arrepentido, la escena me recordó esas películas de superación donde un grupo de jóvenes llenos de expectativas se presentan una y otra vez a interminables audiciones para acceder a un papel en Broadway. Solo que acá, de ser seleccionados, no habría carteles luminosos, ni teatros repletos, ni sería el primer paso para una carrera en Hollywood.
3.
Antes de partir, me pareció justo exponer a los seleccionados mi total incertidumbre respecto al oficio, mis pocos recursos para combatir en los campos de Bourdieu, mis miedos también, mis fracasos. También la necesidad de pagar las cuentas, de comprar pañales.
4.
Era un taller intensivo. Dos sesiones a la semana, martes y jueves, de tres horas cada una. La dinámica me era ajena y tuve que adquirir a la fuerza cierto músculo del que desconocía su existencia. Sabía sí lo que no podía ofrecer y sospechaba que mi rol sería más bien modesto. Me limité entonces a coordinar las lecturas de los participantes e inventé, sobre la marcha, una serie de ejercicios que, más que un sentido pedagógico, tenían una intención lúdica.
La idea de ejercicio, sin embargo, de un movimiento voluntario que se repite y fortalece la musculatura (sobre todo los músculos respiratorios), fue poco a poco tomando forma.
5.
A esas alturas ya intuía, creo, que es más fácil convertir a alguien en escritor que enseñarle a escribir. Lo primero remite a lo institucional, a un juego más o menos evidente de posiciones; lo segundo, a lo propiamente literario, ese espacio plagado de incertezas y siempre en los bordes del tiempo, como bisagra de lo que ya fue y de lo que está por llegar; lejano, sobre todo, de la idea pueril de “escribir bien”, escribir correctamente.
6.
Habría que partir entonces con una advertencia: acá, si aprende algo, será a lidiar con la incertidumbre y la frustración. Nada muy alentador, nada que propicie el engaño. La incertidumbre de lo que no existe, pero quiere existir, y la frustración de lo incompleto, lo que aparece y no está nunca a la altura de lo que pudo ser. Lidiar, aprender a convivir con ello hasta disfrutarlo. ¿Cómo se prepara a alguien para eso? Entregándole un paracaídas. Y empujándolo. En el vacío, cayendo, no tendrá más remedio que manotear entre el equipaje hasta encontrar la argolla de dónde tirar.
7.
Lo peor no es tanto la voluntad de conseguir clientes, sino la de conseguir discípulos. La idea de “hacer escuela” está en el aire, al estilo de las viejas academias filosóficas. Una o varias ideas que enseñar, un jardín y un templo que se puede reemplazar por una sala pulcra o el living de la casa, oportunamente plagado de libros. O la variante actual de la cámara enfocada hacia algún fondo evocador. En eso se fijarán los discípulos, corazones fervorosos que se preparan para partir luego a difundir la buena nueva.
Para que no existan discípulos, hay que matar al maestro. El maestro o la maestra. Alguien con convicciones demasiado fuertes, seguro de lo que se debe enseñar y cómo. “Abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo”, dice el sexto mandamiento onettiano. (Onetti es el maestro perfecto, cualquier lector atento reconoce rápido la imposibilidad de seguirlo). El director-tótem suele inhibir la modulación de la voz propia, no está en disposición de escuchar balbuceos, de aprender de esos intentos que se renuevan con cada integrante del taller.
¿Pero qué es eso de la voz propia?
8.
Se aprende también por negación.
Yo aprendí mucho de Antonio Skármeta, el tótem de los 90, cuyo taller en el Instituto Goethe era un salvoconducto para legitimarse y posicionarse en la parcelita de ediciones, premios y becas de aquellos años. Una falsa seguridad para “los elegidos”, la ilusión de ocupar, algún día, su lugar. “El implacable López-Aliaga”, me concedía él la palabra durante las sesiones, con un tonito que establecía, sonriente, el lugar que me había reservado en el banquete. Tenía también sus favoritos, sus apuestas de futuro, sus cómplices, y distribuía los títulos desde las alturas, con el peso ceremonial de la figura pública que salía en la tele y se reunía con políticos de la concertación, movía recursos y vendía muchos libros, daba conferencias en universidades alemanas y Michael Radford estaba haciendo la película de una de sus novelas. Todo eso explicaba quizás su actitud displicente, como que estaba y no estaba en las sesiones, una suerte de holograma luminoso que se proyectaba sobre la cabecera de la mesa.
9.
Después de aquel taller en Balmaceda 1215 seguí con otros en distintos formatos, para distinto tipo de participantes y bajo el alero de diversas instituciones. Ya no solo por los pañales. Fui descubriendo en la práctica una intensidad, una mística incluso, que me vinculaba con lo esencial de una actividad que a veces me parecía mera administración de estrategias de posicionamiento. La luz venía del primer mandamiento del decálogo (más uno) de Hebe Uhart: “No hay escritor, hay personas que escriben”.
Algo terminó asentándose así, como método y como sentido.
Procuraba, eso sí, períodos más o menos extensos de descanso: hay cierto instinto antropófago del que conviene precaverse; al final de un taller siempre hay contusos, algunos corazones rotos, heridos de diversa consideración.
10.
Tarde o temprano se cae en la cuestión del talento.
Como una duda que lacera el alma de los talleristas, a la espera del gesto binario del dedito para arriba o el dedito para abajo.
Carver decía, sin embargo, que nunca conoció un escritor que no tuviera talento; porque el talento no importa, hasta suele ser un problema, lo verdaderamente significativo es una manera particular de ver el mundo.
Y esa particularidad es una forma. Una forma de decirlo.
Para Tabarovsky es encontrar una cierta sintaxis, una respiración.
La batalla se orienta así a saber dónde cortar un párrafo, por qué una coma y no un punto aparte, en qué orden adjetivar y por qué, cuál es el ritmo que otorga el punto seguido y qué nos jugamos con su proliferación. Lo primero es entonces tomar conciencia sobre los recursos con los que se combate y los efectos que producen en el texto. ¿Y dónde se puede hablar de estas problemáticas espurias, inútiles frente a la dictadura del tema?
11.
Se trata entonces de corregir. Pero la corrección no es lo que conduce a lo correcto, lo que enmienda los errores o deficiencias. El largo y meticuloso camino de la corrección no refiere a la aplicación en el texto de una serie de trucos que lo vuelva eficaz al oído de su época. Más cerca de Ignacio de Loyola que de un manual de estilo, la corrección es un tipo de ejercicio que apunta más bien al reconocimiento textual de lo que somos, eso que Levrero llama la personalidad. Un camino de dos direcciones: desde lo interior a lo exterior, en ese orden, ida y vuelta.
Un ejercicio (espiritual) que en su persistencia va advirtiendo el ritmo propio de nuestra respiración. No hay que descartar, por cierto, la meditación, la contemplación, ni la oración. Tampoco las drogas. Todos los medios son válidos para encontrar la frase.
12.
La leyenda dice que Fogwill escribió Los Pichiciegos en tres días, con cerros de coca a su disposición, mientras la guerra de las Malvinas estaba en pleno desarrollo y su madre veía las noticias en el piso de abajo.
El santiagueño, uno de los desertores en la novela, cuenta que los pichiciegos son un mamífero con caparazón dura, que hace cuevas en la tierra, que se mueve de noche. Otros le llaman mulita o peludo o armadillo. Los desertores son como esos animalitos, reunidos en una madriguera húmeda donde siempre está oscuro.
13.
Surge entonces, en la incertidumbre de la caída, un destello inesperado que expone y desarticula el lugar común de la soledad del escritor y de la escritura como una condena que nos aparta de los demás. No estamos solos, ya topamos fondo, juntos, y ese calorcito gregario puede ser suficiente para justificar la permanencia en un taller.
Ya no hay engaño, más bajo no se puede caer.
Porque la escritura, en su dimensión más honda y perturbadora, sigue sin encontrar una fórmula posible de transmitir. Por suerte.
14.
Me gusta pensar el rol de quien dirige un taller en la modesta dimensión de hacer ver en el texto “otras posibilidades”, ofrecérselas solidariamente a su autor. Así lo cuenta Silvia Molloy, cuando Silvina Ocampo le cuestionó el título de uno de sus libros: “Había logrado desinflar tanto mi ego con mis pretensiones literarias, no para ponerme en mi lugar –las maniobras autoritarias eran del todo ajenas a Silvina- sino para hacerme ver otras posibilidades, nada más”.
15.
La horizontalidad así no es farsa ni demagogia populista, sino la confirmación de que nos encontramos –el que dirige el taller y los talleristas- metidos en un mismo fango. La imagen funciona no referida el barro místico de la creación, sino como suciedad, como manchas que se pegan a la ropa, a la cara, a las manos, como consecuencia y prueba de un trabajo compartido. De ahí la otra figura posible, la de la trinchera. Ese espacio de resistencia, un hoyo en la tierra donde se produce la máxima cercanía entre lxs compañerxs de armas, como aquel refugio de los Pichiciegos, donde se confabula una mentira que nos permite salvar la vida.
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