Operación Barbarroja: cuando el invierno, las noches en vela y la dura resistencia le ganaron a Hitler
En la madrugada del 22 de junio de 1941, Hitler comenzó la invasión de la URSS. Una idea que -según explican los historiadores- estaba destinada al fracaso desde el comienzo. Pese a la ventaja inicial alemana, la enorme extensión del territorio, la llegada del crudo invierno ruso, y el cariz de guerra nacional que le dieron los soviéticos fueron factores que pesaron para el fracaso de la operación. Eso marcó el comienzo del fin para el Führer.
Una voz perdida en una radio militar, en medio de la noche del verano europeo de 1941, dio el inicio. Eran las 3.15 de la madrugada del 22 de junio. Media hora después, en otro sitio, seguramente despierto debido a la excitación por lo que estaba ocurriendo, Paul Joseph Goebbels miró su reloj y se permitió un comentario.
“Nuestros cañones estarán tronando. Que Dios bendiga a nuestro ejército”.
La cita del siniestro ministro de propaganda del régimen nazi aparece en Operación Barbarroja. La Invasión alemana de Rusia, 1941 (2006), de Álvaro Lozano, y da cuenta de la fe que se respiraba en las líneas ofensivas de la Alemania del Tercer Reich ante lo que se estaba viviendo.
El nombre había sido elegido cuidadosamente. Operación Barbarroja, en homenaje al emperador Federico I Barbarroja, quien es considerado por la historiografía el monarca que le dio mayor esplendor al Sacro Imperio Romano Germánico, hacia mediados del (movido) siglo XII.
Pero esto no era el medioevo. El escenario era la invasión de un territorio vasto. Hitler apostaba, como lo había hecho en el resto de la Europa occidental, a ganar grandes extensiones de terreno en poco tiempo, en lo que se conocía como la “guerra relámpago”, (Blitzkrieg, en alemán). Hacia ese junio de 1941, prácticamente iba ganando la Segunda guerra mundial. Pero intentar conquistar la URSS eran palabras mayores.
“Era una operación tan disparatada —ya que forzaba a Alemania a luchar en dos frentes— que Stalin no imaginaba que Hitler pudiera intentarla”, explica el reputado historiador Eric Hobswbawm en su clásico Historia del siglo XX. Pero había un punto que a Hitler le daba algo de ventaja. La purga que el mismo Stalin había hecho dentro de su ejército. Sencillamente, ni por oficialidad, ni hombres, ni armamento, los soviéticos estaban preparados.
“[A Hitler] no le faltaban argumentos, dada la desorganización en que estaba sumido el ejército rojo a consecuencia de las purgas de los años treinta la situación del país, y la extraordinaria ineptitud de que había hecho gala Stalin en sus intervenciones como estratega militar”, agrega el británico.
Fracasar desde el inicio
Se paseaba de un lado a otro de su despacho, como león enjaulado. A finales de 1941, dejando de lado su natural desconfianza y personalidad adusta, un atribulado Josef Stalin le comentó al embajador búlgaro, Stamenov, que pensaba que Moscú iba a ser capturada y sería una derrota segura. Hasta ese entonces, efectivamente el avance alemán había sido profundo y Hitler le respiraba en la oreja. La capitulación ya era una palabra que a Stalin se le estaba apareciendo, tanto despierto como dormido. “Existen pruebas de que durante algunos días el propio Stalin se sentía desmoralizado y pensó en firmar un armisticio”, dice Hobsbwam.
Pero el búlgaro Stamenov tenía bien claro el panorama, y le respondió: “Está loco. Incluso si se retira hasta los Urales, acabará ganando”.
Y lo que dijo el diplomático tenía bastante asidero. El historiador militar británico Antony Beevor, uno de los grandes expertos en el conflicto, autor de libros especializados como Stalingrado o Berlín. La caída, explica que desde un comienzo, la operación estaba destinada al fracaso.
“El tamaño del país significaba que la Wehrmacht y sus aliados rumanos y húngaros nunca tuvieron tropas suficientes para la conquista y ocupación de un territorio tan vasto -dice Beevor-. Si un Ejército defensor, por muy mal armado y entrenado que esté, tiene una enorme masa de tierra a la que retirarse, entonces el atacante, por muy bien entrenado o armado que esté, perderá todas sus ventajas”.
Además, Beevor cuenta que de un inicio Hitler cometió un error que resultaría siendo fatal, solo cegado por una cosa ideológica racial y sin ningún asidero en lo concreto: “La única esperanza de victoria de Hitler era convertir la invasión de la Unión Soviética en otra guerra civil levantando un ejército de un millón de ucranianos y otros antisoviéticos, como se le instó a hacer, pero se negó a poner a los eslavos Untermenschen [subhumanos, en alemán, haciendo referencia a la superioridad aria] en uniformes alemanes por principios”.
Pero del otro lado, también hubo yerros. Curiosamente, dice Beevor en declaraciones recogidas por el sitio BBC Mundo, “Stalin rechazó todas y cada una de las señales de alarma que le llegaron. No solo de los británicos, sino de sus propios diplomáticos y espías”.
Pero las especulaciones ya no bastaban. Había que tomar el fusil y luchar desesperadamente por sobrevivir.
El “general invierno”
Le llamaban “el general invierno”, y en el imaginario colectivo de la URSS estaba el recuerdo de cómo había barrido con Napoleón, en 1812. Ahí la Grand Armée prácticamente quedó destrozada. Ahora, ese mismo factor volvió a atacar -y con furia- a Hitler, quien nunca se imaginó que la campaña se iba a extender tanto.
Y todo lo que tenía que salir mal, salió mal. Ese invierno, de 1941, fue especialmente frío. “Hubo temperaturas que cayeron a veces por debajo de los 40º bajo cero y los alemanes no estaban equipados para eso, ni en lo que se refiere al armamento ni a la ropa”, dice Antony Beevor.
“Las ametralladoras alemanas, por ejemplo, se congelaban a menudo y tenían que orinar sobre ellas para tratar de calentarlas. Los blindados Panzer tenían unas orugas muy estrechas, por lo que no se podían manejar en la nieve, mientras que las más anchas de los soviéticos T-34 les daban ventaja”, agrega Beevor.
Hobsbawm añade: “Al no haberse decidido la batalla de Rusia tres meses después de haber comenzado, como Hitler esperaba, Alemania estaba perdida, pues no estaba equipada para una guerra larga ni podía sostenerla. A pesar de sus triunfos, poseía y producía muchos menos aviones y carros de combate que Gran Bretaña y Rusia, por no hablar de los Estados Unidos”.
¿Por qué no estás en el frente?
El sacrificio era máximo, y el cansancio era algo que no conocían. Quizás la urgencia de la sobrevivencia los hacía sacar fuerzas donde no habían. Para esas alturas, los soldados de la URSS pensaban que descansar era un premio que debían obtener.
“No conocíamos el cansancio. Yo ahora me canso solo con dar un paseo por la ciudad, pero entonces desayunábamos de cuatro a cinco de la mañana y cenábamos de nueve a diez de la noche, sin tomar otra comida durante todo el día y sin cansarnos. Podíamos estar tres o cuatro días sin dormir, sin ni siquiera sentir sueño. ¿Cómo explicar esto? [...]Cada soldado, incluido yo, solo pensaba en cómo podía hacer pagar más cara su vida, cómo podía matar más alemanes aún. [...] Yo fui herido tres veces en Stalingrado. Ahora padezco un trastorno nervioso grave y no paro de temblar”.
El que cuenta eso es el francotirador soviético Vasili Zaitsev, apostado en Stalingrado para la defensa de la ciudad, la cual era uno de los objetivos de la Wehrmacht. La cita no es azarosa. Tiene que ver con que si hubo un lugar en que se decidió el fracaso total de la Operación Barbarroja, fue Stalingrado. De hecho, la declaración de Zaitsev aparece en un libro titulado Stalingrado - La ciudad que derrotó al Tercer Reich (2015), de Jochen Hellbeck.
Para esos entonces, hacia el verano septentrional de 1942, Stalin había dado con la clave: convertir la invasión alemana en una guerra nacional. Comprometer a la población en la resistencia ante un enemigo extranjero al que había que expulsar como a de lugar. Funcionó, y con éxito. Stalingrado fue una verdadera fortaleza que sencillamente a la Wehrmacht se le hizo cuesta arriba.
Tal fue el grado de compromiso de los soviéticos con la defensa, que hasta los niños entendieron el mensaje. En su libro, Hellbeck cuenta el caso del teniente Molchanov, temporalmente de baja por una úlcera de estómago, quien daba clases en una academia militar cuando estalló la guerra. El suyo es un testimonio revelador.
“Tengo una hija, Nina, de siete años. Ella no paraba de preguntarme: ‘Papá, ¿por qué no estás en el frente? Todo el mundo está luchando y tú no’. Esto me causó un profundo efecto. ¿Qué podía responder a la niña? ¿Que estaba enfermo? ¡No era momento para enfermedades! Así que fui al jefe del departamento político del distrito y le manifesté mi deseo de ir al frente”.
Eric Hobsbwam señala que la Operación Barbarroja, y en particular Stalingrado, marcó un antes y un después. La imposibilidad alemana de derrotar a la porfiada ciudad los obligó a rendirse. “Los ejércitos alemanes fueron contenidos, acosados y rodeados y se vieron obligados a rendirse en Stalingrado (verano de 1942-marzo de 1943). A continuación, los rusos iniciaron el avance que les llevaría a Berlín, Praga y Viena al final de la guerra”, señala el británico.
Por su lado, Antony Beevor entrega unos números reveladores: “No hay duda de que fue el momento decisivo de la guerra. Un 80% de las bajas de la Wehrmacht se produjeron en el frente oriental; fue la Operación Barbarroja lo que quebró la columna vertebral del ejército alemán”.
“Desde la batalla de Stalingrado, todo el mundo sabía que la derrota de Alemania era sólo cuestión de tiempo”, dice Hobsbwam. Y lo fue. Desde entonces, comenzó una frenética carrera entre los aliados por quién llegaba primero a Berlin, y el resto es historia conocida. Los soviéticos se tomarían su ansiada revancha. El “general invierno” había ganado.
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