Andrea Marcolongo, helenista superventas: “El pasado no está ahí para ser juzgado ni borrado, sino comprendido”
La autora italiana, éxito editorial por títulos como La lengua de los dioses, vuelve con Etimologías para sobrevivir al caos, donde viaja al origen de palabras como “entusiasmo”, “paciencia”, “soledad” y “poesía”. Le asusta de nuestro tiempo “la pérdida de curiosidad respecto del lenguaje”.
La belleza de las palabras, la lucidez del pensamiento, la nutrición del espíritu: siempre habrá buenas razones para volver a los clásicos. Por eso se llaman clásicos.
Y gracias a esas cualidades es que, por ejemplo, y a contramano de presentismos y urgencias editoriales, el mundo clásico grecorromano visita siempre los escaparates, a milenios de distancia: ahí están las habituales reimpresiones y nuevas ediciones de Séneca, Marco Aurelio, Platón y tantos más. Pero también está el trabajo historiográfico y divulgativo de la historiadora Mary Beard, así como el fenómeno superventas de El infinito en un junco, el extraordinario y premiado ensayo de la filóloga Irene Vallejo. Y no hay que olvidar la publicación de Seis semanas con los filósofos griegos, de Ilaria Gaspari, mucho menos los libros que ya lleva, ampliamente traducidos, la helenista italiana Andrea Marcolongo (Milán, 1987).
“Los clásicos griegos y latinos no han salido de nuestras librerías: estaban en las librerías y en las bibliotecas hace 10 años como lo estaban hace 500”, explica la autora de La lengua de los dioses (que inspiró múltiples inmersiones en el griego antiguo) y La medida de los héroes (una visita guiada al mito de los Argonautas, los héroes que viajaron tras el vellocino de oro). Una superventas que ahora presenta Etimologías para sobrevivir al caos. Viaje al origen de 99 palabras: una incursión filológico-afectiva que habla de las bondades y las utilidades de las palabras, cuando se las ha llegado conocer. Cuando se ha llegado a desarrollar con ellas algo así como una amistad.
Después de todo, razona, “esa es la finalidad de un clásico: estar siempre ahí. Y cuando atravesamos una crisis o un momento histórico complicado, volvemos a los clásicos como si fueran una brújula que permite encontrar un camino. Ha sido así desde el principio, no es un fenómeno nuevo. Me encanta entrar a las librerías en todo el mundo, como cuando estuve en Santiago, hace unos años, y me encontré una edición de Séneca. Y pienso que también para eso existen los clásicos, aunque suene ingenuo: para estar siempre disponibles cuando se les necesita”.
Vía telemática desde París, ciudad en la que reside, cuenta Marcolongo que hace unos seis años, cuando escribía La lengua…, “era un poco sorprendente que una mujer tuviera la idea de escribir sobre los clásicos. Y ahora se pueden mencionar varias, lo que me pone aún más contenta y más orgullosa. Vivo en Francia, donde Molière se reía de las mujeres que seguían estudios clásicos, y hoy, siglos después, hay una especie de ‘nueva ola’ femenina en este ámbito. Me hace muy feliz”.
En La lengua de los dioses cita a Virginia Woolf: volvemos al mundo griego cuando estamos cansados de nuestra época. ¿No puede haber también una fuga hacia a los clásicos, una evasión?
No me ha pasado. Los temas de los clásicos no son tan ligeros ni tan simples. Para mí es más bien al revés: en general, cuando leo los clásicos, siento un profundo consuelo. Frente a todo lo que vivo o que veo como escandaloso (la muerte, o algún político que me cuesta entender, o una pandemia), los clásicos me permiten entender que no somos los únicos ni los primeros en la historia en pasar por esto. Que aquello que nos cuesta aceptar o controlar ha sido aceptado y controlado en otras épocas. Y si bien los clásicos no nos dan soluciones, insisto, al menos proveen un consuelo.
En sus palabras, el mundo clásico “nos ayuda resistir y reaccionar”. Un acto de sobrevivencia frente a cierto caos…
Desde muy niña, desde que iba al liceo público en Italia, tuve la sensación de que los clásicos no eran algo viejo que uno estaba obligado a venerar, a reconocer la importancia. Es, más bien, la única forma que conozco de resistir y, si se tiene la fuerza y la energía, de modificar la realidad en que se vive. Para mí, los clásicos son una forma de cuestionamiento, de resistencia al caos y, en general, a una cierta superficialidad de los tiempos. Los clásicos son lo contrario: no admiten ninguna forma de flojera. Es cansador estudiarlos y es cansador entenderlos, como todas las cosas que vale la pena vivir; nos exigen mucho, nunca dejan de interrogarnos, nos formulan infinitas preguntas, no cesan de recordarnos quiénes somos.
Cuando estoy insegura, algo perdida, decepcionada, vuelvo a los clásicos. No para refugiarme, para decirme lo bueno que era todo en la época de Pericles, sino para poner en orden mis pensamientos.
¿Cómo opera? ¿Con qué mecanismos combate la “flojera”?
Cuando hablo y escribo de etimología, no es sólo un juego o algo ingenuo o divertido, como para compartir en una sobremesa. Para mí, es algo muy serio. Las palabras siempre se han utilizado para manipular debido a su vínculo con la realidad. Manipulamos la realidad con las palabras que usamos. Y ese es el peligro. Pienso en nuestro tiempo, en este año de pandemia, en que hemos escuchado miles y miles de palabras...
Los griegos decían que si lo abandonamos, que si ya no reconocemos el valor y la importancia del lenguaje, significa que otro se hará cargo. Así, pues, podemos ser flojos con las palabras, o manipularlas, pero cuando se trata de la etimología, de las raíces de las palabras, no podemos: las etimologías son la fuente de la que proceden las palabras que usamos. Es como el nacimiento del río, aunque el viaje a contracorriente pueda ser extraño, pero podemos llevarnos mejor, primero con nosotros mismos y luego con los demás. Esta es la mayor forma de respeto que conozco: respetar el lenguaje.
“Calidad de lenguaje es calidad de pensamiento”, escribió Álex Grijelmo. ¿Cómo se cruza esa mirada con la suya?
Es cierto lo que dice la cita, que no conocía. Pienso siempre en Camus, para quien respetar el lenguaje es una forma de reducir las desgracias y el caos que hay en el mundo. Cuando uno se explica adecuadamente, el caudal de desdichas se reduce. Pienso, igualmente, que el lenguaje es lo más democrático que existe: las palabras no existen para ser impresas en un diccionario que duerme en la estantería. Si las usamos mal, no es el diccionario el que se enfada con nosotros o el que tiene problemas, es nuestra inteligencia la que tiene problemas. Cuantas menos palabras conozcamos, menos conoceremos de la realidad. Por eso, la única forma posible de democratización e integración es aumentar las palabras que conocemos y abrir este poder del lenguaje a todos. La lengua es la primera forma posible de democracia.
Cuando Cicerón dice que filosofar es “aprender a morir”, ¿nos da una buena justificación para volver a los clásicos?
La cita es magnífica, pero no estoy tan segura de que estemos aprendiendo a vivir o a morir. Desde hace un tiempo, en Europa y en EE.UU., hay una ola de corrección política, o derechamente de censura, aplicada a los clásicos: que hay que renunciar a los clásicos, porque son racistas o misóginos. No me parece que la forma de hacer frente a las contradicciones de nuestra época deba ser borrar el pasado y reconstruirse completamente. Sigo creyendo en la capacidad de una mente crítica para discernir, y los clásicos son una herramienta que nos enseña y nos obliga a elegir, a cuestionarnos, a hacernos muchas preguntas en lugar de decir que esto no es bueno, que va a la basura, y sigamos adelante.
¿Se ha visto en medio de alguna controversia a este respecto?
Diría que sí. El año pasado tuve una videoconferencia con [la Universidad de] Columbia y los estudiantes me hicieron esas preguntas, especialmente sobre la misoginia griega. Lo que más observo de esta tendencia a borrar el pasado es que estamos más enojados e infelices. No veo los efectos positivos, no veo que la gente esté más tranquila. Incluso, cuando hayamos borrado todo, ¿cómo se producirá un razonamiento tan profundo y notable? ¿Estamos borrando para hacer qué, exactamente? ¿Qué estamos creando?
Asimismo, me pregunto cuándo o cómo se decidió que somos nosotros los llamados a juzgar la historia. ¿Cómo decidimos que nosotros, que vivimos en 2021, nos hemos ganado el derecho a ser un tribunal del pasado: a decir qué está bien, qué no lo está? Pronto habrá otra generación o varias más que lo harán con nosotros. No creo que el pasado esté ahí para ser juzgado. No está para ser borrado, si es que no está bien, sino para ser comprendido.
¿Ve las palabras vaciarse progresivamente de sentido? ¿Ve amenazas en memes, emojis o stickers?
No estoy de acuerdo en cargarle toda la culpa a la tecnología en estos asuntos, porque no son exclusivos de nuestro tiempo. Si uno va a Pompeya, ve que los habitantes de la ciudad escribían grafitis como lo hacemos nosotros cuando usamos WhatsApp: una forma de latín muy simple, muy pobre, con errores y con dibujos. Por supuesto, no todos los griegos hablaban como Platón, pues todo dependía del contexto y de la necesidad. Por mi lado, me encanta usar emojis o stickers y no voy a andar escribiéndole en latín a mi pobre pareja. Lo que sí me asusta, nuevamente, es la pérdida de curiosidad respecto del lenguaje: que nos acostumbremos, cada vez más, a usar un número muy pequeño de palabras y que con eso alcance. De esa manera, es nuestra propia manera de pensar la que se empobrece. Uno puede usar un emoji para avisar que va llegando, pero para expresar lo que se piensa de la realidad no es suficiente.
¿Sobrevive una relación de largo aliento con las palabras a la exposición permanente a mensajes de texto y otros estímulos inmediatos?
He notado que cuando hablamos de lenguaje, del pensamiento, de las opiniones, tenemos cada vez más la tendencia a decir esto es cansador, toma mucho tiempo, es muy difícil. Asociamos el cansancio a la actividad de pensar o de usar las palabras, si es que no andamos diciendo que el lenguaje está en crisis o en peligro (lo que no deja de ser cierto). Lo raro es que alguien diga, simplemente, que pensar es hermoso. Que estamos hechos para eso. En el lenguaje hay una belleza, una riqueza, que está ahí, a nuestra disposición y gratis. Entonces, en vez de fastidiarse diciendo tengo que encontrar una palabra para referirme a tal cosa, por qué no decimos cuál es la palabra más bella que puedo usar hoy. Podemos regalarle a alguien una palabra.
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